En kioscos: Abril 2024
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

La Educación como ámbito histórico de conflictos. Por José Miguel Neira Cisternas.

“No lo dudéis: la ignorancia de estos derechos conserva las cadenas de la servidumbre. Los países han gemido bajo el peso del despotismo mientras han estado bajo el imperio de la ignorancia y la barbarie. Tenemos pues que trabajar mucho para ser felices.”

Fray Camilo Henríquez.“La Aurora de Chile. Periódico Magisterial y Político.” Jueves 13 de febrero de 1812.

¿Cuándo un conflicto social adquiere la dimensión y proyecciones de un proceso histórico?

Como primera respuesta a esta interrogante, deberíamos afirmar que un conflicto se verifica como una coyuntura histórica real, sólo cuando logra concitar la atención transversal de la sociedad que lo genera y que a la vez constituye su único e inevitable escenario, sensibilizando, como consecuencia de ese momento singular - positiva o negativamente - a toda la estructura jurídica y política de su Estado. El conflicto también adquiere esa dimensión cuando la movilización de los interesados en la solución de una demanda, se torna capaz de generar, como resultado de la tensión estructural que genera, transformaciones parciales o radicales respecto de una situación que ya no permite soluciones por medio de los trámites normales que siguen la resolución de cualquier otro problema. Lo anterior produce, a su vez, grados de tensión conducentes a una modificación de las estructuras políticas que norman a una nación, en cuanto cuestiona la legitimidad, representatividad o viabilidad de su institucionalidad para dar cabida a la solución innovadora del incordio.

A propósito de la cuestionada calidad de la educación chilena, Norbert Lechner, el desaparecido y más influyente de los sociólogos que han tenido como horizonte develar las génesis y posibles soluciones para nuestros traumas socioculturales endémicos, parafraseando a Freud y abarcando un horizonte muchísimo más amplio que el de la educación sistémica o formal (para no hablar de educación institucionalizada, porque la familia es también una institución y la primera en educar, inculcando valores, conductas y creencias), hablaba de un nuevo “malestar en la cultura”, porque para entender este conflicto como histórico y endémico, necesario es, además de contextualizarlo en su presente, comprenderlo evolutivamente como una secular herencia histórica, es decir, como resultado de un proceso no natural ni espontáneo sino social y que, como tal, responde a los intereses y concepciones ideológicas de una clase social con poder económico y político suficientes, como para darle al objeto de sus desvelos, un marco estructural en la construcción de un Estado a imagen y semejanza de sus intereses.

A nivel mundial podemos observar con preocupación, y como un hecho innegable, que la actual globalización, como etapa superior de un capitalismo transnacional, ha hecho -en el plano de las comunicaciones y mediante las industrias culturales de que dispone- de la masificación consumista una subcultura de la entretención, que deviene en una banalidad de la cultura rayana en lo alienante; este argumento cumple ya un siglo y acumula como respaldo abundante literatura.

Atendido lo anterior y ante los extraviados parámetros de una cultura cuyos medios de comunicación masiva que ya no potencian la creatividad, la actitud crítica, el compromiso ciudadano, la comprensión global y solidaria de los grandes problemas que nos afectan a nivel planetario cabe preguntarse ¿qué es lo que deberíamos entender como malestar en nuestra cultura? ¿qué es lo que entendemos como calidad de educación? o ¿porqué hablamos de nuestra mala educación?

En relación a la primera de estas interrogantes, y sustrayéndonos en ello de los comportamientos autómatas de la mayoría de nuestros congéneres ¿Podemos hablar en propiedad de una cultura chilena, compartida por la inmensa mayoría de los habitantes de este país y que, diferenciándonos de nuestros vecinos latinoamericanos, nos otorgue proyecto e identidad compartidos? ¿Somos los custodios de un patrimonio del cual nos sintamos orgullosos? Por el contrario, todas las evidencias refuerzan la convicción, negativa, de que la mayoría de quienes habitamos este país viven más bien inmersos en una subcultura de la entretención o más precisamente de una distracción evasiva, que permea a la inmensa mayoría de un cuerpo social que entiende a la Cultura -con mayúsculas- como algo ajeno, como un ámbito al cuidado de unos intelectuales que hasta hablan distinto del común de las personas. La cultura popular, en términos de usos y costumbres masivos, es hoy un constructio que se interviene y manipula, a partir de tropismos emocionales como los conflictos de carácter intrafamiliar, los de índole farandulero, chismes en torno a episodios futboleros o la crónica roja, expuestos en los matinales pero no en el aspecto de su génesis sociocultural, sino el más exterior de su judicialización televisiva, todo ello hábilmente mezclado y reforzado con una abundante parrilla de teleseries y canales para el fútbol, que constituyen un entramado complementario tan efectivo como cualquier droga o religión en cuanto a su efectos evasivos y, finalmente, alienantes, respecto de una comprensión básica de problemas cotidianos transversales. Por ello, el malestar de nuestra cultura, se palpa o evidencia por la inevitable recurrencia al cuestionamiento de aquello que es objeto preferencial de dicha difusión, de la constatación más o menos tardía de alguno o muchos fracasos, acompañados de aquello que ha concitado, por suerte, una repulsa que crece y crece; esa sensación de estafa y lucro que sufren millares de seres afectados en sus expectativas producto de la desorientación y abandono institucional, y que califican como la mala educación.

A la segunda de estas interrogantes acerca de ¿qué es lo que entendemos como calidad de educación? ¿Podrían los maestros, más allá de su incuestionable vocación, brindarla, logrando así satisfacer esa legítima demanda si no existe entre ellos un concepto compartido acerca de lo que deberíamos entender por su calidad? Porque, reconozcámoslo, no existe la apropiación de un mismo diagnóstico y, por ello mismo, tampoco disponemos de un concepto unívoco, compartido por todos los especialistas, no lo hay entre las autoridades educacionales a nivel ministerial, ni entre los estudiantes de la educación municipalizada ni entre sus profesores, acerca de qué es lo malo o lo que más afecta a una buena calidad a fin de enfrentarlo y superarlo. Mientras tanto, sin embargo, los profesores continúan perfeccionándose y rediseñando sus estrategias didácticas, a pesar de su agobiante carga de trabajo (porque hasta son desafiados a parecer entretenidos), aún cuando los resultados de los actuales instrumentos estandarizados de medición de logros (SIMCE o PSU) no mejoran, y los puntajes y la matrícula, en el mejor los casos, se mantienen o continúan su tendencia a la baja.

Lo expuesto, sin duda, tiene el agravante de que fortalece un nocivo cuadro de desmoralización que afecta el quehacer educativo de profesores y estudiantes, restando protagonismo a las iniciativas pedagógicas de los propios maestros y fortaleciendo, por el contrario, en el diseño, el imperio de un verticalismo tecnocrático propio de nuestro especial neoliberalismo “a la chilena”. A propósito de estos tópicos, señalemos como esencial -para evitar un cúmulo aún mayor de desilusiones-, que las soluciones tecnocráticas de los gobiernos de turno apuntan, a lo sumo, a meras autocorreciones al modelo impuesto y que nos rige desde hace ya más de treinta años; estos ajustes no abandonan el enfoque asistencial con que la casta política continúa infantilizando la labor de los pedagogos.

Por tanto, ya que conocemos la matriz ideológica mercantilizada que ha deformado social y culturalmente a la sociedad chilena en las últimas cuatro décadas, en el marco de un mercado, por demás altamente desregulado, pasemos a explicitar qué es lo permanente, es decir lo estructural y, como tal, generador de conflictos no resueltos a lo largo de dos siglos de historia republicana.

“ El nacimiento de nuestra sociedad nacional, al igual que en el resto de América, fue extremadamente traumático. Se trató de una conquista virtualmente genocida, acompañada de la introducción de una gigantes- ca desigualdad social, con una mezcla étnica semi-violatoria entre el hombre español y la mujer indígena, y una flagrante contradicción entre una doctrina (cristiana) de amor fraternal y una práctica despótica, explotadora y discriminatoria.”

El párrafo anterior es parte de lo que expone Felipe Portales en la Introducción de su obra en dos tomos, “Los mitos de la democracia chilena”, agregando la idea, que también comparto, de que esta naciente sociedad, hija mayoritariamente del latifundio y el inquilinaje, agravaba las relaciones entre los grupos dominantes y los amplios sectores subordinados a ellos, por el hecho elemental de ocurrir en un territorio en el que la guerra fue permanente, con mínimas posibilidades o voluntad de los sucesivos gobiernos de controlar tropelías ocurridas más allá de los lindes urbanos, desde el período colonial hasta poco más de un siglo atrás, haciéndose evidente la contradicción entre lo que señala el espíritu de la ley y su limitada aplicabilidad, resultando, si agregamos como componente inevitable al machismo -propio de una sociedad con estas características – que explica porqué la mujer terminará siendo, secularmente, la más damnificada socialmente, convirtiéndose en un aserto terrible pero verdadero, el de Joaquín Edwards Bello cuando dice que el destino de la mujer en Chile es “quedarse sola”.

Volvamos al ensayo de Portales: “Todo lo anterior repercutía en la conformación de unas sociedad particularmente autoritaria, clasista y racista; y, a la vez, más ordenada y eficaz que las del resto de la América española. Y, por otro lado, con una extraordinaria capacidad de mitologizar la propia realidad y difundir exitosamente sus construcciones míticas…” (1) consolidando de este modo, ideas que constituirían el soporte de una clase gobernante que luego, bajo la forma jurídica de una república, ejercería cual monarquía ilustrada, un poder incuestionable a la manera borbónica, como medio para impulsar las tareas de una modernidad pendiente por y para una clase oligárquica: “ todo para el pueblo pero sin el pueblo”.

La escasa participación política que lograron, tras su resurrección, los cabildos a partir del aislamiento de la Madre Patria respecto de sus colonias, generado como consecuencia del bloqueo continental napoleónico y la destrucción de la flota franco-española en Trafalgar, no trajo consigo un recambió social de sus protagonistas ; por el contrario, esta patricia actividad, aunque más agitada, continuó restringida a sectores vinculados al latifundio y la minería. Los dueños de cada país serían los legítimos administradores de los nuevos Estados en proceso de emancipación y experimentarían todos los inevitables fracasos y demás experiencias de ese intento por instalar aquellas “repúblicas aéreas”, como llamó Bolívar al esfuerzo por concretar algo que funcionaba sólo en sus ilusas mentes. Efectivamente, tras unas guerras civiles más breves que las que afectaron la construcción republicana de los demás países de la América española, Chile pudo dar el paso a ese “Estado en forma” (República Autoritaria) que, orientado por el pragmatismo genial del Ministro Diego Portales, funcionó -aún con la interrupción de tres guerras civiles, y tres guerras internacionales- bajo el imperio legal de una misma constitución por casi un siglo (1833-1925), sin embargo, el sacrosanto respeto hacia la institucionalidad predicado desde nuestras clases dirigentes hacia los sectores populares, es parte de la necesaria prevención hacia su Estado de derecho, el necesario temor o respeto a un orden impuesto a sangre y fuego a toda la sociedad pero que ellos – sus dueños – sí tienen la facultad de violar y readecuar las veces que lo necesiten:

“ En Chile la ley no sirve para otra cosa que no sea producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad…De mí sé decirle, que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución hay que violarla cuando las circunstancias son extremas. Y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad.” (2)

En nuestros días, José Joaquín Brunner, ex Ministro Secretario General del primer Gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia y como ideólogo educacional, un referente transversal tanto para los neoliberales y tecnócratas de la Concertación como de la Alianza (que son los más recurrentes en citarlo como fundamento de sus argumentaciones en defensa del modelo de educación de mercado aún imperante), sin que su participación en política sea obstáculo para ello, señala que “Los países no eligen ni pueden cambiar a voluntad sus sistemas educacionales” (3)…y tiene razón si lo que afirma lo entendemos como una constatación, pues, efectivamente, el actual modelo, cuya perversidad los asistencialistas aspiran apenas a corregir, se impuso contra nuestra voluntad por un gobierno dictatorial que no elegimos.

Andrés Bello, se le adelantó en más de 170 años cuando señala “cada orden social tiene una forma especial de miseria. A todo lo que podemos aspirar es a aminorarla”(4). Claramente, para organizar la educación, pensadores como Bello, Ignacio Domeyko, el Ministro Julio Bañados o Darío Salas -y con ellos cubrimos exactamente un siglo-, distinguían en Chile dos grupos sociales bajo diferentes nombres, y amoldaban un tipo de educación diferente para cada uno de ellos. Algunos apoyando a los grupos más desfavorecidos para regenerarlos y, los más, para segregarlos directamente. (5) Estamos por tanto, frente a un modelo político moderno e ideológicamente importado, destinado a su aplicación en países productiva y estructuralmente atrasados, situando con ello el inicio histórico de lo que Lechner califica como modernizaciones sin modernidad, también caracterizadas como unas pseudomodernidades autoritarias que, inspiradas inicialmente en el despotismo ilustrado de origen Borbónico, se prolongan, con algunos aggiornamentos republicanos, por más de dos siglos hasta la actual versión tecnocrática, renovada por el neoliberalismo y sus democracias limitadas, “protegidas” o de discurso incompleto (Norberto Bobbio, Alain Touraine).

En relación con el tema específico de nuestra educación, el Profesor de Física, Computación y Magíster en Ciencias Sociales, Claudio Gutiérrez, dice en la Introducción de “El destino de los hijos de los pobres: los debates educacionales en la historia de Chile”, que lo que se debate hoy en nuestro país no es algo sustantivo, como la educación que necesitamos o que deseamos para el logro de una sociedad moderna y democrática, sino “algunas facetas técnicas como evaluaciones”, metodologías, institucionalidades acordes o financiamientos, es decir sólo aspectos formales o externos que, acorde con la visión ideológica imperante, deberían dirimir personas expertas -supuestamente desideologizadas- provenientes del campo de la ingeniería comercial, del mundo empresarial y algún político más o menos idóneo o coludido, de esos que opinan que los profesores debieran limitarse a aplicar programas, los alumnos a asistir a clases y los padres a buscar la mejor oferta educacional para sus hijos, entre la maraña publicitaria que permite nuestra “libertad de enseñanza”, ese caballito de batalla o de Troya, defendido por los sectores más conservadores y retardatarios de la sociedad chilena y que, como el de la estrategia de Ulises, resulta como un buen slogan, lo suficientemente atractivo como para no advertir el peligroso y lucrativo libertinaje que esconde en su interior.

Recordemos también que ante las movilizaciones estudiantiles del 2011, que en su aporte como crítica política apuntaron a lo esencial del capitalismo al denunciar el lucro, reflotando la idea republicana de fortalecer la educación pública y restablecer el rol garante del Estado mediante fin de la municipalización, el entonces ministro de Educación, militante de la UDI y del Opus Dei, Joaquín Lavín, también en nombre de esa recurrente libertad de enseñanza, optó por una estrategia consistente en pasar los costos de una movilización prolongada a los padres, mediante la firma de un “Contrato de Honor de las familias por la Educación”, reforzando así la idea de que “los padres y apoderados son los primeros responsables de la educación de sus hijos”, convirtiendo “a las familias y colegios en socios para el logro de los resultados esperados”, sin hacer mención alguna acerca de los deberes del Estado ni de los fines superiores que deben guiar a la educación, definición que para nosotros, en cambio, permite determinar los énfasis y objetivos, otorgando así la claridad necesaria para evaluar con precisión su calidad a partir de su pertinencia o su desfase. Tener claro “para qué queremos educación” es lo único que podría permitirnos concordar acerca de qué es lo que vamos a medir, cuál es el currículum pertinente en términos de los aprendizajes más significativos y las prácticas pedagógicas más adecuadas al logro de aquellos fines, por tanto obtendríamos también claridad respecto a lo que deberíamos entender como la necesaria formación pedagógica de los maestros, el sentido de las universidades, de los C.F.T. y si deberíamos poner, o no, más énfasis en detectar y fortalecer las vocaciones o, cruzados por las exigencias del mercado, continuar adiestrando a una masa de futuros consumidores acríticos.

Limitarnos a una discusión sobre prácticas pedagógicas, gestión de recursos o administración escolar sin resolver lo anterior, es limitarse a cómo implementamos las ideas segregadoras imperantes fortaleciendo, de paso, su ideología como un evangelio. Tengamos debidamente en cuenta que toda reforma educacional “desde arriba”, no sólo es antidemocrática porque, de manera implícita, contiene un desprecio por el libre y am- plio debate de ideas que puede y debe generar una sociedad tan desigual y plural como la nuestra, sino que, mediante esa práctica autoritaria, los sectores interesados en que nada cambie pretenden, junto con presentar sus ideas como de validez universal, deslegitimar nuestras posturas como ideologizadas, desfasadas y, por tanto, propias de un pasado traumático que nadie querría revivir.

Volviendo a la idea expuesta acerca del Contrato implementado por Lavín en 2011, señalemos que aquello no es algo nuevo ni ajeno a los agentes del Opus Dei que diseñan nuestra educación al alero de la Pontificia Universidad Católica desde hace más de treinta años. En 1873, Joaquín Larraín Gandarillas, que quince años después sería su primer Rector, decía que los padres eran los instrumentos elegidos por la Providencia para reproducir el linaje humano y “completar la obra de la creación por medio de la educación moral, intelectual y física de sus hijos”. Los padres son los “verdaderos responsables ante Dios y la sociedad de la educación de los hijos. El derecho que tienen no lo han recibido de los hombres ni les puede ser arrebatado por ellos”…“ Sólo a la Iglesia Católica confió el Maestro y Redentor del mundo este sublime magisterio.”(6) Traduzcamos; rechaza la intervención de un Estado docente y combina perfectamente la concepción estamental de la sociedad feudal, con la división social del trabajo y la cultura sustentados por el liberalismo económico en plena época de revolución industrial.

Para quienes concebimos al mundo como un fluir continuo, en cambio, las conciencias resultan tan cambiantes como la sociedad que las moldea, y están tan expuestas a amenazas de obsolescencia como estimuladas a su renovación al igual que las instituciones que, siendo en su momento la solución para un problema, pueden con el tiempo, constituir la rémora o el obstáculo para la solución de otro. Lo importante es asumir frontalmente el debate abriendo todas las ventanas, pero sin olvidar aquella máxima de Feuerbach, cuando afirmaba que “no se piensa igual desde un palacio que desde un rancho” y, por tanto, que no existe una ideología que pueda contener todo el patrimonio del sentido común, sin duda, el menos común de los sentidos.

La educación, vista desde una óptica humanista, es decir con sustento en las ciencias sociales, es una construcción sociocultural (desde o para) y no un objeto natural, espontáneo o de naturaleza divina, que pueda dispensarse como una gracia, patrimonio de un credo. Tampoco debería ser el resultado de una discusión acotada a profesionales y menos a técnicos, dado que su diseño y puesta en práctica tiene relación con el logro de una feliz o adecuada inserción social o, probablemente, la frustración de millares de seres para los cuales puede no existir una segunda oportunidad. Ernesto Schiefelbein, educador, Premio Nacional de Educación y ex Ministro de aquella cartera en 1994, señala enfático “antes que hacer educación la debes pensar.”

Por su parte, otro Premio Nacional de Educación y antiguo maestro, don Roberto Munizaga, no sólo explica a la educación como el fruto superior de una socialización, sino como “un proceso de plástica adaptación ambiental, lo que fortalece su dimensión práctica y su diversidad vocacional”, para finalmente recalcar que “ésta debe por tanto, contribuir al desenvolvimiento de la personalidad en sus aspectos sensible, cognitivo, racional y volitivo”(7).

En las antípodas, el historiador y Ministro de Educación de la Dictadura, Gonzalo Vial (uno de los inventores del “Plan Zeta”, a horas de instalada la Junta Militar) reconoce a lo largo de la historia dos posturas educacionales combinadas: aquella que pone énfasis en la formación humana del carácter, del razonamiento y la sensibilidad, o sea la educación de las élites, y una segunda que busca el desarrollo de aptitudes prácticas para sobrevivir y “hasta prosperar”. Esta última visión ideológica explica porqué los temas de socialización no se encuentran presentes en la LOCE, que consagra, mediante una educación mercantilizada, la división social del trabajo y de la cultura, resguardando este modelo segregador mediante quórums calificados que imposibilitaron su derogación legislativa.

La visión excluyente contenida en la explicación de Vial tampoco es una volición intelectual ni un empírico descubrimiento suyo, sino la herencia aristocratizante de la república decimonónica. Como prueba de ello digamos que, aún el gobierno que más destacó en sus esfuerzos por dotar al país de una infraestructura educativa moderna, a mediados del primer siglo de construcción republicana -el del General Bulnes-, reconoce por boca de uno de sus prohombres, Ignacio Domeyko, la existencia de dos clases; la de los pobres que vive del trabajo mecánico de sus manos y cuyos hábitos y costumbres le impiden tomar parte en los negocios públicos, no entienden de política y se dejan gobernar, y la clase dirigente, destinada desde su infancia “a formar el cuerpo Gubernativo de la República” (1842). La primera de éstas recibirá – hasta donde sea posible – los rudimentos de la educación primaria, mientras la segunda, como fruto de los desvelos del Estado, obtendrá la garantía de una “Instrucción Superior”.

Menos desvelado por afanes filantrópicos que el sabio polaco, se mostraba, al año siguiente de la guerra civil que truncó el proyecto modernizador del Presidente Balmaceda, Eduardo Matte, representante de esa minoría orgullosa que, tras el reciente baño de sangre, recuperaba el control total de los destinos del país :

“Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio.” (8)

Desde los argumentos del insigne educador Darío Salas, contenidos en “El problema nacional”, o aquellas largas discusiones preliminares a la aprobación de nuestra ley de Instrucción Primaria Obligatoria en 1920, se fue gestando, debido a la presión de los tra- bajadores organizados y cada vez más autónomos respecto de la influencia de los llamados “partidos históricos”, una sociedad cada vez más demandante e inclusiva en la que, a la par de exigir derechos laborales que culminaron en el Código del Trabajo, la Caja del Seguro Obrero, o la de los Trabajadores Ferroviarios, la guerra al analfabetismo les sumaba más y más adherentes, generando en todo el sentido de la palabra, nuevos ciudadanos provenientes de aquello que antes se calificara como el mundo de los “malentretenidos” o “el bajo pueblo”. Así los sectores populares no sólo comenzaban a adquirir una estatura política antes ignorada, sino la valoración de la educación como algo necesario, como un nuevo derecho que garantizaba una movilidad social antes invisibilizada como posibilidad.

El primer gobierno del Frente Popular, presidido por un ex profesor de este liceo (9), Don Pedro Aguirre Cerda, inició, a pesar del incierto panorama mundial marcado por el estallido de la segunda guerra mundial y, en lo interno, por el devastador terremoto de Chillán, la postergada creación de una industria nacional, haciendo posible un primer proceso de sustitución de importaciones para lo cual fue condición sinequanon, multiplicar los esfuerzos educativos, haciendo realidad el sueño de su correligionario, ex Rector de la Universidad de Chile y gran humanista don Valentín Letelier, quien, considerando la promoción de la cultura como el esfuerzo más loable de un Estado, lo sintetizó en el lema “gobernar es educar”.

Se crearon 50.000 nuevas plazas de maestros y se acometió la tarea de construir establecimientos educacionales aún en lugares más apartados de las grandes urbes. De allí en adelante, y debido a ese soporte, una educación secundaria destinada inicialmente a atender los requerimientos preuniversitarios de las capas medias, fue incorporando, paulatinamente, a los hijos de los pobres del campo y la ciudad. La explosión de las aspiraciones adquirió, dos décadas después, nuevos bríos con la reciente creación del Ministerio de la Vivienda y, a mediados de los años 60, con la Promoción Popular y su “Revolución en Libertad”, se legislaba una postergada sindicalización campesina, iniciaba una Reforma Agraria e iniciábase un proceso de recuperación parcial del cobre con la “Chilenización”. La educación básica, garantizada por un Estado Docente, se ampliaba a ocho años, mientras la presión estudiantil en alza daba inicio a una Reforma Universitaria que terminaba contaminando a la propia Universidad Católica, hasta entonces de espaldas a los procesos de transformación nacional, y que ahora, en el ámbito de la extensión, daba paso a la creación del Departamento Universitario Obrero Campesino (DUOC), creaba la Cátedra de Folklore y albergaba a los primeros Festivales de la Nueva Canción Chilena.

“La era estaba pariendo un corazón” y crujían los andamiajes del obsoleto mundo conocido. Nunca la revolución, aunque imprecisa en sus contornos, estuvo más cerca, a nivel mundial, de dejar de ser una ilusión, incluyendo a nuestro país que, como prolongación y profundización de todo el proceso anterior, iniciaba la “vía chilena al socialismo” al alero programático de la Unidad Popular. Como todo proceso de cambios que se pretendían de carácter estructural, los acuerdos del Congreso Nacional de Educación de 1971, fortalecieron el proceso de reforma educacional contenido en el Proyecto de Escuela Nacional Unificada “…destinada a formar personas que puedan ser sujetos sociales y no actores pasivos”, mientras en otro de sus párrafos puede leerse su propósito de “desterrar la mentalidad consumidora individualista, para desarrollar una productiva y solidaria” a la par de descubrir y desarrollar la diversidad vocacional, impulsando una “educación general politécnica”.

La polarización política a que conducía un proceso que, por primera vez ponía en peligro los intereses creados de las familias dueñas de Chile y de sectores anexos a dicha estructura de dominación, llevó a que la jerarquía de la iglesia católica criticara el Proyecto E.N.U. -sometido a un amplio proceso de difusión y debate democrático por el propio gobierno popular-, porque, decía la jerarquía eclesiástica: aunque se declara “pluralista…no vemos destacados en parte alguna los valores humanos y cristianos que forman parte del patrimonio espiritual de Chile”. Ante dicha postura, sectores disidentes de la propia iglesia católica, los llamados teólogos de la Iglesia Popular, en cambio, valoraban el proyecto de la E.N.U. y, en palabras de Ronaldo Muñoz, lo entendían como una búsqueda hacia “una educación igualitaria y no discriminatoria, el camino desde una educación individualista hacia una educación solidaria, de una educación para el consumo hacia una educación para el trabajo creador, el paso desde una educación autoritaria y formalista a una educación crítica y creativa, un avanzar desde una educación reproductora a una educación transformadora de la sociedad.”

Si esto, en el Chile de baja sintonía ciudadana que hoy vivimos, suena como propio de la hiperideologización de aquellos inolvidables días, tengamos presente que las profundas convicciones sólo afloran en momentos de profunda convulsión, en procesos en que no hay espacio para los indecisos. Así como también lo expresara, ciento sesenta años antes, otro hombre de fe, el sacerdote de la Orden de la Buena Muerte, difusor del ideario independentista y de las ideas republicanas; fray Camilo Henríquez, cuando denunciaba que “la ignorancia conserva las cadenas de la servidumbre” mientras, por su parte, el franciscano profesor de filosofía, de teología y diputado por la provincia de Concepción ante nuestro Primer Congreso Nacional, fray Antonio de Orihuela, en su proclama de septiembre de 1811, decía :

a “…vosotros…que formáis el bajo pueblo… Mucho tiempo hace que se abusa de vuestro nombre para fabricar vuestra desdicha … (sin que) pudiéseis levantar los ojos y descubrir vuestros derechos.” Acordaos que sois hombres de la misma naturaleza que los condes, marqueses y nobles; que cada uno de vosotros es como cada uno de ellos, individuos de ese cuerpo grande y respetable que llamamos Sociedad; que es necesario que conozcan, y les hagáis conocer, esta igualdad que ellos detestan como destructora de su quimérica nobleza. (…) No olvidéis jamás que la diferencia de rangos y clases fue invención de los tiranos, para tener en los nobles otros tantos frenos con que sujetar en la esclavitud al bajo pueblo… (…) El remedio es violento pero necesario. (…) Levantad el grito para que sepan que estáis vivos. (…) arrebatadles vuestros poderes a esos hombres venales, indignos de vuestra confianza y substituídles (por) unos verdaderos y fieles patriotas que aspiren a vuestra felicidad y que no deseen otra ventaja ni conveniencia para sí, que las que ellos mismos proporcionan a su pueblo.” (10)

Según se desprende de esta sucinta exposición la conquista de derechos políticos por fuerzas numerosas y organizadas de trabajadores, fue acompañada de conquistas que en el campo de la educación y la cultura en general, transformaron a la república liberal y oligárquica del siglo XIX en un Estado de Bienestar, por medio de una participación creciente, que democratizó las relaciones sociales y políticas de la sociedad chilena, haciendo del acceso a la salud y la educación unos derechos inalienables.

Estos derechos, construidos dificultuosamente a lo largo de un siglo y medio de vida republicana, fueron destruidos mediante un golpe de Estado que poniendo fin a un proceso de construcción democrática del socialismo, violó mediante un régimen de facto y de manera sistemática, derechos humanos esenciales, para refundar la sociedad chilena bajo el prisma neoliberal, generando por esa vía, una reconcentración de la riqueza y del poder político, devolviéndonos al ignominioso sitial de ser uno de los países más desiguales del planeta.

Tras intervenir, mediante el nombramiento de Rectores delegados, la autonomía de nuestras universidades, de expulsar sin procesos a alumnos, catedráticos y funcionarios, de cerrar carreras, anular calificaciones para destituir y encarcelar a académicos de larga trayectoria, se implementa a fines de la década del setenta un proceso de asfixiar presupuestariamente a las Universidades estatales, obligándolas a autofinanciarse mediante el inicial recorte de los montos fiscales asignados, lo que obligó al cierre de carreras, la clausura de Departamentos y actividades de Extensión cultural e investigación científica, y al alza constante en el precio de sus matrículas, además de la enajenación -mediante venta forzada- de sedes de provincia, lo cual irá a la par de la creación de universidades privadas como proyectos lucrativos.

En el caso de la enseñanza básica y media, la clausura del Sindicato Único de Trabajadores de la Educación (SUTE), el cierre de las Escuelas Normales en que se formaron generaciones de educadores a lo largo de 130 años, el término de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, el fomento de la educación particular pagada y subvencionada y, como tiro de gracia, tras demoler la identidad de escuelas y liceos prestigiosos reemplazando sus números o nombres de origen, se impuso la municipalización de la educación pública estatal a partir de 1982 y el fin de una carrera funcionaria para los maestros de Chile.

Alfredo Prieto Bafalluy, profesor y ex Ministro de Educación del gobierno dictatorial (apoyado por la masonería) y antes Subsecretario de esa cartera, cuando era encabezada por Gonzalo Vial (apoyado por el Opus Dei) para asesorar el desarrollo de las ideas que sustentarían una reforma nacional de todo el sistema educativo desde fines de 1978, en una entrevista concedida a un medio local en agosto de 1999 señalaba, refiriéndose al traspaso de la educación básica y media “… si no se hubiera hecho tan rápidamente no hubiera funcionado, por la reacción que hubiera despertado (…) había que aprovechar que el gobierno era autoritario para llevarla a cabo evitando esa reacción.”

A veinticuatro años de iniciada la municipalización, los gobiernos de la Concertación han demostrado por medio de las poco convincentes explicaciones de sus tecnócratas y ex voceros ministeriales (José Joaquín Brunner), o en las malas excusas de algunos jefes de partido (Camilo Escalona, en entrevista en el canal televisivo de Senado), ser los continuadores y cómplices intelectuales del proceso demoledor de aquella educación pública inclusiva, con profesores de calidad semejante, porque las seis instituciones universitarias responsables de su formación, compartían criterios y exigencias similares. Escalona, en su calidad de Presidente del Senado, planteó ante el medio televisivo de dicha cámara que el movimiento “pingüino” del 2006 partió con mucha legitimidad, “concitando un gran interés y sintonía ciudadana… pero se politizó”. El uso de ese calificativo nos deja la sensación de que, para él, algo inicialmente bien intencionado, se desvirtuó, perdiendo pureza. Lo paradojal es que lo dice alguien que, treinta y ocho años antes de ser Presidente del Senado, salió del anonimato dándose a conocer como dirigente estudiantil secundario de la entonces Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago FESES, donde compitió por su presidencia con su actual amigo Andrés Allamand (Partido Nacional) y con Guillermo Yungue (Democracia Cristiana), llegando, veinte años después, a ser Presidente de un partido político con tradición originaria de izquierda. Asistimos a la aparente paradoja de que denosta a quienes luchan hoy por recuperar aquello que los trabajadores y estudiantes de su época conquistaran para justicia de las generaciones futuras, en vez de reivindicar el valor de la actividad política y, por cierto, de la movilización de sectores ciudadanos conscientes, en pro de demandas esenciales que apuntan a la restitución de lo arrebatado como un muy buen ejemplo de acción política.

En la misma entrevista, Escalona, consultado acerca de la solución mediática lograda -cupularmente- por la Presidenta Bachelet, al anunciar la LGE en reemplazo de la LOCE, con firma del documento ante las cámaras por los Presidentes de todos los partidos políticos, desechando los acuerdos construidos en 2006, tras semanas de deliberación por decenas de dirigentes estudiantiles, de profesores y expertos de todas las instituciones comprometidas con la educación y convocados por ella misma para ese fin. Esa solución cupular, autoritaria y antidemocrática terminó dándole un nuevo respiro al modelo de educación de mercado, ante lo cual el avezado político señaló que, aparte de incorporar algunas exigencias de los estudiantes y profesores (como el Giro Único para escuelas y liceos particulares subvencionados, y crear una Superintendencia de Educación), no era posible avanzar más porque había que reconocer que “la reforma del sistema educacional no estaba contenida en el programa de gobierno” de la Presidenta.

A propósito de lo anterior, el cientista social Claudio Gutiérrez dice, en la conclusión de su trabajo, que los gobiernos “democráticos” aprendieron bien la lección aquella de que, “es erróneo y paralizante entregar la resolución de los problemas educacionales a los especialistas o a los afectados” (11) (entiéndase por tales a profesores, estudiantes, padres y apoderados) pues ello puede provocar una “reacción”.

Concluyamos esta exposición insistiendo en la idea de que a los actuales herederos de la oligarquía nacional, el tema educacional sólo les interesa como una exigencia ineludible de las modernizaciones productivas que, a nivel mundial, requiere la globalización, con el propósito prioritario de mejorar - en términos cuantitativos - el rendimiento de la mano de obra y - en términos cualitativos - obtener un mayor valor agregado para nuestras exportaciones. No es prioritaria la formación de ciudadanos; de allí que se hayan disminuido las horas de Historia y Geografía de Chile y la prueba obligatoria que en dichas materias se rendía como requisito para el ingreso a estudios universitarios, así también se suprimieron la Educación Cívica y la Economía Política en tercero y cuarto año de educación secundaria a mediados de los años noventa. Se requiere de una masa productiva y de consumidores, sumisa y acrítica, alejada de la política. El problema es que esta masa, aún desinformada o deformada por la manipulación tendenciosa o sesgada de las informaciones que entregan los medios de

información de propiedad de los más ricos empresarios, experimenta, por distintas vías, especialmente las “redes sociales” que brinda el espacio cibernético, las sensaciones del malestar, y ya no es tan fácil, como hace cien años, intentar meterles al corral como a animales amaestrados. Esta masa, receptora de una educación podada en sus aspectos más proactivos, sin embargo, experimenta la sensación de haber sido estafada en las ofertas educativas que publicita un mercado profesional desregulado y aunque desmotivada para ejercer el ciudadano derecho al sufragio porque no distingue diferencias sustantivas entre los competidores del duopolio, ocupa hoy las calles y se manifiesta frente a todas las colusiones que la afectan, incluidas las de la deslegitimada casta política

Lo expuesto tiene la intención de demostrar que es en el ámbito educativo donde se juega el destino democrático de una sociedad, el primer espacio de interacción sociocultural que prepara a los jóvenes para el ejercicio ciudadano o para la esclavitud del salario. Por eso es que, en un país culturalmente subdesarrollado y tan desigual como el nuestro, hablar de educación no puede generar consensos, dejando en evidencia las intenciones que hay detrás de las acciones, y explica porqué, ante la necesidad de una cirugía mayor, se ha optado por transformaciones graduales y consensuadas, de modo de no afectar intereses económicos amparados en una libertad de enseñanza que puede ser ejercida libremente sólo por sus mercaderes o por las familias adineradas, que compran educación, invirtiendo en las futuras relaciones sociales de sus hijos.

La buena educación a que aspiramos debe ser pública y, por tanto, entendida como inclusiva, garantizada por un Estado verdaderamente democrático, responsable de su calidad y financiamiento, y estructurada en un Sistema Nacional de Educación. Ésta para que perdure y mejore, debe ser reformulada creativa y participativamente, a fin de que se constituya en motor de transformaciones profundas y significativas pudiendo, al fin, detectar y orientar los recursos económicos y profesionales requeridos para la satisfacción también, de las necesidades educativas especiales y la plena realización de las vocaciones de miles de seres discapacitados, que necesitan de sus escuelas diferenciales, de profesionales altamente calificados para atender las necesidades de afecto y los aprendizajes de niños sordomudos porque, de mantenerse reducida a sus actuales horizontes, sin la infraestructura material apropiada y las redes de apoyo necesarias, sumada la influencia exitista que ejercen los medios de difusión masivos, esta modalidad educativa de escasa rentabilidad, continuará condenada a ser, apenas, un getto, otro apéndice reproductor de un sistema discriminatorio y alienante, fundado en la desigualdad.

Santiago, 23 de abril de 2014.

Notas:

1-Felipe Portales.“Los mitos de la democracia chilena. Desde la conquista hasta 1925”. Catalonia Ltda. Santiago de Chile 2004, Pág. 15.

2- Diego Portales. Epistolario. En F. Portales. Op. cit. pág. 9.

3- J.J.Brunner. Educación en Chile: el peso de las desigualdades. Conferencias Presidenciales de Humanidades. Santiago de Chile, 20 de abril de 2005.

4- Claudio Gutiérrez. El destino de los hijos de los pobres: los debates educacionales en la historia de Chile. Primer borrador. Santiago, julio de 2011. Pág. 17. La cita de bello corresponde a su “Observación sobre el plan de estudios de la Enseñanza Superior.”Año 1832 y publicado en “El Araucano” Nº 71, 21 de enero de 1832.

5- Claudio Gutiérrez, Op. Cit. Pág. 2.

6- Claudio Gutiérrez, Op. Cit. Pág. 2.

7- Claudio Gutiérrez, Op. Cit. Pág. 3.

8- “El Pueblo”: 19 de marzo de 1892. Citado por Hernán Ramírez Necochea en “Balmaceda y la contrarrevolución de 1891”. 2ª edición corregida y aumentada. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, mayo de 1969. Pág. 220.

9- Liceo de Hombres Nº 10 Manuel Barros Borgoño, en cuya semana aniversario de 2014, se ofreció una conferencia del autor sobre estos tópicos.

10- Proclama revolucionaria del padre franciscano frai Antonio de Orihuela. Sergio Grez Toso. De la regeneración del pueblo a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890). RIL Editores. Santiago de Chile. 2007, págs. 205 a 209.

11- Claudio Gutiérrez, Op. Cit. Pág. 17.


José Miguel Neira Cisternas.
Profesor de Estado en Historia y Geografía
Magíster en Historia y Ciencias Sociales.

Reseña curricular de José Miguel Neira Cisternas.

Formado en la educación pública desde la educación básica hasta obtener su título de Profesor de Estado en Historia y Geografía en la Universidad de Chile, constituye para él un legado y un compromiso que honra por treinta y cinco años. A ello agrega el Post Grado de Magíster en Historia y Ciencias Sociales otorgado por la Universidad ARCIS.

Hijo de un luchador social y de una madre espartana, se nutre desde la infancia, del rigor con que educa la adversidad, sin descuidar valores como la solidaridad o la sensibilidad artística. Cual un verdadero humanista, se interesa por todas las artes in-cluyendo, cuando tiempo se lo permite, la práctica de la plástica en pintura y dibujo. Gusta también de la fotografía, la música clásica, el folklore latinoamericano y escribe poesía -en el decir de Neruda-, como una “forma de mantener el corazón inoxidable”. Mago Editores publica una selección de éstos escritos con el tÍtulo “En este libro habitan muchos libros”, presentado en la Feria del Libro de Santiago en noviembre de 2011.

Ha destacado como representante gremial en debates, foros y en defensa del ejercicio pleno de su profesión y de la Educación Pública, desde las jornadas en contra de la municipalización, como dirigente del Liceo Confederación Suiza en 1986.

Como escritor, obtiene mención Honrosa en el Primer Concurso Nacional de Derechos Humanos, Profesor Jorge Millas en 1992, organizado por la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, el Colegio de Periodistas y la Sociedad de Escritores de Chile, con su trabajo “Los Derechos Humanos. Vigencia y necesidad de un contenido vital y propio para el mundo subdesarrollado”, publicado y distribuido, gratuitamente, a nivel nacional, junto a los demás trabajos galardonados.

Al año siguiente (1993) prologa una interesante antología de Ariel Peralta Pizarro que, publicada con el auspicio de la Universidad de Concepción bajo el título de “Idea de Chile”, reúne el pensamiento de diferentes autores acerca de nuestro país a lo largo de cuatrocientos cincuenta años.

En 2001, el Nº 34 de la Revista de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, publica un extenso e interesante análisis de la reedición ampliada del libro “El mito de Chile” de su amigo el Profesor Ariel Peralta.

En 2010 prologa y presenta el libro de Peralta “Manuel Bulnes, entre la ley y la espada” en la Biblioteca del Instituto Nacional, como parte de las actividades del Bicentenario de la República y por ser aquel personaje, el primer Presidente de la República que estudió en las aulas de dicho plantel.

En diciembre de 2013 junto a otras personas del mundo científico y académico participa del lanzamiento del libro del Académico Eduardo Sánchez Ñíguez “Otra vuelta de tuerca a la modernidad” en la Sala Marco Bontá del Club de la República. Un comentario suyo de dicho ensayo se encuentra en prensa, para ser publicado en el número correspondiente al Segundo Semestre de 2015 de la Revista Mapocho, de la Biblioteca Nacional. Nos ha colaborado en distintas actividades de carácter académico a lo largo de veintiséis años y hoy nos visita como parte de nuestras actividades aniversarias, para ofrecernos su visión acerca de “La Educación como ámbito histórico de conflictos”.

Compartir este artículo