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Hegel, Marx, el trabajo y los días. Por Felipe Trujillo López

El griego Heródoto de Halicarnaso (siglo V a. C.), considerado en la antigüedad como el “padre de la historia”, abrió el camino a una de las motivaciones más importantes de esta ciencia social: aprender y aprehender del pasado, corregir los errores de la civilización y aspirar a un mejor vivir.

Hegel en 1807, un seudofilósofo según Schopenhauer, monárquico y totalitario según los críticos de su obra, consideraba que la historia es la fórmula para abordar la comprensión de la sociedad y sus cambios. Concebía, además, que su estudio constituye un “tribunal de justicia del mundo”, toda vez que en ella se encarnan (o sintetizan) las ideas humanas (el espíritu) que deben ser absorbidas por un Estado omnipresente.

Marx en 1867 la definió como una constante lucha de clases entre los grupos dominantes y los oprimidos, cuya síntesis daría origen a una dictadura proletaria que acabaría con el Estado burgués. Considerando: 1º La contraposición de ideologías a lo largo del devenir histórico (Hegel) y 2º La dialéctica materialista de la lucha de clases (Marx), disponemos de dos metodologías sociológicas que permiten establecer lecciones históricas, senderos por los cuales podría discurrir nuestro futuro más próximo y, lo más importante, se transforman en abanicos teóricos para comprender el presente en razón de nuestro pasado.

Las oposiciones ideológicas del siglo XX y las luchas sociales del mismo, han decantado en un estado neoliberal que cruzó el umbral del nuevo milenio y que a menudo debe corregirse bajo principios de la economía planificada (Hobsbawn, 1994). Esto, que pudiera resultar incluso una paradoja, se hace patente en cada crisis del capitalismo (1929-73-82- 98, 2008) y en las siempre “oportunas” reacciones estatales ante éstas. Sin embargo, la concepción ideológica liberal -más bien su interpretación extremista- se arraigó como hilo conductor y de las relaciones no tan solo económicas, sino también sociales. De ahí que regularmente se tienda a perfeccionar la democracia liberal, mal nutriéndola e incluso, prostituyéndola, cuando en nombre de su defensa, se justifican falacias como la mal entendida “libertad” de enseñanza que, en países como Chile, ha dejado políticas educativas fundamentales al albedrío de inversionistas sin un horizonte público o social.

No obstante lo anterior, es un valor democrático el que nos impulsa a concluir que los pensamientos de Hegel y Marx deben ser interpretados como metodologías para comprender la realidad y no como soluciones políticas. De hecho hoy escasean quienes defiendan públicamente el totalitarismo y yazcan, por esto, congratulados. Es también un valor democrático el que nos impulsa a entender, atender e integrar desde el Estado, la resistencia social y las contradicciones. Hacerlo no significa allanar el camino a un estado irracional, totalitario, de cultos al Gran Hermano ni nada por el estilo.

En esta óptica, para entender nuestra actual realidad política, social y económica y hacerse cargo de ella, es imprescindible que tanto el mundo de las autoridades como el de los intelectuales (ambos no siempre coinciden) reconozcan las ideas y los grupos sociales que se han confrontado dialécticamente en el último siglo; valoren y proyecten programáticamente los resultados de estas confrontaciones, para hacerse, responsablemente, parte de los mismos procesos y afrontar los desafíos bajo el prisma del interés de la sociedad civil en su conjunto, de sus demandas y espíritu. Un proyecto país no puede cimentarse sobre caprichos unilaterales que aportan solo al subdesarrollo. Crecer en la medida de lo descrito contribuye, creo, a una interpretación menos extremista de la democracia que la que propone el extremismo neoliberal imperante.

Chile al igual que Latinoamérica, enfrenta (enfrentará) un desafío primordial: el desarrollo social y económico. Pero tamaña tarea, diariamente modulada por la clase política y la decantada opinión pública, fue también el objetivo de los gobiernos chilenos a partir de la década de 1930. Si matizamos los conceptos, algo más menos similar ocurrió antes, cuando el discurso -más que el proyecto- positivista de fines del siglo XIX planteaba la búsqueda del progreso y la felicidad aquí y en la quebrada del ají.

Es interesante incluso pesquisar nuestros orígenes republicanos y “jugar” con el esquema dialéctico (tesis+antítesis=síntesis). Chile, a partir de 1833, nace como un Estado conservador católico en lo político y liberal en lo económico. Esta dicotomía portaliana -reeditada por la constitución de 1980- consolidó un estado fundamentalmente excluyente en lo social, cuestión reafirmada por el voto censitario y, en general, por la estructura republicana autoritaria, que dirigía y justificaba la sociedad estamental que, con breves matices, heredamos casi intacta del periodo colonial.

La idea de que todo se supedita al orden vio la gloria durante las siguientes tres décadas. Sin embargo, el liberalismo político comenzó a irrumpir después de su inapelable derrota de 1830 a través de organizaciones ciertamente elitistas y breves revueltas (1851 y 1859) que hacían eco de las revoluciones europeas (1820-30-48) que a su vez derrotaban, casi definitivamente, a la monarquía como una opción política efectiva y real.

Luego de llegar al poder gracias a la fusión liberal-conservadora en 1861, los liberales tomaron las riendas de un Estado que siguió imponiendo el orden mediante una encarnizada fuerza, pero que se tornó, evidentemente, más laico como consecuencia de una serie de reformas constitucionales y leyes civiles promulgadas a partir de la nueva década, no obstante la confesionalidad católica vigente hasta 1925.

Económicamente se consolidaron las estructuras liberales a través de un modelo mono exportador de salitre que profundizó la división del trabajo y, cual predicción marxista, terminó despertando la lucha social.

Conservadurismo y liberalismo se encontraron dialécticamente pese a la contradicción que fusión significaba; y lo hacían sin que ninguno se superpusiera de manera tal de congeniar varios de sus intereses. Paralelamente la aristocracia colonial y la incipiente burguesía comercial se entremezclaban dando origen a la oligarquía gobernante y defensora del statu quo, el principal interés en común de los ya mencionados grupos políticos. Junto con lo anterior, la proletarización del campesinado chileno, consecuencia del crecimiento económico capitalista, dio paso a un nuevo grupo social activo: el mundo obrero. Estos cambios terminaron minando las bases de la antigua sociedad estamental, lo cual se profundizó en la medida en que los proletarios se organizaron social y políticamente para estrellar sus demandas contra la mencionada oligarquía o, sencillamente, en la medida en que fueron la nueva fuerza productiva del país.

La lucha era, sin embargo, desigual, pues cuando se agudizaban las contradicciones sociales el orden liberal-conservador de la república parlamentaria (1891-1925) terminaba ignorándolas imponiendo la fuerza y eliminando sus focos de rebelión (“matanzas” 1903-1906). Los partidos políticos de izquierda no fueron relevantes en el concierto político hasta la década de 1930.

A partir de ella, los nuevos actores sociales lograron la representación necesaria. No solo los proletarios, también la creciente clase media que la educación y el sector público habían originado. Electoralmente ambos grupos fueron protagonistas del espectro político posterior reemplazando al Estado autoritario-parlamentario por uno participativo y democrático. Económicamente la nueva política advirtió que la nación era poderosa solo en la medida en que había una sociedad desarrollada íntegramente superando sus contradicciones. Se solidificaban así las bases de un estado benefactor que sintetizaba aspiraciones de la clase media y baja. Sin desarticular las bases capitalistas, los nuevos valores políticos y económicos restaban protagonismo a la oligarquía (burguesía si se prefiere) la que veía con recelo como sus intereses comenzaban a ser desplazados, lo que en algún momento podría, peligrosamente, afectar su riqueza.

Y así fue, las reformas estructurales a partir de la década de 1960 expropiaron bienes de la clase alta y los redistribuyeron en el conjunto de la sociedad. El proyecto socialista de Allende afrontó más profundamente la contradicción social, pero la lucha de las clases opuestas, alta y baja, implicaba, en ese momento histórico, no solo un cambio social, sino también el choque de dos ideas, dos visiones de mundo, dos bloques internacionales hegemónicos, dos fenómenos totalmente opuestos que, en definitiva, encarnaban las luchas ideológicas del siglo más desgarrador que conociera la humanidad y que al encontrarse violentamente hicieron del caso chileno, como el de varias naciones latinoamericanas, un hongo explosivo del cual emergió triunfante un orden totalmente opuesto a lo vaticinado por Marx. Sin embargo, hay una coincidencia: tanto el neoliberalismo resultante en Chile como el comunismo totalitario marxista, representan interpretaciones extremistas de la construcción dialéctica de nuestra historia. De ahí que la dictadura del proletariado no sea una solución política ni tampoco el actual modelo de “desarrollo” chileno. La endeudada, movilizada, activa, díscola y demandante ciudadanía actual da cuenta de ello.

Es por esto que cualquier programa de gobierno o de estado que adhiera al desafío del desarrollo social y económico debe hacerse cargo, necesariamente, de nuestra historia. Este historicismo no es privativo de una abstracción surrealista, ni menos de un romanticismo preso de la nostalgia, pues implica hacerse cargo de los conflictos sociales que se han reiterado una y otra vez, de las ideas que dialécticamente se han sintetizado sin que por ello hayan desaparecido. Involucra entregar a la clase baja y media las herramientas para que se desarrollen y no los subsidios para que se estanquen y desesperen, otorgándoles lo que naturalmente necesitan y exigen en el marco de una democracia que aspira a altos niveles de desarrollo. Y si para esto es necesario un proceso tributario de cambios estructurales, este desafío debe asumirse como una política de Estado y no de un gobierno en particular. Implica, además, trabajar sobre ideas que están en nuestro ADN histórico: fomentar el desarrollo de la educación pública gratuita y de calidad, bajo el prisma de un estado docente que ampare la libertad y no el libertinaje en la enseñanza; reconsiderar como una política de identidad nacional la propiedad de recursos como el cobre, el agua y otros que actualmente aportan a nuestra dependencia, incertidumbre y no al bienestar social y nacional esperable. Sí, ser chileno personifica el amor a una bandera y a los héroes que por ella se han inmolado, estamos de acuerdo. Pero, además, implica resignificar lo que entendemos por “nación” fundiendo, conciliando y sintetizando el valor de ésta con el de “ciudadanía” pues, cuando ambos conceptos se distancian o se desentienden, las instituciones pierden representatividad y los sistemas legitimidad.

Las ideas y las clases que exigen, programáticamente, fundirse en un proyecto social y económico no han desaparecido ni desaparecerán. En eso Hegel y Marx tienen toda la razón. Agreguemos que este proyecto debe perseguir, naturalmente, la justicia y la equidad en una democracia política y social, concibiendo esto no solo como idea o espíritu, si no como pan de cada día en la mesa de la educación, la salud y elementos tan cotidianos como humanos: nuestro techo, nuestra agua, el trabajo y los días. Esto significa cimentar nuestro futuro sin descuidar el pasado y el peso de la historia.

Felipe Trujillo López. Profesor de Historia

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