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El sueño del Lonko Pichún. Por Miguel Díaz G.

El 20 de marzo de 2013, falleció Pascual Pichún Paillalao, emblemático jefe de la comunidad Antonio Ñirripil de Traiguén, a quien tuve la suerte de conocer. Las líneas que siguen son un homenaje a todos quienes él personificó en vida y que persisten en la lucha por su dignidad.

Miguel Díaz G., marzo de 2013.

El año 2000 la Araucanía volvió a ser la vieja frontera que siempre había sido. Para la gente de esa tierra, los mapuche, el Walmapu (el territorio) era un lugar permanente en la memoria colectiva de su gente. Tierra de ancestros pero también tierra de muerte y de sueños sobre el futuro. Espacio de agresiones desatadas por la sociedad y el Estado de Chile mucho antes de 1887, año del fin de la guerra que algunos, en su época, llamaron eufemísticamente Pacificación de La Araucanía.

Ese mismo año, por solicitud de algunos amigos, tenaces opositores a la dictadura en la región, me convertí en Jefe nacional del Fondo de Tierras y Aguas de la CONADI, en Temuco; el fondo que según la ley indígena debía ayudar a solucionar los conflictos de tierras existentes en las comunidades. Aucán Huilcaman, de la organización Consejo de Todas las Tierras, había levantado decenas de pacíficas tomas de tierras en lo más profundo del Walmapu, el temido acto del Ñetuaiñ mapu (Recuperemos la tierra) que como una atroz pesadilla no dejaba ormir a los avecindados en esa región. Él, junto a sus werkenes (voceros), sacudía la calma de ese verano. Durante la Dictadura, había tenido el honor de conocer a su padre don José Luis, un místico lonko (Jefe) natural de las rojas tierras de Traiguén.

Recuerdo que Aucán, jugaba con los demás niños e la familia en la calurosa tierra. Muchos años después, una buena tarde ―casi noche― había ocupado decenas de predios, de tierras ancestrales con problemas pendientes de propiedad en las regiones de Bio Bio, La Araucanía y Los Lagos. El presidente Frei, no entendía nada pero intuía que algo muy grave estaba ocurriendo. Pero no sólo era Aucán quien removía el polvo de la tierra sino también otras organizaciones entre las cuales estaba Admapu, conducida por el gran José Santos Millao, quien después de su exilio había vuelto a continuar la lucha.

Recuerdo que un tardío día veraniego en que nos bañábamos juntos con su organización en el río Quepe se abrió la camisa y mostró las cicatrices que las balas de los militares le dejaron en el pecho, cuando resistía a la dictadura. Luego, respiró hondo, se atusó el bigote espeso y negro y se sumergió en las cristalinas aguas. Una parte de la Araucanía estaba allí. Durante años Santos tuvo la claridad política de dialogar con el Estado Nacional. Así ocurrió en el famoso Encuentro de Nueva Imperial, cuando acordaron apoyar la naciente democracia a cambio de un nuevo trato hacia los pueblos indígenas. Pero ahora, en diversos puntos del Walmapu, las comunidades cuyas tierras había devuelto Allende con la Reforma Agraria, y que luego Pinochet quitara y vendiera por valor irrisorio a las empresas forestales, habían despertado de un largo sueño, removiendo la costra legal y autoritaria del Estado Chileno.

La Araucanía en esos días volvía a ser la frontera que siempre había sido. Su suelo estaba plagado de miles de minas activas, sin explotar. Eran las tierras mal habidas ―dura o dócilmente― a costa de los mapuche durante los últimos cien años. Entre otras formas de despojo, habían sido objeto de cientos de arriendos de tierras por 99 años, mecanismo a tavés del cual los abogados tinterillos y personas inescrupulosas, sin conciencia de la historia, expropiaron las más bellas tierras y paisajes existentes en las riberas de los lagos de La Araucanía. Tods estas acciones eran legales o habían sido cubiertas por un extraño manto de olvido. La memoria también suele ser racista.

Un enorme Futatrawun (Gran reunión sobre asuntos importantes) ocurría sigilosamente por los cuatro costados del Walmapu. El kull kull (cuerno) sonaba desde los wingkul (cerros) llamando a la conversación a la gente de la tierra. En los últimos veinte años el pichihuentru mapuche (niño) había estudiado y se había convertido en profesional y en ese camino había descubierto la enorme deuda histórica existente con su pueblo: aún persistían las peores condiciones sociales y de pobreza en las comunidades mapuche.

Según los kimches (sabios) desde la Guerra de la Pacificación hasta entonces nada bueno había venido desde la sociedad global chilena hacia las comunidades; solo el abandono de la lengua, la miniaturización de las tierras, la muerte de los bosques nativos por los pinos y eucaliptos y la destrucción de la sociedad; ya casi no quedaba gente en el campo. Melillan Painemal, gran intelectual a quien también conocí, hablaba en todos los foros posibles del etnocidio, del exterminio lento y silente a que estaba siendo sometida su sociedad. Hasta el año 2.000… Ese año los teléfonos públicos sonaron a rebato. Un predio llamado Santa Rosa de Colpi, ubicado en Traiguén, había sido tomado y los mapuche impedían la entrada y la cosecha de los pinos por parte de la empresa forestal propietaria, acto que según dieron en La Moneda, no respetaba el “estado de derecho”. A eso de las 11 horas nos fuimos en camioneta a matacaballo rumbo a Temulemu, con Luis Luchsinger, que así se apellidaba el chofer de la dirección nacional de CONADI. Traiguén ya no era un mar de trigo como en los tiempos del mítico triguero Bunster o de la Reforma Agraria de Allende; ahora sólo era un enorme desierto verde de pinos.

Los valles y quebradas ya no apacentaban los lustrosos bueyes rojizos de antaño sino unas carilargas y enflaquecidas ovejas. Ya no había ese festín que era el canto de las chicharras sobre el campo oloroso a menta de los días veraniegos. La pobreza de los caminos se hacía patente entre la tala rasa y los escombros forestales en esas tierras. Al llegar a Santa Rosa, se apreciaba todo: un predio con enormes pinos a punto de ser cosechados. El ingeniero a cargo nos recibe. Gruesos troncos lagrimean resina por doquier. Le pregunto cuándo habían comprado el predio. Me dice que la empresa lo compró hace veintitantos años. Mirándolo a los ojos le pregunto: ¿Está saneado? Sí, totalmente, responde. Entonces aparece una procesión de autos y camionetas, por el rojizo y polvoriento sendero. Es el gerente general de la forestal, que ha venido de Santiago: “Quieren que les devolvamos la tierra”, me dice mientras lanza escupitajos hacia el suelo frente a mí. ¿Está saneado?, le pregunté. “Obviamente”, me responde mirándome ofendido. “Entonces, veamos cómo arreglar esto”, le digo.

“No hay nada que arreglar. No vendemos”, me alcanzó a decir mientras subía a la camioneta. Vamos, Luchsinger, vamos a la comunidad, le digo mientras conversa con los peñis.

Entramos por el polvoriento camino rojizo contiguo que conduce hacia el pueblo de Temulemu. Llegamos a la casa de uno de los dirigentes. Luchsinger los conocía a todos porque él es de Traiguén y desde joven le tocó muchas veces andar por esos lados. Era cuando los fundos, trigueros y ganaderos, vivían juntos y en paz con las comunidades. Mari mari (Hola, hola), el saludo tradicional mapuche, decimos al llegar. Nos recibe el lonco Pascual Pichún, junto a otros dirigentes. Altivo, de mirada astuta, ojos marrones intensos, irradia tranquilidad. Don Pascual, le digo, ¿Qué pasa con esta empresa? Me dice: Desde muchos años nos tienen tomado un pedazo de la tierra de la comunidad. Le pusieron pinos. Nunca dejaron que la usáramos y ahora quieren cosechar. Esa tierra es de nosotros. Ni siquiera pagar arriendo, nada quieren. Ese es el problema, le digo. Bueno, no todo, replica. Aquí, todas estas tierras fueron de las comunidades. El Compañero Presidente Allende se las entregó a los mapuche, luego vinieron los milicos y nos echaron, vendiéndoselas a las forestales. Nosotros queremos que nos devuelvan esas tierras. Levanta la mano y con el brazo en alto da una vuelta casi en 180 grados y nos dice: toda esta es tierra mapuche. Un delgadísimo dirigente, de habla casi ininteligible, me tira la manga y me susurra al oído: También tenemos el problema con la tierra que nos tiene tomada Juan Agustín Figueroga (sic). El nombre se me queda grabado. Y, ¿Dónde está?, le pregunto. Acá mismo, en Traiguén. Es tierra robada, me insiste. Ayúdenos, por favor.

Vamos a estudiar el caso, le decimos a Pascual y Aniceto Norin, otro dirigente local. Ya en la oficina en Temuco, revisamos planos e historia. Era indudable. La forestal tenía tomadas varias decenas de hectáreas de tierra mapuche, con títulos válidos. En cuanto a las reclamadas a Figueroa, también eran tierras irregulares, pues habían sido obtenidas mañosamente muchos años antes. Todos sabían. En La Araucanía todos saben que volviendo atrás muchas tierra son irregulares. De allí para adelante, con ayuda de algunos dirigentes, luchando año a año contra el Ministerio de Hacienda para que entregara el dinero logramos comprar esas tierras. En el camino, la forestal se cobró de todo. Cobró los árboles que aún no cumplían la edad de cosecha como si estuvieran cosechables. El Estado pagó algo que estaba por venir. Así ha sido con todas las tierras compradas por el fisco a las forestales para devolverlas a los mapuche. Pero la deuda es tan enorme que esas pequeñas acciones no dan abasto.

El lonko Pascual Pichún no pensaba solo en esas tierras. Pensaba en todas aquellas entregadas por el Presidente Allende pero también en aquellas otras ancestrales, ocultas por toneladas de papeles sellados por la República, que según él, faltaban aún por recuperar.

El sueño del lonko sobre las tierras mapuches según me cuentan jóvenes mapuches de otras latitudes goza de perfecta salud.

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