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Carta desde Estados Unidos. Por Gustavo Gac-Artigas

Chile, unas elecciones presidenciales con sal y pimienta

El domingo fui a votar. Me levanté temprano y leí los diarios de Chile para ver si algo había cambiado.

No, nada había cambiado, pero bueno, la esperanza es buena para la salud. Bebí mi café, tomé un par de aspirinas y junto a mi esposa enfilamos rumbo a Nueva York. Había pensado no votar, pero la tentación era muy grande y la carne es débil. Desde antes del golpe militar del 73 en Chile que no votaba —ni siquiera voté por Allende cuando ganamos pues me encontraba en Colombia— así que la tentación se trasladó a mis dedos y durante todo el viaje, con una enorme cobardía, me justificaba: que es un momento histórico, que por primera vez los chilenos que vivimos fuera de Chile podemos votar… Y a mí, que los compañeros me borraron de la historia, el poder regresar a ella me tentaba.

No puede ser, me decía, no somos un país populista en que se designa al sucesor. Pasó la época de Joseph, o de Fidel, o de Honecker, o de Chávez, pese a que durante las últimas semanas de la campaña presidencial en mi país pareciera que la batalla era entre la presidenta Bachelet, y su equipo, y el candidato de derecha, Sebastián Piñera.

Durante esas semanas el candidato continuador, el que seguiría la senda, el que defendería valientemente las conquistas desapareció del mapa y la contienda se dio entre declaraciones del Gobierno y del expresidente.

“Yo hice”. “No fui yo quien lo dijo primero”. “Yo lo pensé”. “Pero yo lo realicé”. Y astutamente desviaron la atención ocultando a un candidato.

Reconozco, y es hidalgo hacerlo, que había que ocultarlo puesto que era nave a la deriva, pluma al viento en medio de una tormenta, escritor servil frente a un editor, sus ideas llevadas por el viento, ideas que desesperadamente intentaban tomar algún peso, definirse y llegar a puerto seguro.

Otro candidato, ME-O, no sin un cierto oportunismo, pero con teatral discurso, intentó erigirse en el sucesor, alabó más que en las novenas del mes de María en mi infancia. Mientras el Gobierno inauguraba obras futuras, él iba con un plumón de esos que se borran a cambiar el nombre de las estaciones del metro bautizándolas con el nombre de la Presidenta, incluso se rumorea que se robó algunas de las primeras piedras para construir la base de una primera estatua.

Fue invitado a La Moneda para que apareciera junto al desaparecido, como prueba viviente de que nada cambiaría y se proyectaría al futuro un sistema aburrido, pero sólido. El desaparecido, Guillier, para nombrarlo, reapareció poco antes de la primera vuelta de las elecciones, combativo, con un programa que no quería develar para poner pimienta y suspenso al proceso.

El expresidente soñaba con hacer caer el prefijo. Un candidato del pinochetismo, por su parte, intentaba despertar los nostálgicos de la dictadura. Otros tiraban monedas al aire para jugar al cara o sello y cada cual intentaba golpes de efecto para convencer a la masa.

Y la campaña por momentos se volvía soporífera, por momentos daba dolor de estómago, otros, dolor de cabeza, y camino a Nueva York a emitir un voto histórico me decía: nada ha cambiado desde aquella lejana época en que unos cientos nos juntábamos a desfilar para un primero de mayo soñando que podíamos cambiar el mundo.

Y al tomar el rumbo hacia el centro de votación, una hermosa avenida se iluminó, mostró una perspectiva, y al fondo, jóvenes marchando.

Ahí fue que entendí, por un lado, se traba de cerrar el camino al regreso de la derecha, pero por el otro, cerrar el camino a los jóvenes y asegurar la sucesión para que nada cambiara, para seguir avanzando, avanzando sí, pero como dice la canción las damas van al paso, los caballeros van al trote y los jóvenes, al galope, galope, galope. Estaban cerrando el camino al igual que lo hicieran ayer, no los mismos, pero sí con las mismas intenciones, conservar el poder.

Y aunque respeto a la primera presidenta mujer de Chile, no voté por el sucesor, voté por la que sabía no dejarían ser la candidata del verdadero cambio. Beatriz, con mi mano que temblaba de emoción voté por ti, por ustedes, mi futuro.

Con sorpresa, al regresar a mi casa, y me confieso hombre de poca fe, vi el resultado, casi, casi llegaron, si no hubiera sido por las maniobras de última hora…, pero cabros, ustedes cambiaron el mapa político de Chile, hicieron renacer la esperanza, la buena, no la de vanas promesas.

Los cantos de sirena ya comenzaron a sonar, ¿quieren 70% de gratuidad en la educación? OK, ¿un poco más? OK. Pidan, aquí se trata de principios y de cambios, dice el aparecío, como dice el huaso.

Y las ofertas en uno y otro lado, y hay un lado que no me importa, siguen subiendo, pero _ ¿para qué? me pregunto.
¿Por principios?
No estoy muy seguro.
¿Por honestidad?
No estoy muy seguro.
¿Por lo que quieren que ustedes sean el futuro?
No estoy muy seguro.
¿Para acallar sus voces en el tiempo?
Mmmm.

No tienen la osadía de ofrecerles cargos como en los pactos del pasado, viejos zorros, al menos tienen la decencia de no mancharlos, pero quieren hacerlos sentir culpables, culpables de pensar distinto, de ofrecer una nueva oportunidad a los sueños, de haberse levantado cuando era el momento de levantarse y sin desconocer el aporte del pasado crear el aporte del futuro.

En todo caso, desde el domingo, Chile no es el mismo.

Y en unas semanas me levantaré temprano, leeré los diarios de Chile, tomaré un café y me encaminaré hacia Nueva York. Cruzaré la hermosa avenida y miraré para ver si los jóvenes vienen marchando, o si solamente voy para que me cuenten.

Gustavo Gac-Artigas
Escritor y director de teatro chileno, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE).

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