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La dulce contaminación de Piñera. Por Marcelo Luis B. Santos

Piñera se fue de La Moneda. ¡Por fin!, dirían muchos, de derecha a izquierda. Pero no marchó sin dejar recuerdos. Como un buen marketero, sin embargo, la mayor marca de su gobierno fue precisamente la cantidad de rastros.

En este peculiar aspecto podríamos decir que el gobierno de Sebastián Piñera empezó antes de su mandato. Recuerdo de escuchar, a unas tantas horas del terremoto, el presidente electo anunciando por la radio en cadena nacional su plan de rescate para rescatar a los chilenos afectados por el terremoto: “Levantemos Chile”. Cuestionado sobre detalles operacionales, fuentes de financiamiento y otros pormenores el empresario admitió no tener más informaciones y pronto se podía concluir que todo lo que tenía era el nombre. Se inauguraba en ese momento la era de la dinámica empresarial y mercantil aplicada a la administración pública, el nombre antes del programa, la marca antes del producto, la imagen por sobre el hecho. Marketing, el cristo del dios Mercado, era el protagonista de la película.

Con sus chaquetas rojas tipo Sampaoli y un logo tras otro, el presidente trataba de esculpir una imagen “manos a la obra” cuidadosamente planificada para el ámbito comunicacional incursando mucho en terreno y solucionando los problemas como un buen ejecutivo. Claro está que actuó como un ejecutivo del mundo privado, atropellando de un telefonazo los procedimientos burocráticos como un nuevo rico con su SUV subiendo la vereda para escapar del taco a que todos los ciudadanos somos democráticamente sometidos.

Podemos decir que Piñera llevó mucho a serio la idea de “dejar su marca”, pero no como el recuerdo de un buen trabajo, sino más bien demarcando el territorio con su omnipresente firma. Siguiendo la propuesta del filósofo Michel Serres, el mandatario llenó el país con su polution douce, es decir, contaminación dulce o suave: “tsunamis de textos, signos, imágenes y logos desbordando por los espacios rurales, civiles, públicos y naturales con publicidad”. Diferentemente de la contaminación sólida, o dura, que es visible en el aire, perceptible por los olores o la cantidad de residuos sólidos en suelo, un río o el mar, este tipo de contaminación es una especie de apropiación del pensamiento colectivo a través de la colonización simbólica. En otras palabras, la insistente repetición de determinadas ideas, imágenes, textos para, de una forma orwelliana, dejar su marca. Para Serres, esto no es diferente que un animal que mea o caga en su territorio o de un Paulmann que construye su pico gigante en plena Providencia. Difiere solamente porque en vez de contaminar la atmósfera, se impregna la noósfera, la esfera del pensamiento.

La exageración de Piñera en este afán contaminador es evidente y de cierta forma patética. Probablemente como una táctica, consciente o inconscientemente vinculada a su notable megalomanía, el ahora ex presidente desde antes de su mandato empezó a mear a diestra y siniestra: se sentó en la silla de Obama, desfiló por media Europa con el papelito “Estamos bien en el refugio los 33”, ideó nombres pomposos para cada uno de sus programas, los cuales serían uno tras otro el mejor y más lindo y más eficiente y más revolucionario de la historia. Así fue el discurso que antecedió las miserables reformas como la educacional y tributaria, la promulgación de leyes y políticas públicas que en la mayoría de las veces no fueron más que nubes de verano.

Si bien como en cualquier gobierno hubo gente comprometida y trabajadora, avances en áreas específicas y, afortunadamente, menor profundización del modelo neoliberal de lo que hubiera esperado el Club de la Unión, la impresión es que de Sebastián Piñera, al fin y al cabo, no quedará mucho más que un fétido olor a fin de fiesta, aquél olor a pisco al vapor y cerveza tibia con cenizas de cigarro que tras algunos días y una buena dosis de agua y detergente se puede sacar de a poco. Una vez lavada la sobredosis comunicacional y publicitaria del gobierno, lo que quedará serán algunas memorias fugaces de una u otra piñericosa.  

Marcelo Luis B. Santos

semiólogo   @celoo

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