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Filosofía, política y arte en el espacio público. Entrevista de Alex Ibarra a Carlos Ossandón Buljevic

A.I: Carlos agradezco mucho tu aceptación a la entrevista, aunque me dio un poco de trabajo convencerte, sin embargo insistí ya que tienes una producción escrita considerable y una trayectoria contundente en un trabajo intelectual que ha sido bastante diverso. En primer lugar, quisiera preguntarte en un sentido biográfico ¿cómo llegaste a prestar atención a la producción teórica de autores chilenos y latinoamericanos? ¿qué generó ese interés, considerado que algunas veces este interés ha sido escaso en los filósofos chilenos?

C.O: Mi experiencia universitaria fue particularmente rica: me formé en la Universidad Católica de Chile, en los tiempos del rector Fernando Castillo, de los célebres debates entre Miguel Ángel Solar y Jaime Guzmán, de la Reforma Universitaria. En el contexto de suyo apasionante de la Unidad Popular, y de expansión democrática, discutíamos si acaso era la Universidad “consciencia crítica de la sociedad” o si, al revés, era la sociedad y sus transformaciones las que debían mantener una actitud vigilante sobre la Universidad. En el momento del Golpe yo era presidente del Centro de Alumnos de Filosofía. Como le ocurrió a tantos y tantos, para mí también el 11 de septiembre de 1973 significó un cambio que nunca se borró, una marca indeleble. Esto se expresó de muy distintas maneras, también en el ámbito académico. La sensación que algo importante faltaba en la formación recibida se apoderó de mí, que era preciso complementar esta formación, que lo ocurrido era tan grave que exigía entenderlo mejor, que había que buscar por terrenos poco transitados por la filosofía. Con mis amigos hoy doctores Eduardo Devés y Maximiliano Salinas compartimos esta búsqueda. De manera quizá algo intuitiva tomé un curso de historia de Chile para después, algo más advertidamente, empecé a leer obras de autores nacionales, sobre todo los románticos liberales del siglo XIX y, en particular, aquellos que mostraban un mayor acercamiento al mundo popular. De manera paralela, y en la amplia sala del segundo piso de la Biblioteca Nacional, en el mismo lugar donde había leído con más admiración que comprensión El banquete de Platón, me topé con textos de autores latinoamericanos, sobre todo argentinos de comienzos del XX: Alejandro Korn y Juan Bautista Justo. No recuerdo si también hojeé a José Ingenieros. Cuando en 1974 salí de Chile se me hizo más claro lo que creí justo hacer. En Bélgica, con la perspectiva que da la distancia, la ausencia de referentes familiares, la soledad, y el apego que sentía por lo que dejaba atrás, me pareció natural - bajo las exigencias de un doctorado - realizar un estudio más regular de lo que había empezado a descubrir: pensé que un buen punto de partida podía ser el siglo XIX, opción que se vio reforzada gracias a los textos del mexicano Leopoldo Zea, autor que me ayudó a ordenar lo que iba descubriendo. Sus textos me mostraron, además, que era posible unir la formación en filosofía con el interés por la historia de las ideas en América Latina, en particular de aquellas que mostraban una mayor densidad filosófico-política. Un poco más adelante, las obras del maestro argentino Arturo Andrés Roig reforzaron mis incursiones por unas filosofías cuyas miras eran más “públicas” que “profesionales”.

A.I: Como acabas de insinuar, se ve claro que eres parte de una generación intelectual y de un grupo bastante fraternal de intelectuales chilenos que prestaron una atención original a la producción teórica producida en América Latina, entre ellos Eduardo Devés, Javier Pinedo, Bernardo Subercaseaux, Ricardo Salas, etc. Sin embargo, una figura menos conocida, pero que tal vez tuvo mucha incidencia en el grupo fue el profesor Mario Berríos. ¿Qué valoración haces del trabajo de Berríos? ¿Cuál es el legado que nos dejó?

C.O: Mario Berríos fue una persona muy querida y respetada. Fue un filósofo y dedicó buena parte de sus trabajos y sus días a esta actividad, como también a la docencia. Desarrolló un modo de pensar o de hacer filosofía que cuestionaba los modos tradicionales de realización de este quehacer. Esto tiene mucho que ver con su interés por la cultura en América Latina. Hizo circular una multiplicidad de voces que fueron articuladas por una filosofía que encontraba allí sus claves de sustentación. Contaminó la filosofía de bares, dichos populares, boleros. Mario siempre nos asombró por las conexiones que establecía. Se interesó por los distintos nombres de América, las ideas de Fray Alonso de Veracruz, el pensamiento político de Bolívar o la filosofía nahualt. Esto sin dejar de estudiar a Aristóteles, Platón o Guillermo de Ockham. Sobre este último, en más de una ocasión le escuchamos decir que la modernidad era más hija de este franciscano del siglo XIV que de Descartes. ¿Cuál es su legado?, me preguntas. A mi modo de ver, atender las formas históricas de pensarnos a nosotros mismos, sus modos particulares de manifestación. Desde esta perspectiva, buscó resaltar aquellos desgarros y exclusiones que están en la base de esas formas. Pensó que en América Latina se hacía filosofía en un sentido muy profundo: desde el peso que tiene un “estar”, paradójicamente no exento de actividad: desde – lo estoy parafraseando – el estar esperando que nos conozcan los recién llegados, desde el estar haciéndonos permanentemente un lugar, desde el estar detrás de la puerta como aquel niño del cuadro de Rugendas.

A.I: Una línea de tus trabajos publicados se relaciona con autores chilenos y latinoamericanos que tienen un lugar importante en la historia de las ideas, cuestión que se refleja por ejemplo en tu libro -me atrevo a decir casi de culto- sobre filosofía latinoamericana que publicaste en la primera mitad de la década del ochenta, pero también este interés se manifiesta en textos más recientes como el referido a Andrés Bello que, junto con otros autores, se publicó en Fondo de Cultura Económica. Te quiero preguntar ¿en esos estudios tu interés tiene que ver con ciertas temáticas propias de la filosofía política? ¿qué te ha llevado a persistir en este interés político? ¿es adecuado reconocer este registro en tu trabajo intelectual?

C.O: Yo creo que sí. En los trabajos más juveniles el interés por ciertos autores y tradiciones del pensamiento latinoamericano tuvo, entre sus principales motivaciones, contribuir a la comprensión de ciertas formas de intervención teórico-política, como también de ciertos ethos o “núcleos ético-míticos” como diría Paul Ricoeur, que podían contestar esa dinámica implacable de deculturación promovida por las dictaduras militares del cono sur. Hay que recordar el contexto posterior al 73, la constatación que el Golpe de Estado había golpeado no solo los cuerpos también la cabezas, aquellas certezas (“la historia es nuestra”) que no imaginábamos siquiera que podían tambalear. En este escenario, y mientras algunos peregrinaban a Machu Picchu y otros partíamos a otras partes del mundo, la necesidad de volver a ver, de nutrirnos de fuentes culturales más cercanas, constituyó – sin propósitos hagiográficos, creo yo - un imperativo político. Conversamos sobre esto muchas veces con Eduardo Devés. Una importante guía en estas búsquedas fue a mediados de la década del 70 la muy atractiva para mí en ese momento “Filosofía de la liberación”. En Chile poco se sabía de esta línea de pensamiento, pero era sí citada por académicos argentinos que pude conocer en Bélgica. La Revista de Filosofía Latinoamericana que apareció en 1975 fue clave: gracias a ella comencé a enterarme de las atrevidas propuestas de Enrique Dussel, Horacio Cerutti, Rodolfo Kusch, Arturo Andrés Roig, entre otros. La pretensión de pensar, en palabras de Dussel, “desde la exterioridad del Otro”, me envolvió, y yo mismo - sin conocer demasiado los antecedentes filosóficos previos de esta propuesta - me dispuse a colaborar en esta revista. Confieso que hasta un cierto “peronismo” o “populismo” se infiltró – por suerte nunca completamente – por mis venas. Muchos años después con Carlos Ruiz Schneider y Marcos García de la Huerta organizamos la publicación que mencionas sobre Andrés Bello. El texto vio la luz el 2013 y, tal como lo recalca Marcos en su Prólogo, el objetivo fue estudiar a Bello como filósofo y no solo como gramático o jurista, lo que explica la importancia que le concedimos a su Filosofía del entendimiento, como también a la dimensión pública o política de su obra. En mi caso, intenté acercarme a un pathos de tipo fundacional cuya impronta política me pareció que desbordada la mera filiación a un determinado horizonte político, en la medida que no era ajeno este pathos bellista a la propuesta o imposición de un modelo cultural de largo alcance. En este marco, intenté probar que el tipo de “intercambio público” que Bello favorece es tributario en aspectos importantes de esa “república de las letras” que ancla sus raíces en la Ilustración. Un poder que, según creí, era más una “condición” de la nueva subjetividad republicana que un “control exterior” sobre los individuos. Este tipo de análisis particularmente pendiente de las relaciones entre los dispositivos comunicacionales y el desarrollo de regímenes de politicidad, de significación o de gobierno, se va a expresar en otras publicaciones donde participé.

A.I: Desde mi lectura de tus textos, concluyo que no sólo es posible reconocer la preocupación por lo político, sin duda también hay un claro interés por la estética. Me queda la sensación de que en algunas de tus aproximaciones la producción artística te interesa en cuanto ésta aparece vinculada al espacio público. ¿Qué instrumental teórico o herencia intelectual reconoces para esta vinculación entre el arte y el espacio público? ¿Te preocupa la cuestión comunicativa de la manifestación artística, por lo tanto el aspecto de la recepción de la obra y no sólo el aspecto productivo?

C.O: Aunque quizá no se agote allí, tienes razón en señalar el vínculo entre mi interés por ciertas manifestaciones artísticas y el tema de lo público. Junto a Eduardo Santa Cruz en algunas publicaciones, he dedicado un tiempo importante al examen de unos dispositivos o entramados públicos que, a partir de una mirada histórica, enseñan distintas y cambiantes relaciones entre los campos del poder y de la cultura. Distintas fuentes teóricas (desde la Escuela de Frankfurt hasta las genealogías, incisiones y exterioridades discursivas que destaca Foucault; desde Ángel Rama hasta los cuestionamientos recientes a la “historia de las ideas”), así como un agotador acceso a fuentes de “primera mano” (la prensa, especialmente), han guiado mis pasos por estos terrenos. Cuando correspondió examinar la naciente “industria cultural” a comienzos del XX en Chile, me pregunté sobre las características que presentaban unas figuras públicas, actores o actrices, que ya no se inscribían en la matriz discursiva o letrada decimonónica. Así apareció, por ejemplo, la “divine” Sarah Bernhardt que dejó una huella indeleble entre nosotros revolucionando el medio teatral. Con ella, y otras figuras del cine mudo por ejemplo, se va a producir una curiosa identificación entre las artes y ciertas formas de representación pública que marca una diferencia importante respecto de los rituales sacros o profanos característicos de la cultura nacional. La importancia que en los inicios del XX se comenzaba a dar a los talentos de ciertos individuos, a su capacidad de escenificación, así como el proceso de naturalización que tomó lo “íntimo” o lo “familiar”, venía así a desplazar al menos parcialmente - lo que tiene un peso ideológico no despreciable – ciertos “trascendentales” histórico-políticos. Todo esto no era extraño a un proceso cultural global más determinante, colectivo, que ampliaba el campo de la estética (“ha entrado a ser lo bello dominio de todos” señaló lucidamente José Martí en 1882), cambiando las bases a partir de las cuales se daba este proceso de creación cultural y quizá prefigurando esa indiferenciación o esa especie de simbiosis entre estética y sociedad que se hará más visible más adelante. Las nuevas figuras públicas precipitaban así lo que ya se venía dando desde el romanticismo, aunque ahora con rasgos nuevos y en una escena pública diferente, en vías de masificación y diversificación. No era posible, en consecuencia, prescindir de los componentes “estéticos” en la descripción del tejido comunicacional de comienzos del XX, como tampoco de las inéditas modalidades de “recepción” o del particular “sensorium” que constituía al nuevo público. Simultáneamente, me pregunté si estos antecedentes histórico-culturales no pudiesen colaborar en la comprensión mutatis mutandis de ciertos rasgos o ejes de los actuales espacios públicos.

A.I: Siguiendo en el terreno de tu producción escrita, has hecho algunos reconocimientos al género del ensayo y has valorado este tipo de producción teórica. ¿Cuál es la riqueza teórica que le concedes a este tipo de escritura? ¿Te parece que la consideración del ensayo aporta a la valoración de la escritura de los autores latinoamericanos? ¿Crees que en América Latina se puede reconocer una tradición ensayística?

C.O: En referencia al ensayo, el joven Lukács señala que el “momento crucial del crítico”, “el momento de su destino”, se plasma en la conjunción entre “alma” y “forma”. En diálogo con Lukács, Adorno recalca el papel de la crítica en la modalidad ensayística, la renovación de la mirada o la pretensión de verdad no identificante y parcial del ensayista en su trato con objetos, épocas u obras culturalmente preformadas. Pienso que el seguimiento de este género - muy bien acotado por el chileno Martín Cerda - es particularmente fértil en América Latina, tal como se podría leer desde Lukács, como subjetividad indisociable del habla, como pensamiento y escritura a la vez, como forma, posición ante el mundo o destino. La consideración de esta modalidad permite acceder no solo a importantes enunciaciones sobre el continente, algunas de ellas de graves consecuencias políticas (piénsese por ejemplo en la “civilización” enfrentada a la “barbarie” en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento), sino también a unos “modos de exposición”, al “como” y no tan solo al “que” de los discursos diría Walter Benjamin: siguiendo con el Facundo –en rigor, un texto indefinible en cuanto a su “género” - la desestabilización que genera una narración donde la disposición literaria de la “barbarie”, o su inconfesada fascinación, parece a ratos negar o contradecir la apuesta por la “civilización”. Una situación distinta se da en el Ariel del uruguayo José Enrique Rodó, donde el cuidado del lenguaje, o su particular retórica, complementa o fortalece más bien lo que este ensayo busca defender. Como si la relación entre la “exposición” y lo “expuesto”, por continuar con Adorno, detuviesen en cierto punto su tensión constitutiva. La perspectiva que apuntamos permite, por otra parte, apreciar como en ciertas coyunturas culturales se da una confluencia - más allá de seguimientos solamente disciplinarios - entre el discurso filosófico y ciertas prácticas literarias, unidas en su diferencia en torno a la emergencia de la figura del “autor” y su “expresión”, incluida sus “confesiones”: es lo que ocurre, por ejemplo, entre el filósofo chileno Enrique Molina y la literatura modernista o las vanguardias de las primeras décadas del XX. Me parece, entonces, que los componentes mencionados (con sus complejas gradaciones, síntesis o desequilibrios) arrojan luces sobre unos modos de aproximación al mundo - de preguntar, valorar o reelaborar objetos culturales - que modos más cerrados o menos dialógicos y experimentales no exhiben con igual densidad. Ahora bien, tu pregunta sobre la existencia o no de una tradición ensayística en América Latina envuelve unas complejidades (por lo que atañe al concepto de “tradición” sobre todo) que hace prudente que por ahora yo la soslaye: y esto porque, a mi modo de ver, la respuesta es tanto un sí como un no.

A.I: Como se puede advertir ya en esta entrevista tu trabajo filosófico aparece vinculado a otras disciplinas de producción teórica. En estas valoraciones - por decirlo de algún modo “extra filosóficas” - también has tenido presente el aporte de la literatura. Un autor que ha llamado tu atención es el nicaragüense Rubén Darío: de hecho, hace poco en la Biblioteca Nacional, como parte del equipo de trabajo del cual eres parte, colaboraste en la reedición de Los raros. ¿Nos puede contar sobre tu interés en este autor? ¿Qué valoración haces de la publicación del reciente libro mencionado?

C.O: Más allá de lecturas unidimensionales que todavía se dejan sentir, es evidente que la obra de Darío enseña múltiples aristas. Una obra bastante exuberante y versátil, que exhibe una variedad de preocupaciones y tópicos. Tiene razón Alberto Acereda cuando afirma que Darío es mucho más que “el cantor de princesas, marquesas y cisnes”. El nicaragüense es además un innovador: recibiendo los ecos de la poesía francesa más reciente, contribuye a destronar el ya gastado paradigma de las “bellas letras” y, yendo más allá de un concepto general y “representacional” de la literatura, apuesta a una creación con pretensiones de “autonomía”. Su obra representa, no sin oscilaciones, en su indisciplina ante la norma, en su despliegue expresivo y en su defensa de la subjetividad, un cambio muy importante en el espacio literario hispanoamericano. Visibiliza así, con todo ello, una “política de la literatura” podríamos decir con Jacques Rancière, en la medida que posiciona un muy singular vínculo con la nueva configuración que toma la sociedad entre fines del XIX y comienzos del XX. Esta es una primera razón que explica mi interés por este autor. Del rico corpus dariano, lleno de tensiones y cambios, me ha interesado además lo que se ha llamado su “sentir filosófico” y, en particular, ese singular drama poético-filosófico que he creído percibir en su célebre Azul…(1888). Intentando preservar o no sacrificar la configuración literaria del texto - en la línea que advierten Alain Badiou y Philippe Sabot - he procurado describir una experiencia de raíz romántica que expresa tanto el desencuentro con el mundo como la aspiración frustrada de fusión entre arte y vida. Una experiencia que es básicamente un acontecimiento del lenguaje y de la sensibilidad, claramente más cercana al campo del percibir que del pensar, a los estados del alma que a las conceptualizaciones, aunque esto no niega que no se puedan reconocer en esos estados, y en sus concreciones o exterioridades lingüísticas o expresivas, determinadas conformaciones de pensamiento como también, lo que es más significativo aún, determinadas carencias o apetencias “ontológicas”. Por otra parte, y como lo indica tu pregunta, con mis colegas de la Biblioteca Nacional, y con el objetivo de ir preparando la próxima conmemoración de los 100 años de la muerte de Darío, hemos creído oportuno reeditar una obra que no se encuentra en librerías. Los raros y otros raros, así hemos titulado esta reedición. Ella representó un trabajo gigantesco: baste con señalar que las ediciones anteriores están repletas de innumerables faltas y que nos vimos obligados, por lo tanto, a reponer un texto que con sus agregados se expresa en no menos de 5 lenguas (español, francés, inglés, latín, e incluso en dialecto asturiano). Pero esta quijotada valió la pena: el texto es, por supuesto, más que una desordenada galería de semblanzas de autores tales como Edgar Allan Poe o Paul Verlaine. A los que añadimos Nietzsche, Zola, Mallarmé, entre otros. El texto es un golpe al mentón a la ciudad letrada más conservadora, hace las veces de ese “manifiesto” que Darío nunca quiso redactar, y lejos de un uso meramente casual instituye la rareza como categoría estética y subjetiva a la vez. Como bien señala Thomas Harris en el Prólogo, “los excéntricos, los transgresores […], los excluidos de la sociedad progresista y utilitaria” representan en este texto “una sensibilidad específica y transmitida para ser compartida por quienes saben escuchar la música que el “Sátiro sordo” no escucha”.

A.I: Finalmente, me quiero referir a tu labor de director de revista Mapocho de la Biblioteca Nacional. Por la oportunidad que he tenido de colaborar con ustedes en números que dieron espacios a la filosofía chilena y a la filosofía latinoamericana, sé del significativo trabajo que realizan en dicha publicación. Un tema importante para las revistas de producción académica-intelectual es un interés ciego por el “indexitismo”: que ellas sean parte de un canon legitimado por algunas normas que, podríamos decir, limitan y acotan la producción escrita. Es evidente que revista Mapocho tiene mucho que decir sobre estos temas. ¿Nos puedes contar parte del debate que han desarrollado en torno a la aceptación o rechazo de criterios para la producción escrita provenientes de las clasificaciones cientificistas de la escritura para las disciplinas humanistas? ¿Crees que esto requiere de un debate más amplio que el que se ha dado en la revista?

C.O: Partamos constatando que hay bastante debate en torno a los temas que indicas. No hace mucho la Revista Chilena de Literatura de la Universidad de Chile publicó un número especial dedicado al tema. La investigadora Cecilia Sánchez, bastante adelantada y perspicaz en estos tópicos, ha terciado en este debate, defendiendo la legitimidad de unos modos, estilos o formas de exposición que no se ciñen necesariamente a los protocolos propios de las revistas indexadas (abstract en inglés, palabras claves, escritura tipo “paper”, etc). Yo mismo en un artículo reforcé la pluralidad de las formas de significación. El filósofo José Santos acaba de publicar un muy buen libro que revisa las condiciones institucionales que determinan las prácticas académicas, en especial las ligadas a la filosofía. Es este entonces un tema que hace sentido para la comunidad académica y también, por supuesto, para Mapocho. Una revista que tiene una adscripción muy precisa (la Biblioteca Nacional de Chile) y que cuenta con un “espíritu” y una tradición republicana y estatal que se remonta a 1963, a los tiempos de Guillermo Feliú Cruz. Su ámbito son las humanidades, su referente es la cultura nacional en un sentido muy amplio y sobre todo plural, alejado de cualquier estrecho localismo. La revista tiene entre sus objetivos publicar artículos o reseñas que muestren rigor o calidad, y que sean también relevantes para entender los procesos culturales. Nos interesa igualmente publicar documentos o testimonios que tengan valor patrimonial, que interpelen, o que contribuyan a la divulgación, al reconocimiento y también a la discusión sobre nuestros bienes culturales. Mapocho no ha sido concebida solo para “especialistas”, su público es más amplio, no se reduce a aquellos que legítimamente quieren hacer “carrera académica”, y ella se encuentra disponible en todas las bibliotecas públicas del país. En el marco de estos objetivos, nos ha parecido pertinente valorar, por sobre protocolos u homogenizaciones fijas o estandarizadas, la libertad propia del autor, su estilo, sus manías incluso. Hemos querido así atender las contribuciones específicas o singulares que los autores hacen al proceso de creación o recreación de símbolos. Esto no significa, sin embargo, que no busquemos homogenizaciones básicas. Creemos ser además bastante estrictos en la presentación o redacción de los artículos: cada número de la revista es acuciosamente revisado por al menos cuatro personas. En todo esto ha sido muy importante, central diría yo, no solo el aporte del consejo editorial, formado por figuras de reconocido prestigio, sino sobre todo de dos destacados especialistas, miembros históricos de la revista: el investigador Pedro Pablo Zegers y el poeta Thomas Harris. En nuestras innumerables conversaciones nos ha parecido que el aporte de Mapocho tendría que estar naturalmente más cerca de aquello que nos hace sentido como país, con toda la pluralidad y las aperturas propias de sociedades como las nuestras, que de unos criterios de “indexación” que, sin restarles validez, pudieran ser ajenos a estos objetivos o al menos relativizar la necesaria independencia de la revista. Pienso que de esta manera Mapocho puede contribuir a ese debate más amplio que sugiere tu pregunta.

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