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En las décadas de los 70 y 80 fue vista como la principal vía para dotar al país de una nueva Constitución

Los años en que la elite política sí creía en la Asamblea Constituyente

Gabriel Valdés, Ricardo Lagos, Patricio Aylwin, Eduardo Frei Montalva, Enrique Silva Cimma y Ricardo Núñez, entre otros, adhirieron firmemente a la idea que hoy mueve el piso de la institucionalidad de Pinochet.

Para donde uno mire hoy es posible encontrar ideólogos de la Asamblea Constituyente. Están quienes la plantearon previo al movimiento estudiantil. También los que dicen impulsarla desde principios del 2000, con lanzamiento y recolección de firmas incluidas. Y los que alegan que fue su idea desde inicios de la recuperación democrática. Hoy por hoy, la Asamblea Constituyente tiene un serio problema de paternidad.

Al frente están quienes reniegan de este recién nacido que ya gatea por sus propios medios. Para otros, la demanda sería una copia de los así llamados “procesos bolivarianos” que legítimamente han llevado adelante Bolivia, Ecuador y Venezuela durante la última década, obviando interesadamente los de Colombia, Brasil, España y, más reciente aún, Islandia.

Lo cierto es que si se revisa la historia mundial (válidos son aún los principios de la Francia de 1789) y la de nuestro país, se constata que la idea no es una originalidad nacida de la febril mentalidad de lo que un economista chileno llamó “neoconstitucionalismo populista”.

La Comisión Ortúzar
Para los chilenos no es inédito eso de los procesos constituyentes democráticos. Aunque es posible encontrar ejemplos de hace 100 años, la idea quedó plasmada en las propias actas de la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución Política de la República de Chile (o Comisión Ortúzar, por su presidente Enrique Ortúzar) creada por Pinochet a días del Golpe con el fin de elaborar un anteproyecto para reemplazar a la Carta Fundamental de 1925.

En un viaje que algunos miembros de la comisión hicieron en diciembre de 1973 a Europa con el fin de explicar “las circunstancias que condujeron al movimiento del 11 de septiembre de 1973 y la orientación que inspira la actual dirección del país” (1), intelectuales del viejo continente plantearon sus aprensiones por la génesis de un nuevo marco institucional. En su informe sobre la gira, Sergio Díez relató que “la inquietud fundamental de estos círculos académicos reside en que la redacción de la Carta Política no se haya entregado a una asamblea constituyente que la promulgara... En Alemania, existe también, la misma preocupación por la generación de la Carta Fundamental” (2).

En un informe dirigido a la comisión en marzo de 1974 el profesor de derecho constitucional Francisco Cumplido reforzó este principio, señalando que el poder constituyente reside en el pueblo y que “la legitimidad de la autoridad debe descansar, en consecuencia, en el consenso del pueblo democráticamente expresado, por medio de un referéndum o eligiendo una asamblea constituyente” (3).

Dos años más tarde volvió sobre este concepto el jurista Enrique Evans, quien en 1976 afirmó sobre las instituciones -a las que se estaba dando génesis en la comisión- que “deben probarse para que después el pueblo o una asamblea constituyente [acota que prefiere esta segunda fórmula], les dé forma definitiva en un texto constitucional orgánico que rija el futuro estado de derecho de este país” (4). Algo similar señaló en 1978 el ex ministro de Defensa de Eduardo Frei Montalva y posterior embajador de Pinochet en España, Juan de Dios Carmona: “La asamblea constituyente -que permitirá un debate sobre los grandes problemas y sobre la nueva institucionalidad-, indudablemente, encauzará, mediante ese debate político, las aspiraciones ciudadanas” (5).

Los resultados de este trabajo son conocidos. El 11 de septiembre de 1980, mediante plebiscito, se “validó” la nueva Constitución, en un proceso no sólo ilegítimo -sin registros electorales, nulos espacios en los medios para los opositores y en una papeleta donde al SÍ lo adornaba una estrella mientras al NO un círculo negro (6)- sino además fraudulento. Así lo reconoció el ex funcionario de la DINA Jorgelino Vergara en “La danza de los cuervos”. “Estábamos acuartelados (…) Nos ordenaron que debíamos (...)

Artículo completo: 2 008 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de junio 2013
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Patricio Segura Ortiz

Periodista.

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