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Éthos Solidario. Vivir y con-vivir en la morada de la fraternidad. Por Juan Pablo Espinosa Arce

Es un hecho que llegado el mes de agosto en el imaginario social de nuestro país la solidaridad y la persona de Alberto Hurtado constituyan paradigmas obligados de referencia. El propósito de estas líneas es ofrecer al lector y a la lectora, al ciudadano de a pie, al vecino de nuestra ciudad y a todos aquellos que tienen preocupación por el urgente sentido social, una mirada a lo que hemos llamado el éthos solidario y a esto de vivir y con-vivir en la morada de la fraternidad. No es nuestra intención volcar todas las dimensiones de la ética, sino que queremos presentar sus fundamentos y su relevancia, comprendiendo como idea central de este desarrollo que la ética solidaria no se queda encasillada en lo individual, sino que sale de nosotros para ir al encuentro de los demás, respondiendo con esto a la naturaleza más propia del ser persona la cual es justamente vivir y con-vivir con otros en la morada común que debe estar sostenida, iluminada y alimentada por la fraternidad.

Si uno indaga en la raíz etimológica de la palabra ética observaremos que ella viene del griego éthos, y que posee como significación más antigua el sentido de residencia, lugar donde se habita o morada. Ahora bien, si por otra parte buscamos un significado más o menos convencional de lo que es la solidaridad podríamos sostener y siguiendo el Magisterio de Juan Pablo II en su encíclica Soliicitudo Rei Socialis que la solidaridad es una “determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (n°37). Si realizamos la ecuación entre ambos conceptos tendremos que el éthos solidario es vivir en la realización de un proyecto que sea sustentable para mí y para con los que con-vivo.

En una cultura del cálculo donde el tener más está por sobre el ser más, una propuesta solidaria basada en la fraternidad, en la gratuidad, la justicia o la compasión, parece transformarse a la larga en un proyecto utópico, en un lindo sueño producto de visiones nocturnas producidas por el cansancio del día. Pero ¿qué pasaría si dicho sueño se llegase a concretar y el éthos solidario se transformase en una verdadera cultura de la solidaridad y de la fraternidad?

¿Qué significa educar hoy el éthos solidario? Significa crear las condiciones para vivir un nuevo proyecto de sociedad y de humanidad. Significa volver nuestras miradas por ejemplo sobre la experiencia de gratuidad y de horizontalidad de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles, del Nuevo Testamento cristiano en donde se nos narra la vida de los primeros cristianos, es claro al afirmar que “todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común, vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común. No había entre ellos ningún necesitado” (Hechos de los Apóstoles 2,44-45.4,32.34).

A pesar de su tinte idílico, el texto es más histórico de lo que parece. ¿Qué relación tiene finalmente este texto con nuestra pretensión de buscar la morada en la que se vive y con-vive desde la fraternidad? Que los creyentes tengan un solo corazón, que tengan todo en común y que estén de acuerdo, no significa que piensen todos de la misma manera. Quiere decir más bien que son capaces de aprender a caminar juntos, a pesar de sus legítimas diferencias y crear una cultura y un espacio éticamente sustentable para todos los que componían sus filas, especialmente para los huérfanos y las viudas, pobres y marginados. Que la primera comunidad tuviese un sistema económico tan equitativo que, según el texto, no se padecían necesidades, constituye un desafío a la economía, a su reforma y a las políticas públicas que están detrás de ella. ¿Qué cambios se provocarían si los ciudadanos que vivimos y con-vivimos con otros pudiésemos intervenir, gestionar y autogestionar nuestra educación ética, política y cívica? ¿Qué pasaría si, independiente de si somos o no creyentes, pudiéramos experimentar desde nuestra más tierna infancia el sentido más profundo de lo ético? ¿Por qué relegamos sólo dicha educación a las universidades y centros de formación técnica o profesional?

El éthos solidario es una responsabilidad de todos y de cada uno de los que conformamos este sugerente tejido social. La Iglesia Católica, reunida hace cincuenta y dos años en el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965), verdadera reforma y primavera eclesial en su documento Gaudium et Spes (Los gozos y las esperanzas) dedicado a la Misión de la Iglesia en el mundo actual, nos dice en su Proemio: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y angustias del hombre (y de la mujer) de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1). A lo que nos invitan estas palabras es a apropiarnos, empoderarnos y construir un renovado éthos solidario, una casa en la cual quepamos todos, una morada donde se respire horizontalidad. El filósofo Richard Rorty sostenía que ser solidario consiste en hacer cada vez más amplio el mundo del nosotros. Es un desafío el poder ver en los demás mi propio rostro y convertir al otro en un compañero de ruta (Lévinas).

Que nuestra casa común, que nuestro éthos sea verdaderamente acogedor. Que de ella salga olor a comida recién preparada, a reciprocidad, a participación conjunta, pero que salga de verdad y que nos dejemos seducir por la fragancia de lo nuevo. Siempre decimos que no tenemos espacio para poder debatir, para proponer cambios estructurales. El tema es que dichos espacios sí existen, pero no se aprovechan porque es más cómodo quedarnos en el rincón seguro de nuestra apatía que exponerme al ‘peligro’ de entrar en la dinámica del otro. Así es imposible construir éthos solidario. Es un deber ontológico, es decir, un deber que está incoado en lo más profundo de mí ser el relacionarme con los demás, con-vivir con ellos, porque el ser humano es persona, es decir, un ser-en-relación. Aislarme de los demás en definitiva me deshumaniza y me condena a una muerte segura.

Ojalá que no sólo en agosto sino que en todos los meses y días del año y en cada instante de nuestra vida podamos volver a soñar con construir ese éthos por el que tantos y tantas fatigaron sus vidas. No dejemos que la semilla quede infecunda.

Juan Pablo Espinosa Arce
 Licenciado en Educación (UC del Maule)
 Profesor de Religión y Filosofía
 Docente de Ética en IP Santo Tomás – Rancagua

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