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Jóvenes: acción, memoria y esperanza. Por Juan G. Ayala

¡Hay esperanza!, pronunció un amigo en estos días infaustos, días que parecieren sacados del Dante, ese del fuego del dolor, aciago y purgatorio, sufriente, ese de la borrasca de la noche porteña del sábado 12 de abril. Jornada iluminada por el espanto anaranjado del fuego devorante, luz tenebrosa compañera de la caída, de la huída cerro abajo, entre quebrantos, gritos e invisibles manos amigas.

Piedad humana entregada a manos llenas, también teatro de la mayor infamia, robo y saqueo, y de la más aplastante bondad, besos y llantos compartidos. Las vecinas que se ayudan, saltando juntas de techo en techo, sintiendo el calor abrasador en la cara y en el cuerpo, traquea y pulmones secos, inconsistencia de sentido. Abrir la boca para insuflarse aire era secarse más y más, imagen que en días de reflexión, cuando se recuerda al crucificado en su camino al Gólgota, viene a ser sentir como propio el tormento de la cruz. En él, también se abren los pulmones para que entre aire, se eleva el cuerpo solo para que al respirar, este se hunda más y más en el peso del madero. Respirar para morir, ¡horroroso ventalle!. Las ciudades también respiran, y algunas agónicamente como Valparaíso.

Las vecinas que se ayudan en la huída desesperada por salvar lo único que tienen, su cuerpo, cuerpo atormentado por los gritos, las explosiones, los estampidos de los cilindros de gas licuado que estallan en los oídos, explosiones que se cruzan con la mano amiga, la de ese joven que carga por un trecho las “pilchas” de ella, incluyendo su perro enfermo. Vecina le dice: “la puedo acompañar hasta ahí, de allí voy a la otra quebrada, voy a la casa de un amigo”. Desolada se sienta en un pasaje y llora y llora, sabe que ese último estampido fue la desaparición de su casa, no la ve pero no era necesario, interiormente la ve destrozarce en segundos, como la de su vecina, la que si vió arder de la nada, llamas aleonadas que le abofetearon el asombro del horror. Su casa ya no está, ya no tiene testigos de memoria, ni pasado material. Sus recuerdos, sus libros, sus discos, la foto de sus padres, la única grabación del amigo músico contestatáreo de la dictadura, ya no existen, solo tiene el presente. Un bombero le golpea el hombro, ella acuclillada en el pasaje. El voluntario le grita: ¡Muévete mierda, querís morir quemada!, y ella vuelve a correr y correr, cerro abajo.

Llega a la cota cien, el “Camino Cintura”, el Valparaíso de la postal, el de la cintura para abajo. Allí todo cambia, hay sirenas, hay gente que corre, pero no hay fuego, ni miseria, ni dolor, eso se vive desde el balcón, se le siente pero no se le toca. Golpea la puerta de la casa de unos amigos, le abren la puerta, está exhausta, sucia, llena de ollín y cenizas, llorosa, moquillenta, Cenicienta ha llegado; la abrazan, la cobijan, la acurrucan. Lo he perdido todo les dice, cae exhausta, se entrega, se queda pero no puede dormir, está soñando una pesadilla, pero no puede despertar porque no ha dormido.

Al alba sube a su casa, no sabe donde está, todo el cerro es gris, monocromo, Valparaíso ha perdido el color, el perfil, el borde. Camina y deambula atontada, ¿dónde está mi casa?, grita, todo es igual uniforme y gris. El suelo está caliente, pequeños fogonazos perviven, hay cráteres como provocados por un bombardeo aéreo. De pronto reconoce un portón metál¡co sobreviviente, ¡por allí está su casa!, pero parece que está en Hiroshima. Pedazos de muros que se caen, una viga metálica como único testigo, y una casa por allí, intacta, el fuego no la tocó. Esa casa refuerza el dolor, ¡porqué ella sí pudo, porqué yo no, porqué a mí!. Se afirma en una reja y llora y llora, pero un joven le toca el hombro y le dice: “Señora, ¿en qué la puedo ayudar, qué podemos hacer?, aquí está mi número, llámeme y estaremos aquí”.

Tantos jóvenes que llegaron y mucho antes que las fuerzas oficiales, fue la sociedad civil, otra vez presente en nuestro Chile de esperanza. Secando su rostro vió que estaba rodeada de muchachos y muchachas, lo único que querían era ayudar, compartir su dolor y sublimarlo. Ese primer día llegaron sin casco, sin guantes, sin mascarilla, rompiéndose las manos y las espaldas, atrás venían el cordón sanitario, las vacunas, y los instructivos de seguridad. El amor de los jóvenes es imparable, cada botella de agua pasada de mano en mano, cada piedra caliente pasada de mano en mano, cada latón que rompía las manos, eran un beso, una caricia, una esperanza. ¡Gracias jóvenes porteños y chilenos!, sí, porque iban de Arica a Punta Arenas, porque Valparaíso ciudad universitaria los acoje a todos. La catástrofe del 12 A, quedará en esos jóvenes como la mejor práctica social, la mejor lección de moral que todo profesional debe preservar y desarrollar durante toda su vida.

Y ahora viene lo más difícil, la reconstrucción ya no está solo en manos de los jóvenes, es primer deber de los adultos. Valparaíso dijo, ¡existo de la cintura para arriba!, y existe para quedarse allí mismo, aclanado, en grandes familias donde la continuidad sanguínea y generacional se vive y se práctica, lejos de los mall, lejos del condominio. Ese es el Valparaíso real, de barrio, que no debe ser de barro ni de mugre. Atendidos los resguardos urbanísticos y topográficos de seguridad, esas familias vueltas a su hogar, serán el sustento antropológico y valórico de la ciudad puerto. Esos jóvenes universitarios y esos pobladores representan en su incansable accionar, lo que François Mitterrand llamaba “la fuerza tranquila”, ésta es un accionar permanente, está siempre allí, aguardando y aprovechando cada oportunidad para decirle a lo establecido: “sé más humano, acompañémonos en este caminar, hagamos los cambios necesarios”, no repitamos año tras año el sacrificio del Gólgota. “Recordar la historia, recordar la muerte para recordar mejor la historia”, dijera Mitterrand cuando asumiera la presidencia de Francia, y agregara: “No hay orden, seguridad o permanencia alguna, …, allí donde reina la injusticia y gobierna la intolerancia. La memoria y la muerte serán continuidad y no fatalidad, vida escogida y no desaparición inevitable en la medida en que impidan el reino de la injusticia y el gobierno de la intolerancia”. Muchachos, estudiantes, sansanos, esa es la lección que podemos sacar de esta tragedia, ¡memoria y esperanza convertida en acciones!.

Juan G. Ayala, Profesor Departamento de Estudios Humanísticos, Universidad Técnica Federico Santa María

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