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El temor a la democracia. Por José Aylwin

En días pasados hemos visto cómo la clase política chilena vuelve a confirmar su temor reverencial a la democracia. En efecto, en un evidente esfuerzo por enfrentar y desincentivar la demanda cada vez más fuerte de la ciudadanía por participar de la construcción de nuevo pacto social, expresado en una nueva Constitución generada democráticamente a través de una asamblea constituyente (asamblea que cuenta con un respaldo del 64% de la población, según reciente encuesta Mori de junio de 2013), desde el gobierno y la oposición se han anunciado propuestas para reformar el sistema electoral binominal, uno de los enclaves autoritarios más burdos del sistema institucional vigente.

Recordemos que mediante este sistema –hoy establecido a través de una ley orgánica constitucional- ha permitido por casi un cuarto de siglo a dos conglomerados políticos tener el monopolio casi exclusivo de la representación política en el Congreso Nacional; y a quienes cuentan con el 33% de los sufragios, tener la misma representación que quienes tienen el 66%. El mismo sistema ha impedido, por la vía de los quórums supra mayoritarios establecidos en la propia Constitución de 1980, la posibilidad de realizar una reforma profunda a la carta fundamental impuesta por la dictadura. En efecto, el Presidente Piñera anunció en días pasados un proyecto de reforma constitucional que, manteniendo el número de diputados rebaja el número de distritos para su elección de 60 a 30, lo que permite mayor proporcionalidad, y aumenta en dos los cupos senatoriales, manteniendo en lo central el sistema binominal en el Senado. Ello, al rebajar de dos a una las circunscripciones senatoriales en cinco regiones, lo que aumenta la competencia en ellas.

Por su parte la oposición -ahora no solo la DC, sino también el PPD y los socialistas– ha llegado a un acuerdo con Renovación Nacional para aumentar el número de diputados de 120 a 150, rebajar el número de distritos para su elección de 60 a 28, eligiendo un número de diputados que varía de tres a ocho dependiendo de la población, y que mantiene un Senado binominal, al agregar dos nuevos cupos senatoriales en Arica Parinacota y ocho a ser electos en lista nacional de manera proporcional.

Más allá de las falencias de que estas propuestas adolecen desde la teoría democrática, las que como Claudio Fuentes señala con claridad pueden “erosionar aún más el sistema de representación” político en Chile (Columna El Mostrador 16 julio 2013), falencias que no es del caso analizar aquí, cabe representar la intencionalidad con que estas propuestas se hacen en este momento de la vida política del país. Nadie mejor que el Presidente de la Comisión de Constitución, Legislación y Justicia del Senado, Patricio Walker, deja en claro esta intencionalidad cuando señala: “Si no cambiamos el binominal, el respaldo ciudadano a una asamblea constituyente será inevitable”.

No muy diferentes han sido las afirmaciones del Presidente de Renovación Nacional, Carlos Larraín, uno de los artífices de la propuesta de reforma al binominal que surge desde el legislativo, quien al defender la propuesta ha sido reiterativo en denostar las demandas de la ciudadanía por una asamblea constituyente, la que denomina peyorativamente “asamblea disolvente”, así como también a las experiencias de profundización democrática forjadas a través de asambleas constituyentes en otros países de la región, en especial en Bolivia, experiencia por la que siente una evidente aversión. Otra expresión del temor a la democracia la encontramos en las recientes declaraciones de la candidata presidencial Michelle Bachelet, quien desentendiéndose del clamor ciudadano por una asamblea constituyente, la ha relativizado como alternativa posible para alcanzar el objetivo de una nueva constitución. Ello al afirmar en ADN (9 julio) que “…nunca dije que yo estaba por la Asamblea Constituyente”.

Que la derecha defienda la institucionalidad que ayudó a generar, es entendible. Ella le ha permitido por ya más de dos décadas tener una representación parlamentaria muy superior a su respaldo popular en las elecciones, así como vetar reformas institucionales. Dicha institucionalidad, además, ha permitido a sus adeptos concentrar riquezas que hacen de Chile uno de los países más inequitativos de la región, donde el 1% se ha apropiado de casi un tercio del ingreso nacional y el 0.01 del 10% del mismo ingreso (Facultad de Economía y negocios, U. de Chile, 2013).

Pero que lo hagan los partidos de la actual oposición, es inaceptable. Más aún en el caso de Michelle Bachelet, quien luego de los resultados de las recientes primarias sabe cuenta con el respaldo y la legitimidad como para impulsar el nuevo pacto social que Chile hoy reclama y la institucionalidad autoritaria impide.

Cabe recordar aquí, aunque parezca obvio, que la soberanía radica en última instancia en el pueblo -o en los pueblos, en un país en que existe más de un pueblo como es el caso de Chile-, y que éstos, como lo señala el artículo 1 común del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas - ambos ratificados por Chile-, tienen el derecho a la libre determinación. Se trata de un derecho en virtud del cual estos pueblos "establecen libremente su condición política”. Ello, por cierto, además de proveer libremente a su desarrollo económico, social y cultural.

La importancia que las constituciones, y los procesos a través de los cuales estas se generan, tienen en la materialización de la libre determinación de los pueblos es subrayada por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, cuando en su Observación General N° 12 de 1984 señala que este derecho está relacionado con “los procesos constitucionales y políticos que permiten en la práctica su ejercicio.”

No hay que ser cientista político para darse cuenta que -en el marco de la institucionalidad vigente- el pueblo chileno no ha podido determinarse libremente en materia política, así como tampoco en materia económica y cultural. El mejor reconocimiento de ello es el que hizo al momento de la gestación de la Constitución de 1980 su ideólogo, Jaime Guzmán, cuando sostuvo que el sentido de esta carta fundamental era asegurar que los adversarios de la dictadura, cuando llegasen a gobernar, no pudieren “seguir una acción distinta a la que uno mismo anhelaría”. Si la actual institucionalidad nos hubiese permitido libre determinarnos como pueblo, no solo habríamos sido capaces de reformar hace ya más de dos décadas el sistema electoral binominal, sino además eliminar los enclaves autoritarios en materia económica y social, ni hablar de aquellos existentes en materia cultural, los que han hecho de Chile un país con serios déficit en materia de derechos humanos, incluidos por ciertos los derechos políticos.

No se trata de algo que hayan sostenido solo los estudiantes, los trabajadores, los pueblos indígenas, entre otros sectores excluidos por el sistema político que se han movilizado en los últimos años para llamar la atención sobre esta realidad y la urgente necesidad de transformarla, sino también diversos órganos del Sistema de la Naciones Unidas (Comité de Derechos Humanos, 2007; Consejo de Derechos Humanos, 2009), los que han constatado las limitaciones que la institucionalidad actual impone al derecho de participación política, fundamental para posibilitar la libre determinación de los pueblos.

De allí que sea legítimo preguntarle a los líderes políticos de gobierno y oposición ¿Hasta cuándo van a temer a la democracia?

José Aylwin es Co Director Observatorio Ciudadano.

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