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Peruanos y bolivianos: los balazos y las imágenes desde Chile. Por Damir Galaz-Mandakovic

PERUANOS Y BOLIVIANOS: LOS BALAZOS E IMÁGENES DESDE CHILE

La Haya y su tribunal no sólo trae a colación temas pendientes y tensos derivados de una guerra del capitalismo minero iniciada en 1879, sino que también reaparecen los relatos sobre una otredad erigida desde el racismo chileno, desde una imaginación que nos construye supuestamente como “blancos”, como “no indios”.

Gracias a las redes sociales podemos atestiguar una gran cantidad de memes, dibujos, caricaturas, chistes o comentarios crueles contra los bolivianos y peruanos, los cuales dan muestra de infantilización, racismo, sentimientos de superioridad y de una eterna ridiculización hacia los vecinos.

Pero esto, no es nuevo. Las paredes y muros virtuales nos remiten seguidamente a esta “imaginada superioridad”.

¿Qué diferencia puede existir entre un rayado realizado en una pared de una casa en 1926 y otro rayado perpetrado en el año 2013? El primero marca una cruz en una casa de Tacna cuando esta ciudad estaba bajo el dominio de Chile, y el segundo rayado realizado en Santiago dice: “Odio a los peruanos de mierda”. El primero realizado por las Ligas Patrióticas en el escenario de la disputa entre Chile y Perú en cuanto a la posesión de Tacna y Arica. ¿Acaso no dicen lo mismo? ¿En qué hemos avanzado?

En una escena parecida: ¿por qué algunos deportistas siguen usando vestimenta correspondiente a Guerra del Pacífico para resaltar cierta virilidad? o ¿Por qué en Chile un preso boliviano es distinto a cualquier otro tipo de preso?. Recordemos el caso de los soldados que atravesaron involuntariamente la frontera en enero del 2013, siendo apresados, generando todo un revuelo comunicacional y tensión entre Chile y Bolivia.

Asimismo, sigue llamando la atención los ingentes gastos de dinero para instalar millonarias banderas con soldados disfrazados a la usanza de la guerra del 1879. O lo popular que pueden resultar los comentarios en Facebook y twitter que llaman a expulsar a los bolivianos, peruanos y también colombianos. O políticos que en programas de televisión, además de ridiculizar a los peruanos y bolivianos en cuanto a que habrían “inventado un caso en La Haya”, constantemente cuestionan a los gobiernos chilenos por no tener una “capacidad disuasiva militar” para resolver esas demandas.

Durante el mes de mayo seremos testigos en las escuela públicas de Chile cómo nuestros niños son disfrazados de marinos y juegan a matar a peruanos y recrean la violencia de una guerra. ¿En qué medida la escuela reproduce la violencia y la normaliza o naturaliza en los niños como algo que es legítimo o válido? ¿Por qué es un orgullo para algunos padres vestir como soldados a sus hijas? ¿A qué se puede atribuir a que algunos humoristas chilenos siempre sacan a colación al “peruanito” o al “bolivianito” en sus chistes, ridiculizando en base a estereotipos y prejuicios.

La idea del Chile blanco no surge en el vacío, sino que está basado en la historia militar nacional, en donde se sacralizan una serie de procesos considerados como históricos, pero que a la postre han constituido una serie de imágenes basadas en mitologías. Una muestra de ello es la publicación de la obra Historia del Ejército de Chile 1603-1952 publicada en nueve tomos entre los años 1980 y 1985 por orden de Augusto Pinochet. En este relato que oficializa y monopoliza la historia militar de Chile, se establecen metáforas y símbolos que buscan visualizar y organizar el conjunto de la relaciones con los otros a través de una retórica que busca convencer, emocional y racionalmente en nombre de una supuesta tradición histórica. En ese contexto, prevalece la concepción de la historia con un motor, y ese motor sería la raza blanquecina chilena. Mito biológico que remite a la supuesta mezcla entre mapuche, conquistadores y encomenderos. Mezcla que, fruto de la guerra, habría dado paso al espíritu de raza, a la “virtud militar:” unión, solidaridad, orden, disciplina, entonces: la nación.

Bajo este raciocinio, el indio sería extinto por efecto del hambre, la guerra, epidemias y el trabajo. El pueblo chileno habría tenido la “suerte” de ser colonizado por los españoles, dando paso a la “mezcla” que dio pie a la “virilidad”, “liderazgo”, “energía” y “superioridad” del chileno.

Esta narración instala la creación del Ejército de Chile en épocas de la colonia española, institucionalización que sería simultanea a la creación de la “raza chilena” en conjunto con el apogeo del latifundio colonial y la expansión del catolicismo. Esta formación en simultaneidad supera en antigüedad a la edad del Estado chileno, por tal razón se autovalída como institución que debe velar por la salud de su hijo: el Estado. Situación que explicaría las guerras y la decena de intervenciones contra los obreros y políticos que “desestabilizaban la nación”.

Este tipo de relatos apoyados en consideraciones teóricas racistas del siglo XIX, positivismo y catolicismo, ve a la Guerra del Pacífico como un proceso que racializa las relaciones entre Chile, Perú y Bolivia: el ejército nacional, intervenido y financiado por empresarios salitreros ingleses y chilenos, necesitó una retórica basada en percepciones subjetivas constituyendo verdaderos artefactos culturales que buscaban destruir al otro –peruanos y bolivianos- en su moralidad. Artefactos que fueron útiles para otorgar sentido patriótico a una guerra que en la práctica era impropia. La deslegitimación del otro desde el punto de vista racial, fue el artificio principal.

Los infinitos poemarios, canciones y artículos en diarios y revistas durante la guerra, dan muestra de un país “civilizado” y no indígena. La indigenización del otro, del peruano y boliviano, fue vital para engrosar las filas y darle un sentido épico, nacionalista y moral a una guerra económica.

Estas retóricas eran leídas en Perú y Bolivia, desde la bestialidad y barbarismo del Roto. Por su parte los chilenos emitían estos artefactos retóricos desde una sociedad que exhibía una supuesta “agencia del progreso”, desde la disciplina y sentido de patria. No obstante, el piso que intentaba sustentar esta poética de la guerra era el Darwinismo, el organicismo spenceriano, el positivismo, el racismo científico y la oposición entre mestizaje y purismo de raza.

Entonces, no es casual que los libros más exitosos en la primera mitad del siglo XX conciban estas retóricas y sacralicen etnicamente al Roto chileno. Entre los autores más difundidos están: Francisco Encina que publicó Historia de Chile (1940-1952), Nicolás Palacios con su libro Raza Chilena (1904), Roberto Hernández con la obra El Roto Chileno (1929), Luis Durand y su libro Presencia de Chile (1942) y finalmente Oreste Plat con el libro Epopeya del Roto Chileno (1957).

El resultado de la guerra dio paso a un proceso de colonización por parte de Chile hacia los territorios incorporados en el norte, un proceso que es conocido en la historiografía como Chilenización.

Son varios los ejes de este proceso, el primero de ellos remite al nuevo rol que tendría la escuela pública: llegan nuevos profesores, surge la enseñanza de una nueva historia, nueva geografía, nuevas canciones, la militarización y prusianización a través del acto del día lunes, las bandas de guerra, el izamiento de la bandera, etc. Del mismo modo la militarización de la frontera dio paso a la aduanización para controlar las circulaciones de los pobladores que poseían dinámicas preguerra. Otro cambio violento que sufren los pueblos incorporados a Chile hace mención al cambio de nombre de la calles: todas recordatorias de la guerra y sus héroes, usualmente acompañadas de bustos y monumentos que recuerdan la beligerancia.

Asimismo, gran parte de las ciudades que poseían antecedentes prehispánicos, coloniales o eran fruto de la impronta boliviana o peruana, pasan a ser refundadas: Arica celebra como aniversario fundacional el 7 de junio de 1880, Iquique celebra la instauración del primer municipio en noviembre que, en conjunto con el 21 de mayo, da la impresión que tienen dos aniversarios. Calama celebra como su aniversario el 23 de marzo, día en que Bolivia pierde su acceso al mar, Antofagasta celebra el 14 de febrero de 1879, día del desembarco de las tropas, Mejillones celebra el 8 de octubre día del combate de Angamos.

A todo este proceso, se suma la catolización de los pueblos de la precordillera, siendo los curas verdaderos soldados, y la hegemonía que adquiere la otrora Virgen de la Tirana, que después de la Guerra del Pacífico pasó a ser mencionada como Virgen del Carmen, la ya mencionada como Patrona del Ejército de Chile. Que además de instaurar una sola fecha de celebración, el 16 de julio, se le modificó la vestimenta, instalándose una banda tricolor chilena, a la usanza de los presidentes de la república.

Paradójicamente, en este proceso de nacionalización de los territorios, comienza a darse un proceso inverso, de desnacionalización, ejercido por grupos económicos foráneos, financistas de la guerra, que traen aparejado procesos inmigratorios europeos. Por un lado existía una xenofobia, una repulsión hacia lo foráneos, en especial, hacia lo “peruano” y “boliviano”, al mismo tiempo comienza un proceso de filoxenia, es decir de un amor al extranjero, mucho más si era blanco, rubio y empresario.

Basta mirar quiénes serían los dueños de las salitreras en el periodo posbélico, y veremos que predominaban los intereses ingleses y alemanes. Este escenario dio paso a una atracción, a una escena centrípeta para otros colectivos: comienzan a llegar yugoslavos, franceses, alemanes, italianos, españoles, griegos. Colectivos que lograron participar fuertemente en las dinámicas económicas del nuevo norte de Chile, constituyéndose en la elite, estructurando una economía de enclave, centrada en la extracción y en un capitalismo mercantil. Estos grupos contaron con todas las facilidades para desenvolverse.

Este devenir, marcado por la dicotomía, entre xenofobia y filoxenia eurocéntrica, opera entre “blancos” e “indios”, entre las nociones de civilización y barbarie.

En los estertores del siglo XX, Chile evidencia procesos inmigratorios intracontinentales, se atestigua una inmigración latina en un contexto de neoliberalización de la economía. Este proceso ha estado marcado por una renovación de la xenofobia, pero ésta vez mirando desde la higienización del espacio y la calle, tal como ocurre en Arica, Iquique, Calama, Tocopilla y Antofagasta.

En las citadas ciudades han surgido modos de incorporación de la población migrante a través de economías étnicas, redundando en la ocupación del espacio público. Esto da pie a cierto imaginario de “lo peruano” y de lo que sería también “lo boliviano”. En especial, economías étnicas caracterizadas por el comercio ambulante, restaurantes, la venta de comida en paseos, y otros trabajos considerados informales.

La xenofobia y repulsión al inmigrante boliviano y peruano se articula como retórica desde el supuesto perjuicio sanitario de dichas prácticas. Entonces, la salubridad e higiene surge como dispositivo persuasivo que sirve como un organizador de la diferencia entre poblaciones, como indicador de las mismas, la higiene como agente estigmatizador de espacios y colectivos ocupantes.

Esta situación nos trae los magros recuerdos de las relaciones coloniales que se establecieron en ciudades de Asia y África, en donde variadas ciudades argumentaron desde la higiene para la configuración del apartheid.

Lo que ocurre en Chile ha derivado también en cierta retórica del inmigrante, quien se autocoloniza y reproduce los discursos diferenciadores, asumiendo como reales los discursos estigmatizadores por parte de los chilenos. Esto se ejemplifica a través indicar las diferencias y jerarquización interna en Perú y en Bolivia, exhibiendo los regionalismos de la inmigración y discursos de clases. Muchos peruanos se discriminan entre ellos indicando si acaso son cholos, serranos, costeños, charapos, mazamorreros; en el caso boliviano si acaso son cambas o collas.

La ocupación del espacio público da paso a la criminalización, en donde la prensa escrita es un buen aliado reproduciendo ciertos “saberes médicos” mezclándolo con alarmismo.

La estigmatización producida hacia la morenización de la inmigración, nos remite a la misma expresión de la narrativa militar, siendo éste un discurso poderoso en su violencia que naturaliza y normaliza los relatos racistas. El militarismo de Chile construye una dialéctica en su historia, crea un lenguaje simbólico que es una cárcel, que está preso de categorías arcaicas y regresiones conceptuales, por tal posee una dimensión cadavérica. Este mismo relato se expande en la escuela, la televisión, los políticos, los medios de comunicación, etc.

La historia oficial de Chile es una historia mitológica, un monólogo, no posee dinámica y se plantea como una historia sagrada que no incorpora a los otros. Es un monumento del etnocentrismo y nacionalismo que se ejerce con la persuasión, coerción y fuerza.

Al reproducir esos discursos, la escuela pública y la población nacional se transforma en ventrílocua, porque está hablando por otro: es el militarismo en realidad el que está parlamentando.

Surge la necesidad de un nuevo trato, sobre la necesidad de superación de los metarrelatos y reivindicar al sujeto, en cuanto biografía que cruza los campos sociales del norte de Chile, sur peruano y occidente boliviano.

Igualmente, es necesaria la critica a los políticos que hiperbolizan los problemas limítrofes en conjunto con los medios de comunicación: lo ficticio y la exageración se constituyen como realidad hegemonizando la satanización del otro.

De mismo modo, los prejuicios, estereotipos e imaginaciones del otro redundan en corporalidades que se tensionan, en cuanto a la aduanización que comprende al otro y su cuerpo como amenaza y sospecha en espacios antropológicamente densos y más antiguos que la línea fronteriza que marcan los Estados. He allí, los cuerpos que se desplazan como victimas de la biopolítica trinacional de frontera.

En esa escena de clausura y vigilancia fronteriza, como herencia y validación de una guerra de capitalismo minero, los nortinos viven en tensión cartográfica, perviven, entonces, las porosidades de la frontera expresadas en la capacidad de agencia de los sujetos que se desplazan, migran, comercian, con-viven, se aman, trabajan, en un misma región en común. Esto da pie a dispersiones y a un contraste en la consideración de la lógica estatal por parte de los pobladores que, a través de sus prácticas cotidianas intentan romper el paradigma estadual.

La trashumancia del consumo y del trabajo son evidencias de estas reconstrucciones temporales o estacionarias de los propios espacios con memoria de dinámicas prechilena, preperuano y preboliviana.

Sin embargo, los cuerpos en tránsito intentan ser estatizados para controlar sus movimientos. Surgiendo la catalogación e identificación con lo nacional: peruano, boliviano o chileno. Ser “peruano” “chileno” o “boliviano” opera como si fuese una categoría que totaliza de forma monódica al sujeto, como una palabra mágica que lo anula, ejerciéndose una borradura con su biografía, singularidad, nombre, deseos, sueños, proyectos, etc.

Es urgente revalorizar la recomposición de nuestras relaciones vecinales superando los vilipendios institucionalizados, reivindicar el diálogo del sujeto ante los militarismos y chovinismos con sus infinitos monólogos de la violencia xenófoba. Dejar atrás la dimensión cadavérica del lenguaje nacionalista historiográfico y de las relaciones coloniales, apelando a la multivocalidad de la contemporaneidad.

A lo largo del siglo XX fuimos testigos de números conflictos bélicos, genocidios sistemáticos, masacres y “limpiezas” étnicas, procesos de apartheid, dictaduras, etc. En todos estos procesos primaba una narrativa que construía a un otro, a un otro visto como fuente de “todo mal”. Derivando de ello procesos de regulación de costumbres, discursos moralistas, dispositivos de construcción y también de destrucción de sujetos, dando paso a regímenes de verdad y sistemas de representación y significación.

Ese “otro” fue el depositario de estrategias de regulación y de control de la alteridad en la modernidad. Esa construcción fue desde un sujeto “ausente”, desde un sujeto que es imaginado y edificado desde un nosotros, es decir, gracias a esa ausencia se proyectan las diferencias para pensar la cultura nacional.

Es evidente el aparejamiento de la demonización del otro. Su invención es resultado de las interpretaciones oficiales: la delimitación y limitación de sus perturbaciones. Un depositario de las “fallas sociales”. Esto emana desde una modernidad y estructuralismo binario o dicotómico a partir del cual se denominó e inventó de distintos modos el componente negativo, entre ellos: el marginal, el indigente, el loco, el deficiente, el drogadicto, el homosexual, el extranjero.

Lo anterior era utilitario para justificar “lo que somos”, para validar las leyes, las instituciones, “nuestras reglas”, la ética, la moral discursiva y práctica; era nombrar la “barbarie”, la “herejía”, la mendicidad, para no ser nosotros mismos esos mismos “barbaros”, “herejes” y “mendigos”. En ese binarismo, el loco confirma “la razón”; el niño sirve para explicar “la madurez”; el salvaje ayuda a concebir “nuestra civilización”; el marginado, “nuestra integración social”; el deficiente “nuestra normalidad” y el extranjero serviría en esa lógica para definir “nuestro país”.

El peruano y el boliviano, no deben explicar nuestra “chilenidad” mítica, racista y etno-eurocéntrica.

Damir Galaz-Mandakovic

Historiador

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