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Crónica de la náusea

La ceremonia fúnebre del viejo punga que ensombreció la historia de Chile durante dieciséis años fue algo más que patética; fue una desvergonzada exhibición de un fascismo todavía latente en un sector de la sociedad chilena, un sector que odia cualquier expresión democrática, un puñado de cretinos que son ni más ni menos que la cultura de la muerte instaurada por el dictador y sus cómplices civiles y religiosos.

Todo el mundo vio los ataques sufridos por una periodista de la Televisión Española en las cercanías de la escuela militar (¿y qué demonios es eso: “escuela militar”?), protagonizados por un energúmeno de corte de pelo claramente militar, de camisa cerrada hasta el botón del cuello según los cánones de la estética militar, de movimientos torpes pero prepotentes aprendidos tal vez en la “escuela militar”, de dentadura regular y simétrica como son las dentaduras uniformes que con cargo al erario público mantienen los dentistas militares, y con una oratoria que demostró su abolengo castrense; apenas le arrebató el micrófono a la periodista –a vista y paciencia de los carabineros que miraban el hecho- empezó un inspirado discurso castrense cuyos argumentos de más peso consistieron en gritar “españoles culiaos” y “que se vayan,po”. Pero sus gestos rigurosamente castrenses lo delataban: ese imbécil es uno de los que se benefician con el 10 % de las exportaciones de cobre.

Luego, todavía nos preguntamos qué se le perdió a la ministra de defensa en ese entierro. ¿Era necesario rebajar hasta ese extremo la dignidad de la sociedad civil? Lo más sensato y respetuoso con los miles de chilenas y chilenos que la sustentan en su cargo, con sus votos, hubiera sido en cuanto el obispo castrense (¿ y qué mierda es eso: “obispos castrenses”?) empezó con su diatriba nacional católica de justificar la era de asesinatos, torturas, desapariciones, exilios, robos, rapiña, que empezó el día del golpe de Estado fascista ordenado por el imperialismo norteamericano el 11 de septiembre del 73. Ese cura de sable y cruz simplemente se cagó en la memoria de las víctimas, se cagó católicamente en la memoria de nuestros muertos, se cagó trinitariamente en los derechos humanos y dio por católicamente justo que estos fueran violados de manera sistematica.

¿Por qué la ministra de defensa no ordenó al comandante en jefe del ejército que hiciera callar al oficialito tonto, al nieto de Pinochet, cuando empezó con su discurso de odio? Las palabras gruñidas por ese pequeño descerebrado que heredó la voz aflautada de su abuelo no pueden quedar impunes, porque ese tipejo vestido con su uniforme color asno pronunció un discurso que en ningún caso fue espontáneo, sus palabras eran conocidas por la plana mayor, el alto mando, o como demonios se llame el conjunto de mandamases del ejército, de ese Estado dentro del Estado que todavía no demuestra ni la menor señal de arrepentimiento por todos los crímenes y robos cometidos, y que inexplicablemente usurpa sin ningún derecho moral el 10 % de las exportaciones de cobre. Cuántas escuelas y hospitales se podrían construír con ese dinero que hoy se destina a alimentar a potenciales dictadores como el nieto del tirano.

El 12 de diciembre fue ciertamente un día contradictorio, pues a la natural alegría de las víctimas y de los demócratas, se impuso el nauseabundo ritual de un puñado de fascistas que despedían al tirano con el brazo extendido a la manera nazi, y la presencia amenazante de esos que supuestamente llevan un uniforme para ganar guerras, claro que en el caso del ejército chileno, para ganar guerras contra el pueblo desarmado.

Fue el día de la náusea, y ahora sólo queda esperar que las brisas justicieras del Pacífico alejen el hedor de esa carroña que recibió los honores de sus cómplices.

Gijón, 12 de diciembre de 2006

* Luis Sepúlveda es escritor, adherente de ATTAC y colaborador de Le Monde Diplomatique

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