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Cuaresma 2015. Desgarren su corazón, no sus vestiduras. Por Humberto Palma

Si en poco o mucho ha impactado la labor pastoral del Papa Francisco, ello no obedece a un bien logrado histrionismo mediático, ni siquiera a su afable sonrisa, que sin lugar a dudas contribuye a los gestos del pastor. Si nadie ha quedado indiferente ante su persona (de hecho, hasta el rector Carlos Peña le ha dedicado algo de su mordaz pluma periodística) es por la valentía y profundidad de la reforma que nos viene proponiendo desde el día mismo de su elección. Dicha iniciativa, que se concreta en sus gestos y palabras, no ha estado exenta de duros cuestionamientos por parte del ala más conservadora de la Iglesia, y es que Francisco goza del espíritu renovador que anima a los profetas y de la prudente osadía que distingue a los líderes, convirtiéndose así en materia privilegiada para la experiencia de conversión, reconciliación y fraternidad que nos propone el tiempo de Cuaresma. Y esto no vale sólo para quienes creemos en Dios, sino también para todos aquellos que valoran el compromiso ciudadano, toda vez que el encuentro con Jesús conlleva una insoslayable repercusión de humanidad. En otras palabras, puede haber mundo sin religión, pero no puede haber auténtica religión sin diálogo con el mundo. Y el Papa ha sabido insertarse en ese diálogo constructivo. No prestar atención a lo que ocurre en él, es perder oportunidad de sumar fuerzas en los procesos de liberación y justicia a escala local y mundial, y para los creyentes no sería otra cosa que intentar acallar la voz del Espíritu.

Francisco es testigo de una Iglesia que aspira a más

Ya lo decía Pablo VI: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos”. Y esto vale sobremanera para el Papa Francisco. Como decía, lo que en muchos ha terminado impactando no es la elocuencia de sus palabras, tampoco la sencillez y frescura con que reflexiona la verdades del Evangelio, sino la audacia de sus gestos testimoniales, que avalan y dan consistencia a sus enseñanzas. Francisco es testigo privilegiado de una Iglesia que aspira a más. Por todas partes y en todo el mundo, en las voces callejeras y en las aulas universitarias se siente el lamento de una comunidad creyente agotada de insistencias y acentos doctrinarios, cansada de abusos jerárquicos y discursos dogmáticos, aburrida de catequesis verborreicas, rutinarias, y homilías sin alma ni pasión. Por otro lado, crece entre los fieles el deseo de reflotar experiencias pastorales que nacieron como fruto de intuiciones fundamentales del Concilio Vaticano II. Por ejemplo, la centralidad del Bautismo, el protagonismos de los laicos, la jerarquía como servicio, el profetismo de la Vida Religiosa, la opción preferencial por los pobres y la defensa de los derechos humanos, entre otros. Y este sentir del Pueblo de Dios no es casual. De hecho, es imposible no establecer un nexo pastoral y teológico entre las figuras de Francisco y Juan XXIII, el llamado “Papa bueno”.

Francisco se convierte así en figura emblemática y punta de lanza de una porción de laicos, religiosos, diáconos, obispos y sacerdotes que anhelamos una vuelta hacia lo esencial de la fe católica, es decir, hacia aquello que el profeta Joel exige como condición de la auténtica vuelta a Dios: “Desgarren su corazón, no sus vestiduras” (Jl 2,13). Es la coherencia mínima que, con toda razón, el mundo también nos exige. De hecho, los abusos de poder en todas sus formas, y tanto hacia dentro como hacia fuera de la Iglesia, se levantan ahora como escandalosas evidencias de prácticas religiosas ocupadas en desgarrar las vestiduras y no el el corazón, es decir, de simular conversión y piedad a través del ritualismo narcotizante, al que tan ingenuamente adhieren muchos fieles. Y de este modo, en vez de servir a Dios y a los hombres terminamos favoreciendo a las mismas cúpulas cuyas malas artes la ciudadanía denuncia en política, educación, economía, vivienda, salud, trabajo y oportunidades de desarrollo. Es esta malsana comunión entre religión y poder lo que llevó a Napoleón a concluir tan astutamente: “París bien vale una Misa”. ¿Nada nuevo bajo el sol? Sí, hay algo nuevo, y se llama Francisco. No a la papolatría, pero sí al discernimiento

Concuerdo plenamente con quienes piensan que no debemos caer en la “papolatría”. Francisco no es perfecto, ni tampoco está totalmente exento de manipulaciones. Sin ir más lejos, gran extrañeza, molestia y desencanto ha causado el nombramiento de Juan Barros como Obispo de Osorno. Pero más allá de su humanidad falible, acojo la invitación de la Iglesia orante que llama a prestar atención a los signos de los tiempos, y obviamente a discernirlos a luz del Evangelio. Los temas y argumentos que exigen dicho discernimiento evangélico tocan dimensiones fundamentales de la fe, como es la defensa de la vida desde la concepción y hasta su deceso natural, pero al mismo tiempo implican debates claves para la sana convivencia ciudadana, como es, por ejemplo, la calidad de vida de quienes nacen en este país o el respeto y garantía de sus derechos básicos. Es, pues, necesario que los católicos estemos, una vez más, atentos al diálogo, pero no desde apologías decimonónicas o meros argumentos magisteriales, sino ante todo desde el criterio de la Cruz, esto es, en renuncia al poder y amor a la verdad y justicia entre los hombres. A propósito de esto, no pueden ser más claras ni sabias las palabras de Daniel Sturda, el nuevo Cardenal Arzobispo de Montevideo, quien al referirse sobre la situación de la Iglesia en Uruguay dijo en entrevista a la revista Vida Nueva: "Hay una conciencia de ser una voz cristiana en una sociedad plural, donde se nos escucha siempre y cuando sepamos hablar, no desde la cátedra, sino como un actor más de la sociedad plural. Es algo que en otros países la Iglesia tiene que aprender a hacer”.

En la Iglesia —y especialmente en este tiempo de Cuaresma— hemos de recordar una y otra vez que no existe verdad sin cruz, que no hay libertad sin amor, ni diálogo sin escucha, que no hay redención sin muerte, ni resurrección verdadera sin real disposición al martirio. Esto es lo que el Papa ha llamado “olor a ovejas”. Desgarrar el corazón no es otra cosa que dejarse empapar por ese olor, que a veces puede resultar hasta pestilente. Menuda conversión que se nos exige, pero es el camino que nos lleva a reencontrarnos con Dios y con el mundo. “Los exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos –edificados por nuestro testimonio– no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial”, ha dicho Francisco a los nuevos Cardenales. Y esperamos que sea este el espíritu que anime la Cuaresma, pues de nada sirve desgarrar las vestiduras si no se desgarra el corazón.

P. Humberto Palma Orellana
Profesor Universidad Finis Terrae Facultad de Educación

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