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Marx: intensos y felices 200 años Por Hernán Dinamarca

Hace doscientos años, el 5 de mayo de 1818, nacía Karl Heinrich Marx.

Ocurrió en Tréveris, ciudad fundada el año 16 ac. La más antigua ciudad alemana, ubicada muy cerca de Francia y Luxemburgo. En el Bajo Imperio fue conocida como la segunda Roma. Amén de una experiencia histórica, llegar a Tréveris, desde el sureste, bordeando los hermosos valles de los ríos Rhin y Mosela, es una experiencia telúrica.

Evoco a Tréveris y a Marx. Pues narrar el tono de sus calles y situar la casa donde nació y se crío el pensador europeo, nos permitirá intuir la misteriosa comunión entre el aire histórico y telúrico de la ciudad y la profundidad comprensiva del último gran filósofo de la Historia.

Al Tréveris antiguo se accede por la imponente Puerta Negra, maravilla arquitectónica construida el año 180 dc. De ahí en más, una calle alhajada con preciosas casas, cuyos orígenes oscilan entre los 300 y los 700/800 años dc, hasta llegar a un bello y añoso mercado. A un lado, la calle Brückengasse con la burguesa casa número 664, donde nació Marx (hoy en Brückengasse 10, el museo Karl Mark Haus). Hacia el otro, a poco andar, la sobrecogedora Basílica de Constantino (310 dc), entre otros monumentos y puentes de la antigüedad romana.

En ese contexto, resulta fácil imaginar al niño Marx jugando y corriendo alrededor de un diseño urbano asociado a la larga historia de occidente, anclando así su imaginación al mundo greco romano, y desde ahí, ya joven y adulto, intentando comprender la historicidad del mundo moderno: capitalista/socialista. Mundo que, en su emergencia, le tocaría vivir con una intensidad creativa inusual.

Durante la modernidad fue imposible restarse a un diálogo con Carlos Marx. Él, junto a Federico Engels, en una de las amistades más fructíferas de la historia, elaboró un profundo análisis y una apasionada exaltación, proyección y crítica del modo de vida e imaginario de la época moderna.

El célebre Manifiesto Comunista, co-escrito por ambos en 1848, condensa esas facetas y lo hace en sincronía con una humanidad moderna que empezaba a ser consciente de sí misma. Recordemos que Hegel, en la reflexión filosófica, y Baudelaire, en la poesía, recién intuían un nuevo modo de vida que ellos llamaron época moderna o lo moderno. Nuevos aires que habían emergido matricialmente un par de siglos antes con el desenfadado antropocentrismo del Renacimiento.

En el Manifiesto, Marx y Engels, alabaron la modernidad convencidos de su carácter histórico más evolucionado. Era una época portadora de nuevos sueños de autonomía, libertad y control. De una inédita creatividad instrumental y tecnológica. También proyectaron la globalización de la modernidad occidental y exaltaron el desarrollo de las fuerzas productivas.

Sin embargo, en potente tensión, elaboraron una crítica radical a la modernización industrial. Sea por su injusta y egoísta redistribución. Sea por sus horrores sociales. Sea por su secuela de dolores, emociones y prácticas enajenadas. Respecto a esto último, las páginas dedicadas por el joven Marx, en “Los Manuscritos Económico-Filosóficos”, a la enajenación humana del trabajo y de la naturaleza, tan propia del mundo que emergía, ¡son de inigualable profundidad y belleza!

Marx fue el último de los grandes pensadores modernos. Por eso, ante sus ojos, la fuerza creativa y destructiva de la modernidad “desvanecía todo lo sólido del mundo antiguo en el aire”.

Antes de él, Hegel, Descartes, Diderot, Hobbes, Kant, Maquiavelo, Goethe, Rousseau, Smith, Comte, entre otros, habían imaginado y diseñado los valores y prácticas (el paradigma social) de la nueva época histórica que, desde sus diferencias, sin saber construían. Después de él, ningún pensador pro moderno ha sido portador de sueños. Tan solo se han limitado a la defensa y administración de una época ya en ocaso, por los ecos, ayer creativos y hoy destructivos, de su singular mirada matricial.

En todo un símbolo, inmediatamente después de Marx, y casi coexistiendo con él en lo creativo, emergió Niezstche, genio alucinado y desgarrado, quien desplegaría una crítica iracunda a la modernidad. Una crítica preñada de proféticas intuiciones postmodernas.

Más tarde, avanzado el siglo XX, los grandes pensadores occidentales se ubican explícitamente en el horizonte de la crítica postmoderna. Heidegger y Wittgenstein -en su segunda etapa-, y la escuela deconstructivista francesa, por ejemplo. O bien participan de distintas corrientes autocríticas de la modernidad, por ejemplo, la Escuela de Frankfurt.

Todos ellos, de una manera u otra, más las nuevas voces reflexivas o ya activistas del siglo XXI, anunciando la emergencia de una nueva mirada en el modo de vida humano. Una nueva mirada, en el presente como Historia, llamada ahora a “desvanecer en el aire la añosa solidez de la modernidad”.

Un pensador moderno y radical

Marx radicalizó la ideología/mirada moderna en tres dimensiones nada triviales, que se convertirían en el corazón del conflicto intra-modernidad. Veamos:

 Primero, se nutrió de los economistas clásicos (Smith y Ricardo) para analizar y develar el funcionamiento del sistema económico industrial. Una vez realizada esta tarea analítica, acorde a su teleología material, imaginó la revolución como un desafío socio-político. Es que los filósofos, decía Marx, se han dedicado a interpretar el mundo, cuando se trata de transformarlo. Lo suyo fue una invitación a la acción histórica colectiva e individual.

La cara triste y humanamente mayoritaria del proceso productivo, la clase proletaria, y no tan solo unos pocos, la clase capitalista, debían apropiarse de las riquezas que las fuerzas productivas modernas venían acumulando. Los beneficios del crecimiento económico y del progreso material, debían socializarse. Y una vez socializados, con los proletarios como clase dirigente, teniendo bajo su control a las fuerzas productivas y liderando a los desheredados de la tierra, éstos se disolverían como clase en una humanidad socialmente homogénea. Hasta que, en un futuro, solo habría que administrar por los siglos de los siglos el crecimiento y el despliegue de las energías productivas de la humanidad. Esa fue la potente utopía marxiana. De esa manera, el genio humano quería consumar el sueño más caro de la modernidad: el progreso material y prometeico.

 Segundo, Marx se inspiró en los teóricos políticos ilustrados y en los socialistas utópicos franceses a la hora de radicalizar la moderna concepción de la democracia.

Él alaba y asume la idea de la soberanía popular. Pero, justamente porque la alaba y la asume, observa a la democracia representativa como insuficiente allí donde impera la desigualdad real entre la ciudadanía. Convicción más acentuada en su época, cuando tan solo existía el sufragio censitario. Es decir, la posibilidad de sufragar o no en la democracia representativa era acorde al distinto influjo económico con que los hombres, por supuesto, concurrían al mercado. Quienes tenían poder económico, votaban; quienes carecían de tal poder, no.

Además, reconoce como insuficiente la democracia representativa allí donde se limita a una ciudadanía electoral que delega su poder en una representación; representación que, por el desigual poder económico de los individuos, suele otorgarse a quienes precisamente se benefician de esas desigualdades.

Desde su convicción demócrata, pero crítica, Marx radicaliza entonces la idea democrática moderna-liberal-representativa y la transforma en la acción en pos de una democracia económico-social; único sostén posible para una democracia política expresada de manera directa. De ahí las consignas: “Todo el poder a la comuna”, primero; “Todo el poder a los soviet”, después.

Así, el demócrata radical que era Marx, instaura el ideario político que, más allá de sus errores y horrores, animaría a un sector social relevante en la modernidad: la democracia directa.

 Tercero, Marx se educó en el racionalismo instrumental, en la concepción materialista, que mistificaba a la ciencia, y en la filosofía dialéctica alemana. Desde ahí, arrogantemente -en una actitud muy moderna- afirmó que su filosofía de la historia no era una filosofía más, sino que era una ciencia objetiva: el materialismo histórico y filosófico.

Según Marx, con su obra había descubierto las leyes que explicaban la evolución histórica de la humanidad y muy hegelianamente anunciaba el fin de la Historia. Pero, a diferencia de Hegel, para quien el fin de la Historia ya había llegado de la mano de la razón moderna, Marx la profetizaba antes de que se hiciera realidad, ya que aún había que cambiar el mundo -y no solo decodificarlo-, hasta arribar a una racional sociedad sin clases sociales, en abundancia y solidaria en el progreso humano.

Esas tres ideas fundamentales, típicamente modernas, tuvieron un inmenso poder de convocatoria. Con distintas interpretaciones, incomprensiones y debates, fueron las que dieron las bases ideológicas al socialismo real. Uno de los modelos de administración de la modernidad y de las modernizaciones, que incluso durante algún tiempo se mostró tan eficiente como el otro modelo: el liberal, individualista y de mercado.

En nuestra ceguera hacia el pasado reciente, solemos olvidar que gran parte de las mentes y sensibilidades más creativas y rebeldes del siglo XIX y XX fueron seducidas por el pensamiento marxiano. Que fue muy intensa la presencia soviética (socialismo real) de los años cincuenta y sesenta del siglo XX con su espectacular crecimiento económico y su enorme poder militar y espacial. A su vez, desde la socialdemocracia, las ideas de Marx impregnaron todas las políticas de los Estados de Bienestar (keynesianismo), enarboladas por la propia modernidad liberal durante gran parte del siglo XX: regulaciones, redistribución social, democratización de la vida social.

Sin embargo, ese mundo ha desaparecido. En su ocaso, la tardo modernidad es administrada por su más antiguo y descarnado rostro: el liberal economicista (neo-liberal), sin sueños, volcado unilateralmente a la misión más íntima de la época: lucrar, maximizar la producción, acumular y ahora también sobre consumir.

Fue la misma desaparición del mundo socialista real la que despejó el horizonte para que reconociéramos en toda su complejidad a una época moderna en la que coexistieron, por un lado, el capitalismo de mercado y, por otro, el capitalismo de Estado, colectivo y burocrático. Cada uno con su respectivo rostro político: el liberalismo y el socialismo.

Una suerte de hermanos rivales, animados por sus diferencias en la manera de organizar y planificar el mercado, en sus lógicas antagónicas ante la propiedad y la redistribución social. Aunque vitalmente unidos por el sueño del progreso, la expansión productiva y la acumulación material, desde una común conciencia antropocéntrica y en ilusión de separatividad con la red de la vida.

Será después de ese reconocimiento cuando se explícita la necesaria reorganización de los nuevos y emergentes conflictos y crisis ambientales, económicas, políticas, sociales y culturales. La desbocada herencia de una modernidad agotada de sentido e incapaz de dar respuesta a los nuevos desafíos, reitero, generados por el propio modo de vida moderno.

De ahí en más, la “modernidad realmente existente” comenzaría a ser vista con su senectud y agotamiento a cuestas por sus inequívocas presiones hacia la insustentabilidad. Aun cuando, desde un ignorante e irresponsable triunfalismo, con fe de carboneros, sus adalides hoy quieren convencernos de su originalidad y solidez.

En cambio, la construcción de una nueva época histórica, cuya realidad es la potente crítica al paradigma social moderno y la emergencia de una postmodernidad históricamente constructivista, es la vitalidad que emerge como el nuevo aire de la historia humana.

El devenir de la historia moderna, en un proceso, adquirió los derroteros ayer imaginados y diseñados por los pensadores modernos. Sin duda, fue poderosa la intuición del poeta Blake: “Imaginación de ayer, evidencia de hoy”. Pero, en la dinámica de ese mismo devenir, el mundo hoy una vez más ha empezado a cambiar cualitativamente (un cambio de época histórica). Claro que ahora animado por la imaginación de otros hombres y mujeres, postmodernos e interpelados por nuevos sueños, nuevas presiones y sufrimientos.

Los actuales desafíos culturales: empatía, legitimidad y respeto en las relaciones interpersonales; la aceptación serena y respetuosa de la diversidad cultural y sexual; el fin del patriarcalismo; las neo espiritualidades, entre otras.

Las actuales presiones ambientales: el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la inminencia de la escasez hídrica, la crisis en los océanos, y así suma y sigue, todas expresiones de la dramática crisis ecológica.

La actual constatación de la inviabilidad del crecimiento económico ilimitado en una biosfera limitada, esto es, la impertinencia del lucro, del productivismo y del consumismo, nos ha llevado a la ineludible pregunta y búsqueda de una nueva forma de organizar la producción y reproducción de la vida real. Desafío necesario si queremos conservar el acoplamiento estructural entre cultura y naturaleza.

La actual crisis de la democracia en los Estados nacionales y la ausencia de una política participativa planetaria, conlleva inéditos desafíos a la responsabilidad en la cosa (res) pública.

Todas ellas, entre otras, son realidades y desafíos nuevos que obviamente ningún pensador moderno, ni siquiera Marx, pudo prever. Estos requieren nuevas ideas y nuevas prácticas. Un nuevo modo de vida sustentable, para el ahora y para las generaciones futuras.

Por lo mismo, Marx, junto a su época histórica, hoy empiezan a ser pasado; pero sin duda, él y el imaginario de su época, permanecerán como una vital memoria en nuestra conciencia histórica.

Gracias a Marx y a la época moderna, hoy sabemos que somos seres preñados de historicidad, seres vivos e históricos. ¿La Historia? Simplemente, auto creación de la humanidad por su praxis (por su cognición-acción, diríase en clave postmoderna).

Gracias a Marx y a la época moderna, tras el sufrimiento causado por la emoción de la separatividad o conciencia enajenada, hoy nos auto-reconocemos en la tensión existencial entre el extrañamiento y la unidad con la naturaleza-red de la vida que somos, de la cual venimos y a la que vamos.

Gracias a Marx y a la época moderna, hoy sabemos que como especie nos hemos escudado en esa soberbia capa protectora que es la cultura, que adviene de la naturaleza-red de la vida y simultáneamente reorganiza a la naturaleza. Esa capa mediadora y protectora, la cultura, es lo único que hemos creado entre la naturaleza y nosotros, que somos también naturaleza. Por eso nuestra cultura es tan terrible y tan bella, que casi imita a la naturaleza, en un acto de unidad y extrañamiento que durante la modernidad nos dio miedo.

Después de Marx y de la época moderna, preguntas inquietantes han quedado suspendidas en nuestra espesura y complejidad vital. ¿Cómo vivir de aquí en más la tan sobrecogedora invitación de Marx a la acción que subvierte la historia, a la praxis que es el conocer y el hacer consciente, sin repetir otra vez la violencia manipuladora y de dominio en que incurrió la racionalidad instrumental moderna?

Marx quería transformar el mundo y Rimbaud quería cambiar la vida. ¿Cómo alejarnos de ellos, pero a la vez cómo iluminarnos con su élan vital? Pues ha sido muy hermosa y seductora la aventura de la auto transformación creativa a la que fuimos invitados.

Desde y con ellos, tras su experiencia, con sus luces y sombras, sabemos que la humanidad precedente camina en nosotros en el presente como Historia. Que la humanidad siempre se ha auto dotado de una búsqueda. Que la ética es un acto de libertad, como un dedo que señala la luna. Que la vida es simplemente el acto en red y en devenir. Y esa sabiduría permanecerá.

 Este texto, re editado, corresponde al subcapítulo (Marx: el último gran moderno) del libro “Epitafio a la Modernidad” (2005) del autor de esta nota homenaje.

www.hernandinamarca.cl

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