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OTRA MIRADA: Los Juegos Olímpicos de Sochi

Sochi, vidriera del poderío ruso

Los Juegos de Putin. Por Guillaume Pitron*, enviado especial

En todas partes, palmeras. Falsas, primero, como esas luces de neón verdes fluorescente en forma de cocoteros inclinados sobre la ruta que une el aeropuerto con el centro urbano de Sochi. Verdaderas, principalmente: dominando el frontón de la ciudad balnearia, forman una delgada cortina vegetal que separa el Mar Negro de los contrafuertes del Cáucaso. “¡Bienvenidos al Paraíso!, se entusiasma Igor Sizov, un habitante de la ciudad. El clima en estas latitudes es uno de los más agradables del mundo, ¡similar al de la Costa Azul francesa!”. Muchos días de sol por año: trescientos. Temperatura promedio: 14,5 grados. Récord de calor: 39,4 grados en julio de 2000... En noviembre, el termómetro sigue marcando 20 grados. Los paseantes deambulan por el puerto comiendo helados o descansan bajo el sol en las playas de pequeñas piedras grises.

Cerca de la frontera abjasia, Sochi contrasta con las imágenes de la taiga subártica, los complejos industriales en los Urales y la retirada napoleónica tradicionalmente asociadas a Rusia. Al punto tal que durante la era soviética, esta estación termal preferida por la clase media, la nomenklatura comunista e incluso Josef Stalin, fue embajadora del éxito socialista. “Durante la Guerra Fría, los occidentales sólo estaban autorizados a viajar a tres ciudades de la URSS: Moscú, San Petersburgo y Sochi”, recuerda Sizov. Desde luego, el bloque comunista se derrumbó hace veintitrés años, pero los símbolos persisten. Y, del 7 al 23 de febrero de 2014, la “capital de verano de Rusia” desempeñará nuevamente su papel de vidriera del país en ocasión de un acontecimiento que, a priori, su clima subtropical no la predisponía en absoluto a recibir: los XXII Juegos Olímpicos (JO) de Invierno.

“Las dos terceras partes del territorio ruso están congeladas bajo el permafrost. ¿Por qué organizar estos Juegos bajo el trópico?”, se pregunta, algo desconcertado, Ivan Nechepurenko, periodista de The Moscow Times. De hecho, a pesar de las apariencias, esta ciudad constituye, muy por encima de las regiones desérticas de los Urales y Altai, la mejor elección posible. Sochi está muy comunicada por la infraestructura de transporte de la región de Krasnodar, y las pistas de esquí de Krasnaia Poliana, a sólo cincuenta kilómetros en las montañas del Cáucaso norte, poseen un nivel de nieve ideal. Se trata también de una elección personal del presidente Vladimir Putin, muy afecto a la ciudad, al punto de haber invertido un capital político considerable para defender la candidatura rusa ante el Comité Olímpico Internacional (COI), entre 2005 y 2007.

Sobre todo, la hazaña técnica que constituye la organización de los primeros JO de la era post-URSS en un marco geográfico excepcional, entre el mar y la montaña, revela, según Nechepurenko, la febril intención de extender las fronteras de lo posible, la búsqueda de lo extraordinario a la medida de las ambiciones hoy alimentadas por el país más grande del mundo. Este orgullo se traduce en el renacimiento de múltiples desafíos geopolíticos: en 2009, los obuses rusos caían sobre Georgia, a la que Sochi perteneció en otros tiempos; los yihadistas del Cáucaso juraron sabotear la fiesta. Y en una obra descomunal: mientras que los Juegos de Invierno de Vancouver, en 2010, realizados bajo el signo del desarrollo sustentable y la minimización de la huella del hombre en el medio ambiente, habían costado “apenas” 1.400 millones de euros, los de Sochi se anuncian como los más caros jamás organizados. “Los costos ya ascienden a 51.000 millones de dólares (aproximadamente 37.000 millones de euros), señala la analista política Maria Lipman. Y si contáramos con un estudio independiente, podrían incluso resultar mucho más altos”.

Una modernización acelerada

Al final de una ruta en zigzag frecuentada por camiones, vehículos militares y algunas vacas extraviadas, surge la ciudad olímpica de Krasnaia Poliana (“el claro rojo” en ruso), a seiscientos metros de altitud, en medio de una nube de polvo. Difícil de creer, al observar las grúas y camiones que operan frente a los andamios, que la construcción de diecinueve mil habitaciones estará terminada en menos de cien días. En cambio, Rosa Jutor, una de las cuatro estaciones de esquí comunicadas con la ciudad de Krasnaia Poliana, está lista. Entregado con llaves en mano por el holding Interros –propiedad del magnate del níquel Vladimir Potanin– el centro alpino recibirá especialmente las pruebas de Súper G (Súper Gigante) y de Combinado nórdico. Su director ejecutivo, Alexander Belokobylski, recluido en una de las oficinas de la ciudad aún fantasma, está “orgulloso de mostrar al mundo la cara más bella de Rusia”, la de una nación capaz de construir en cinco años en el Cáucaso el equivalente a la infraestructura desarrollada en medio siglo en los Alpes franceses. Las competencias de patinaje, hockey o curling, en cambio, se realizarán en el parque olímpico ubicado a orillas del mar, a menos de cincuenta kilómetros. “Todo está listo, se están dando los últimos retoques”, asegura la guía de la empresa Olympstroy, directora de la obra, detallando las características de los seis estadios climatizados, con una capacidad total de setenta mil localidades, dispuestos en círculo alrededor de un anillo central. Y esto no es todo: viviendas, rutas, vías férreas, red eléctrica, alcantarillas...

Desde la designación de Sochi por el COI, en julio de 2007, cuatrocientas obras fueron realizadas por más de trescientas empresas que emplean, en el momento más fuerte de su actividad, hasta setenta y cinco mil obreros reclutados en todas las regiones del país y sus antiguos satélites. Las obras se demoraron, pero qué importa: las autoridades anunciaron la contratación de siete mil obreros más, provenientes de Daguestán y Chechenia, para cumplir en tiempo y forma con los compromisos de Rusia.

A la cabeza de este proyecto: Putin. Producto de su antigüedad al frente del Estado (1), podrá enorgullecerse de haber dirigido a la vez la preparación de los JO, asistido a su desarrollo y obtenido los beneficios políticos ligados a ello. Supervisa personalmente el avance de los trabajos. Son numerosas las visitas del presidente a los sitios olímpicos, a tal punto que, estos últimos meses, habría pasado más tiempo en su residencia oficial de Bocharov Ruchei, situada en los alrededores de Sochi, que en el Kremlin...

Su método: la reconstitución, a nivel local, de la “vertical del poder”, es decir, la reafirmación de la autoridad central del Estado, reducida a la nada tras la caída del comunismo. A la medida de las obras, las características de un Estado fuerte –incluso autoritario– están presentes en todas partes. Las sumas gastadas provienen ante todo del maná petrolero, fruto de la renacionalización de la compañía Yukos, en 2004, y de la puesta en vereda de los oligarcas, empezando por su propietario, Mijail Jodorkovski, encarcelado en 2004 e indultado en diciembre pasado.

Actualmente sometidos al poder político, Potanin y Oleg Deripaska fueron obligados a invertir a pérdida en la construcción de las estaciones de Rosa Jutor y Krasnaia Poliana. Los responsables locales que no se adecuaron al pliego de condiciones cayeron en desgracia, como Ajmed Bilalov, ex vicepresidente del Comité Olímpico Ruso, destituido en febrero de 2013 debido al retraso en la construcción del sitio de salto de esquí, y hoy refugiado en Alemania... En cuanto a los medios de comunicación, están estrechamente vigilados: “¡Hasta el terremoto de magnitud 5,6 ocurrido recientemente a ciento cincuenta kilómetros de Sochi fue completamente silenciado por la prensa! –se burla Alexander Valov, fundador del Blog Sochi, uno de los pocos medios de información independientes–. Criticar los JO es tabú”. “Los Juegos simbolizan ya la herencia de Putin”, confirma Nechepurenko: una combinación de firmeza y centralismo que continúa asegurando al presidente de la Federación de Rusia una sólida popularidad ante su electorado. Ahora bien, esta firmeza sólo es comparable con el caos generado por la modernización a marcha forzada de Sochi. Desde luego, la estación balnearia padecía una grave falta de infraestructura: “Los trabajos fueron para nosotros muy beneficiosos”, se alegra Sizov, quien recuerda “los reiterados cortes de luz, el transporte público precario y el aeropuerto construido con tablones de madera terciada”. Pero transformar a toda prisa una apacible ciudad en centro balneario acarrea también una serie de efectos secundarios... La creciente notoriedad de Sochi atrajo a una sarta de promotores inmobiliarios, y las decenas de rascacielos recientemente levantados tienen menos intención de alojar a los espectadores esperados durante los JO que de ser revendidos al mejor precio una vez que termine la fiesta.

Consecuencia, el paseo marítimo fue totalmente desfigurado: “La única estación balnearia de Rusia va camino al suicidio”, se indigna la representante comunista electa Ludmila Shestak. Y con razón: aprobado en 2009 y ratificado por el COI, el nuevo plan de urbanismo, que prohibía particularmente la construcción de inmuebles de más de tres pisos, no vio la luz. Financieramente interesados en las ganancias de los promotores, se dice, “los ediles acordaron excepciones sistemáticas a los proyectos de rascacielos de veinte pisos y más. Al punto tal que hoy la excepción se convirtió en regla”, se lamenta la arquitecta Olga Kozinskaya, quien, frente al desorden, renunció en 2011 a la comisión municipal encargada de aplicar el plan de urbanismo.

Cientos de construcciones sin permiso, corrupción endémica que representaría, según el opositor Boris Nemtsov, hasta 22.000 millones de euros por el conjunto de las obras: un clima de anarquía e impunidad pudo más que el alma de Sochi, “metamorfoseada en menos que canta un gallo en una jungla de cemento”, constata Valov. “Rusia sigue sufriendo los contragolpes del caos de los años 1990, y la desfiguración de Sochi es su mejor símbolo”, estima Kozinskaya. Para la arquitecta, los Juegos no deberían realizarse nunca tan prematuramente en la historia de la Rusia poscomunista: “Como observará, nuestro Estado no tuvo tiempo de reconstruirse”. Una opinión que comparte Semen Simonov, responsable de la delegación local de la organización no gubernamental (ONG) Memorial. Según él, las condiciones de trabajo de los obreros que no son de nacionalidad rusa –es decir, la tercera parte de éstos– reflejan la confusión existente en la continuación de las obras. “Estoy a punto de enviar al fiscal una lista de setecientos cuatro empleados que no cobran desde marzo de 2013”, declara entre las cuatro paredes de su pequeña y sobria oficina. En su mira, varias constructoras rusas y turcas, que utilizan métodos dudosos: “Contratan empleados temporarios extranjeros sin otorgarles permisos de trabajo, y luego amenazan con denunciarlos a las autoridades”. Víctimas de esta extorsión, los trabajadores temporarios uzbecos, que constituyen la mayoría de los dieciséis mil trabajadores no rusos, perciben salarios miserables que rondan un dólar por hora. Y para sus colegas que aún reclaman lo que se les debe, la complejidad de las subcontratistas impide casi siempre el éxito de los reclamos. “Por lo que se ve, Olympstroy no quiere saber nada de lo que sucede en los escalones inferiores”, se indigna Simonov, para quien este “caos organizado” responde a una lógica que funciona muy bien: “hacer trabajar a la mayor cantidad de gente, con el menor costo posible y en los plazos más cortos”.

En la delegación moscovita de Human Rights Watch están disgustados: “Por más reprochables que sean, tales procedimientos no igualan los abusos que denunciamos durante los JO de Pekín, en 2008”, dice Yulia Gorbunova, miembro de la ONG. Del mismo modo, en comparación con los millones de desplazados de la capital china, las dos mil familias rusas alojadas, en condiciones que Gorbunova considera en su conjunto satisfactorias, reflejan una preocupación por intervenir de las autoridades. Pero, por lo demás, los habitantes de Sochi sólo tuvieron derecho a callarse, relegados al rango de extras en esta gran comedia del poder. “Hubo demasiadas mentiras, demasiadas decisiones forzadas”, se lamenta Vladimir Kimaev, miembro de la asociación Environmental Watch on North Caucasus, enumerando las violaciones sistemáticas a las reglamentaciones ambientales comprobadas desde el comienzo de las obras.

Una vez que termine la ceremonia de clausura, las consideraciones económicas se impondrán con mayor fuerza. “El ejecutivo quiere capitalizar la infraestructura deportiva para convertir a Sochi en un área recreativa en el sur de Rusia”, asegura Andrei Mujin, director general del Centro de Información Política. Con sus pistas de esquí de categoría mundial, su circuito de Fórmula 1 listo para recibir un primer Grand Prix en octubre de 2014 y sus parques de atracciones, a imagen del Sochi Park, réplica de Disneylandia instalada a dos pasos de los estadios olímpicos, la capital de verano se imagina como centro de esparcimiento, susceptible de seducir a los veraneantes provenientes de Rusia, Asia y Europa. Recientemente designado por Putin, al nuevo ministro de obras y servicios públicos, Mijail Men, le asignaron además la tarea de otorgarle viabilidad económica a la zona.

Porque es preciso señalar que hasta el momento no se elaboró realmente ninguna estrategia de rentabilidad a largo plazo. “Los dos millones de turistas que se esperan cada año no bastarán para rentabilizar la infraestructura”, vaticina ya Dimitry Bogdanov, gerente de un complejo hotelero e influyente hombre de negocios en Sochi. A lo que se suman las perspectivas económicas decepcionantes del país, poco propicias para el aumento del poder adquisitivo de la clase media. Atenazada entre una demanda local no demasiado rica como para pasar sus vacaciones en el Mar Negro y veraneantes extranjeros lo suficientemente adinerados como para preferir las costas turcas o francesas, Sochi, símbolo del poder ruso, podría resultar un abismo económico.

1. Putin fue jefe del gobierno ruso en 1999 y 2000, presidente de la Federación de Rusia entre 2000 y 2008, y nuevamente jefe del gobierno entre 2008 y 2012, bajo la presidencia de Dimitri Medvedev. Desde mayo de 2012, es una vez más presidente.

*Periodista.

Traducción: Gustavo Recalde


Geopolítica del salto en esquí

Al preguntarle a un encargado de obra que trabaja en las sedes olímpicas acerca de la cuestión del respeto de los derechos humanos y las reglamentaciones medioambientales, nos responde con una mirada incrédula: el tema parece fuera de lugar. En esencia responde que, si hubiera sido necesario empezar por erradicar la corrupción sistémica y consultar a la gente por cada decisión administrativa, hoy las bases de la pista de patinaje apenas estarían secas. “¡El Comité Internacional Olímpico paralizó cualquier iniciativa democrática al garantizar la realización de trabajos monumentales en un tiempo récord! –confirma Fedor Lukianov, jefe de redacción de la revista de la diplomacia rusa Global Affairs–. Por lo tanto, lo que en esencia sucede en Sochi, en ningún caso podría constituir un test para el Estado de derecho en nuestro país”.

¡Qué importan las críticas! El respeto de los compromisos asumidos por el país permitió al presidente Vladimir Putin ganar una simbólica primera batalla. Rusia consolida su estatus de Estado próspero y estructurado, en una escenificación fuertemente contrastante con la humillación originada en su fracaso dos décadas antes. La destrucción de las instituciones y los servicios públicos que impulsó Occidente, la depredación de los oligarcas con sus privatizaciones, el derrumbe de la producción –una baja del 40% entre 1991 y 1998– habían generalizado una impresión de desmantelamiento. Que en especial se traducía en la convicción de que la nación ya no tendría la capacidad de organizar una competencia internacional.

Por lo tanto, en este mes de febrero de 2014, se intensificará el orgullo de ver ingresar la llama olímpica en el recinto del Fisht Stadium en Sochi. “Con la glasnost [transparencia] y el pasaje del modelo colectivista a la economía de mercado, el Estado ruso atravesó períodos revolucionarios bajo Mijail Gorbachov, luego Boris Yeltsin, a los cuales debe suceder un período de estabilidad –expone el analista político Konstantin von Eggert–. Y es precisamente Putin y los Juegos de Sochi los que encarnan dicha estabilidad”.

El símbolo que proyectan los Juegos es también el de un Estado con la soberanía reafirmada. El entierro del proyecto soviético tuvo como corolario la pérdida de influencia de Rusia sobre sus antiguos satélites. Un traumatismo agravado por el separatismo checheno, después por las “revoluciones de colores” que afectaron Georgia en 2003, Ucrania en 2004, Kirguistán en 2005… La victoriosa campaña militar de agosto de 2008 contra Georgia, que la población vivió como un conflicto por procuración contra Estados Unidos, ya había permitido izar de nuevo la bandera. En 2014, la reafirmación de la presencia rusa en esa región insumisa reviste una dimensión geopolítica que ilustra el recorrido de la llama olímpica: deberá exhibirse en el polo Norte, en el espacio y hasta en la isla de Sajalín, teatro de una disputa territorial con Japón.

“Esta ostentación de soberanía muestra hasta qué punto Putin se identifica, tras la estela de Iván el Terrible, con un gran reunificador del pueblo ruso”, analiza Sergei Medvedev, profesor de Política Internacional en la Escuela Superior de Economía de Moscú (HSE). El hecho de que la antorcha termine su periplo en Sochi corresponde, también, a una intención simbólica precisa: teatralizar el control de una región presa de los sobresaltos de las luchas armadas en el Cáucaso. Mientras que los atentados que se produjeron en el subterráneo de Moscú en marzo de 2010 (treinta y nueve muertos) y en el aeropuerto Domodedovo en enero de 2011 (treinta y seis muertos), reivindicados por el jefe rebelde checheno y fundador del Emirato del Cáucaso, Doku Umarov, dejaron profundas cicatrices, la celebración de los Juegos acredita la imagen de un país seguro, capaz de garantizar la inviolabilidad de su territorio. Una apuesta tanto más riesgosa cuanto que en julio de 2013 Umarov llamó a “impedir por cualquier medio” la celebración de los Juegos, y que a fines de diciembre dos atentados suicidas en la ciudad de Volgogrado, en el Cáucaso Norte, provocaron treinta y tres muertes…

“¡Sochi no son Juegos, es una psicoterapia!”, jura Alexei Mukhin, al volante de su 4x4 lanzada a toda velocidad por las amplias avenidas de la capital. Para el director general del Centro de Información Política, el paso de Rusia a la órbita occidental aniquiló las especificidades del Estado ruso, “al punto de que hoy ya no sabemos más quiénes somos”.

En efecto, los Juegos Olímpicos tendrán lugar en plena interrogación de Rusia sobre su identidad. “Somos un país joven en el que, desde 1991, todo es nuevo: la composición étnica, la organización política, las bases económicas, la Constitución… Para los rusos, eso implica definir los contornos de una nueva identidad que no sea comunista, y eso es difícil”, explica von Eggert. A lo que se agrega tanto una nostalgia latente del Imperio como un sentimiento de excepcionalidad especialmente vívido. Todos esos elementos forman un terreno propicio al resurgimiento de un nacionalismo del cual el Presidente se considera el heraldo, tras su reelección a la cabeza del país en marzo de 2012.

“Desde el principio Putin fue el gran sanador de las heridas nacionales, capaz de reconstituir la estructura del Estado. Luego quiso convertirse en el gran modernizador. Esta secuencia terminó en un fracaso, dado que la presidencia de Dimitri Medvedev, de 2008 a 2012, no produjo la esperada apertura democrática. Actualmente, Putin emerge como un dirigente nacional, ampliamente apoyado por la opinión pública”, observa Andrei Melvi, profesor en la HSE. Una estrategia que demuestra el fortalecimiento de un discurso que celebra con agrado la singularidad del modelo y de la identidad rusa. Melvi señala que “es un verdadero fenómeno político. Y los Juegos de Sochi participan de esta tendencia”.

En efecto, en ese contexto las XXII Olimpíadas de Invierno constituirán la ocasión ideal para transmitir un mensaje: el retorno de la “Gran Rusia”, una nación recomendable (de allí, la gracia acordada en diciembre al oligarca Mijail Jodorkovski y la amnistía a las dos Pussy Riot, Nadejda Tolokonnikova y Maria Alekhina), próspera e influyente, en un mundo que Putin, en su discurso de Munich en 2007, calificó de “multipolar”. A diferencia de China, que tras los JO de 2008 se ha mantenido apartada de los asuntos del mundo, Rusia prefiere ser protagonista en el concierto de las naciones, ofreciendo una alternativa creíble al liderazgo estadounidense y más generalmente occidental.

Desde 2008, muchas veces la diplomacia rusa manifestó su voluntad de rivalizar: la guerra relámpago contra Georgia en 2008; los progresos en el proyecto del gasoducto ruso-italiano South Stream (que bordea Ucrania) a expensas de su competidor Nabucco, apoyado por la Unión Europea y Estados Unidos; el éxito de la renegociación sobre la energía nuclear iraní en noviembre de 2013, fruto de un intenso lobby de Putin destinado a promover el diálogo, más que a emplear la fuerza; la resolución de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) acerca de la destrucción del arsenal químico sirio (1) y, más reciente aún, la firma de acuerdos económicos de Ucrania con Moscú, en lugar de una asociación con Bruselas (2).

En tanto elemento primordial de la matriz nacional desde la era comunista, el deporte también sirve a este objetivo: “Los Juegos perpetúan esa idea de grandeza asociada a los dos Imperios –la dinastía de los Romanov y el sovietismo– que conformaron la identidad del país”, analiza von Eggert. Nexo entre un pasado magnificado y un futuro que se espera brillante, el deporte prolonga la escritura del relato nacional a fuerza de gastos suntuarios.

Si se desarrollan sin incidentes y si los atletas rusos se distinguen por sus buenos rendimientos, estos juegos permitirán que Putin aumente su prestigio en la escena política interior. “Constituirá una brillante victoria personal para él, que intenta dejar en la historia la huella de un jefe de Estado capaz de llevar a cabo la transición de la Rusia postcomunista hacia la modernidad”, indica Arnaud Dubien, director del Observatorio Franco-Ruso en Moscú. Pero muchos observadores predicen que es un respiro momentáneo, porque en el horizonte se multiplican los desafíos: una popularidad en descenso (“sólo” el 60% de imagen positiva, contra el 80% en 2008), la necesidad de abrir el país a la inmigración profesional a pesar de una opinión pública reticente, la pacificación de Daguestán, víctima del terrorismo islamista así como de una feroz represión y, sobre todo, un decepcionante crecimiento anual, que en 2013 el Ministerio de Finanzas estimó en apenas 1,4% y en alrededor de 2,5% hasta 2030. Estas previsiones se explican por la disminución de las inversiones extranjeras y la debilidad del comercio exterior, acentuadas por un claro descenso demográfico: con una población de 148.700.000 personas en 1991, en 2013 Rusia apenas cuenta con 142.500.000 habitantes. Cifra que todavía podría descender a 128.000.000 de aquí a 2030 (3).

Dichas consideraciones poco disminuyen el deseo de Putin de proseguir con su política de renovación de las infraestructuras del país, particularmente subdesarrolladas, multiplicando los compromisos internacionales. “Desde la celebración en 2003 del tricentenario de San Petersburgo, todos los principales eventos constituyeron un pretexto para el desarrollo de Rusia”, observa Lukianov. El concurso en 2009 de Eurovisión en Moscú, la 24º Cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico en Vladivostok en 2012, la cumbre del G20 en San Petersburgo en 2013, los campeonatos del mundo de natación en Kazan en 2015 y, por supuesto, la Copa Mundial de Fútbol en 2018, durante la cual los partidos tendrán lugar en una decena de ciudades –entre ellas Sochi, Kaliningrado, Moscú y Volgogrado–: otros tantos pretextos para desarrollar un territorio vasto como treinta y tres veces Francia. Y, naturalmente, “se hace empleando el método ruso: en Sochi como en todas partes, los trabajos tienen que realizarse por todos los medios, a cualquier precio”, se lamenta Nicolai Petrov, investigador en el Centro Carnegie de Moscú. Ahora bien, este Estado de urgencia permanente creado en torno a las obras estratégicas –lo que excluye de hecho cualquier posibilidad de gobierno democrático– “da origen a megaproyectos que nadie necesita –se indigna Lilia Shevtsova, politóloga en el Centro Carnegie–. Son otros tantos “pueblos Potemkin” [aldeas inexistentes] que agravan los riesgos de derrumbe del país”. Dado que las debilidades estructurales siguen siendo flagrantes: una economía extremadamente dependiente de los hidrocarburos, especializaciones industriales heredadas del complejo militar-industrial soviético (armamento, metalurgia, espacial), un sector bancario subdimensionado…

Detrás de ese refuerzo de las infraestructuras, hay una estrategia precisa: el mantenimiento de una presencia en las márgenes del ex imperio, en el flanco asiático (Vladivostok) frente al competidor japonés y al rival chino, en el ala occidental (Kaliningrado) para contrarrestar la extensión de la Unión Europea, a las puertas del Cáucaso (Sochi) para sustituir con desarrollo económico las tensiones irredentistas. En definitiva, según Natalia Zubarevich, investigadora del Instituto Independiente de Política Social, “todo es cuestión de seguridad nacional, una prioridad a la cual están más que nunca ligados los servicios de inteligencia rusos”.

Si todo va bien, la interpretación que se hará del éxito olímpico es bastante previsible. Los sostenedores del presidente Putin –las clases medias que trabajan en los sectores de economía planificada, los burócratas y las elites regionales– verán allí una bienvenida consolidación del Estado de la que dependen sus fuentes de ingresos.

Los detractores del régimen –las clases altas concentradas en las grandes ciudades y los medios de comunicación occidentales, de sobra aliados a su causa– que critican el giro autocrático y la incapacidad del Estado para diversificar su economía, reafirmarán su visión de un país que, como un coloso con pies de barro, siembra a orillas del mar Negro los gérmenes de su ineludible decadencia. Por último, para los habitantes de Sochi, habrá cambiado todo… y nada a la vez: los embotellamientos que causa el frecuente paso de la comitiva presidencial en la ciudad balnearia, el clima tipo Costa Azul y, por supuesto, el susurro del viento que incansablemente acaricia, en el frente marino, las sedosas hojas de las palmeras.

G. P.


Notas :

1. Jacques Lévesque, “Rusia regresa a la escena internacional”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2013.

2. “L’Ukraine se dérobe à l’orbite européenne”, Le Monde diplomatique, diciembre de 2013.

3. Philippe Descamps, “Rusia enfrenta el vacío”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, octubre de 2011.

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