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Qué vida defienden quienes defienden la vida? P. Humberto Palma Orellana

Columna de debate y controversia

Si algo aprendimos del siglo XX sobre lo mucho que puede valer y significar una vida humana, ese conocimiento quedó triste y vergonzosamente vinculado a los peores horrores de los tiempos modernos. Campos de exterminio, centros de tortura, experimentación científica con seres humanos, millones de muertos y desaparecidos, guerra fría, hambre, pobreza, persecución y miedo. Son tan solo algunas de las herencias que nos persiguen hasta hoy, como pesadillas. Basta recordar los relatos de Ken Follett en su afamada trilogía “The Century”, para concluir que valores como libertad, igualdad y respeto, pagaron un alto precio para mantenerse a flote de la codicia de poder y de la bestial locura de quienes se creyeron con el derecho a disponer de la vida y dignidad de otras personas, como quien dispone de un estropajo. Lamentablemente por ahora nada parece asegurar que seamos capaces de una paz que prescinda de ejércitos y armas, pues la amenaza de una locura homicida sigue estando a la vuelta de la esquina. Después de todo, el mal, como concluyó Hannah Arendt, suele ser más banal de lo que sospechamos. Y así lo confirma, por ejemplo, la sangrienta historia de las dictaduras latinoamericanas, las guerras en Oriente Medio y los atentados y genocidios con que inauguramos el presente siglo. Aunque nos duela y atemorice reconocerlo, los valores que garantizan la dignidad de la vida humana siguen careciendo de un sólido fundamento, y por lo mismo, ha sido tan simple para la cultura de hiperconsumo publicitar que una persona vale lo que sus posesiones.

Pensar el aborto exige trascender el moralismo

El creciente sesgo plutocrático y utilitarista con que se nos mide, sumado a las dificultades que encuentran los estados para oponerse a las presiones y abusos de las grandes compañías multinacionales, y la indiferencia ciudadana extendida como subproducto del culto a la auto-realización, hacen necesario y urgente el llamado a defender la vida en todas sus formas, pero particularmente la dignidad de la vida humana. Pues cuando el hombre pierde el respeto por sí mismo, por sus semejantes y su especie, entonces las pulsiones más básicas y atávicas cobran fuerza y sentido, convirtiéndose en potencias destructivas y auto destructivas.

La insistencia de la Iglesia Católica en relación con la defensa de la vida ha abarcado diversos compromisos y líneas de acción, pasando por derechos humanos, justa distribución y uso de bienes materiales, asilo para exiliados y presos políticos, oposición a la tortura, asistencia a los más pobres, atención y ayuda para migrantes, entre otras tantas maneras de concretar dicha defensa. Y hoy vuelve a insistir en ello a propósito de un proyecto de ley para legalizar el aborto en Chile. En relación con esto, vale la pena reflexionar más a fondo, al menos sobre dos aspectos que el debate no puede desconocer ni dejar pasar por alto. El primero es la posibilidad cierta de caminar hacia una sociedad abortista, como consecuencia de una transferencia, quizás inconsciente y paulatina, del sentimiento de poder disponer de la vida de otro ser, ya sea interrumpiendo un proceso iniciado, ya sea prescindiendo de una existencia improductiva. Y el segundo, la tentación a restringir el aborto a un ámbito estrictamente terapéutico, con lo cual la defensa de la vida pierde hondura y riqueza, pues termina reducida a un debate moralista sin mayor perspectiva social.

Más allá de los límites de la medicina, la moral y el derecho

Si llegásemos a permitir una sociedad abortista, estaríamos consintiendo un mundo donde las personas somos objetos desechables o genéticamente reutilizables-mejorables, según nuestro aporte a la producción económica o a la pureza genética. Esta arista del debate no es en ningún caso una exageración de los argumentos. De hecho, los avances de la ingeniería genética nos hacen pensar en la proximidad temporal de culturas post-apocalípticas descritas por autores como M. Houellebecq o A. Huxley.

La discusión sobre un proyecto de ley que despenaliza el aborto en tres causales (violación, inviabilidad del feto o riesgo vital para la madre), es más seria, profunda y ética en la medida en que pone sobre la mesa todas las posibles repercusiones de un acto legislativo en esta materia, y todos los matices semánticos del concepto implicado, puesto que el fondo de la cuestión así lo exige: hablamos de la vida, y en particular de la vida humana. Ello implica, obviamente, ampliar el concepto de aborto más allá de los límites de la medicina, la moral y el derecho. Y en esto me parece que no hay plena conciencia en quienes defienden la vida oponiéndose al aborto desde una posición moral, ni tampoco en quienes defienden el aborto restringiendo su sentido al estricto campo de la ciencia médica y el derecho.

Más de alguien pensará que la extensión de un concepto disminuye su profundidad. Y tiene razón en ello. Por ejemplo, cuando llamamos bullying a cualquier acto violento, por trivial que sea, sucede que al final nada es bullying. Pero en el caso del aborto, la extensión contribuye a su profundidad, pues lo saca del ámbito teórico más propio y directo (medicina, derecho y moral) y lo instala en el centro mismo del debate cultural y social, allí donde poder ver la vida humana en toda su amplitud, grandeza y miseria. Y así, por justa y necesaria extensión, diremos (y denunciaremos) que el individuo abandonado a su suerte es también un sujeto abortado, igual que lo es el mendigo que duerme en la calle, el enfermo que muere haciendo la fila en los hospitales o el niño que debe trabajar en lugar de estudiar. Abortados son, de igual modo, quienes sobreviven con trabajos precarios, sin garantías ni contratos. Abortados son también los arrinconados en poblaciones marginales, viviendo bajo el estigma de la pobreza; los hijos de la droga y la violencia desatada.

Son los abortados de una sociedad encandilada por el apetito de poder; son los hijos no deseados del amor perverso al dinero, los que van quedando a orilla de camino, los que no cuentan para las estadísticas de éxito y bienestar. En este sentido, ¿no somos ya una sociedad abortista? ¿Y qué han dicho y hecho sobre ello los defensores de la vida que se oponen al aborto, especialmente el sector más conservador de la sociedad? El aborto no es solo el que conocemos, sino también el que más de las veces desconocemos. Y es aquí, en la defensa de estas otras vidas abortadas, donde se precisa de mayor fuerza y claridad, firmeza y valentía. De este modo, la defensa de la vida se vuelve más coherente y cobra mayor significación y relevancia social. Lamentablemente, el discurso tiende a ser restrictivo, es decir, a hacerse cargo solamente del aborto terapéutico. Y esta falta de fuerza profética no deja de ser igualmente dolorosa, más aún cuando escasea entre los creyentes.

No somos el Lollapalooza del Espíritu Santo

A veces dentro de nuestra propia Iglesia, salvando loables excepciones (como la voz del Papa Francisco o la de Monseñor Goic), casi no hay palabras ni reflexión sobre temas que trasciende la moral sexual. Hemos alzado la voz para denunciar la “crisis moral y libertinaje sexual de los años ’90”; para protestar por los programas de sexualidad del Ministerio de educación y entrega de preservativos; para oponeros a la entrega de la “píldora del día después”; para proscribir la licitud del matrimonio homosexual y a las uniones en pareja. Y cuando los abusos a menores cometidos por personas consagradas salieron a luz pública, gran parte de nuestro celo pastoral se volcó sobre este tema, con dolor y vergüenza a la vez. Todo ello muy bien: había que hacerlo. Se trata de realidades que exigían discernimiento urgente, orientación y acción decidida y valiente. Pero eso no justifica el abandono de otros temas de igual relevancia en el horizonte de la dignidad humana. Nada justifica vivir un catolicismo “puertas adentro”, ni permitirnos pasar de ser Iglesia en diálogo con la sociedad, en escucha y defensa del pueblo en años de dictadura, a una Iglesia de eventos, como si fuésemos el “Lollapalooza del Espíritu Santo”. Porque a eso nos estamos dedicando: a procesiones, a cruzadas, a encuentros, que mientras más masivos mejor. Y entre tanto, hay ovejas que se sienten luchando solas en medio de una nueva dictadura: la del dinero.

Hace poco tiempo, en diciembre de 2015, Daniel Matamala, el periodista, publicaba un libro titulado “Poderoso caballero”. En su investigación, el autor nos habla de un país rico en recursos y oportunidades, pero muy pobre en equidad y justicia. A través de una gran cantidad de datos e información nos cuenta de un Chile repartido entre una pocas familias, y de un poder político atrapado entre las redes de un poderoso caballero, que es el dinero. Nos habla de un corazón pervertido por un amor perverso. En ese corazón de Chile cuesta reconocer a todos los chilenos; cuesta ver que eso que llamamos patria sea algo más que conglomerados económicos disputándose el poder a costa de la sangre de sus hijos. Y esto no es solamente una vergüenza para un país de la OCDE, sino también doloroso porque corrompe las bases de nuestra democracia y atenta contra la vida digna que toda persona merece.

La incesante marcha por la vida

Es necesario que también alcemos la voz por los viejos que mueren con pensiones de hambre; por pobladores y campesinos que deben soportar que les roben o contaminen sus aguas, o les instalen basurales a las puertas de sus casas; por aquellos migrantes humillados y explotados por sus propios hermanos de continente. Es necesario que nuestros Obispos se expresen con más claridad y profetismo, para defender a sus ovejas en materia de leyes laborales y derechos de los trabajadores; para animar a esos jóvenes que ven frustradas sus ilusiones de desarrollo y progreso, porque el gran acuerdo sobre educación nos les dejó más que una promesa; es necesario, para acompañar y despertar a esas otras juventudes que ya no aspiran más que a gozar el momento, desperdiciando así sus vidas y dañando aún más a familias ya bastante destruidas. Es obligación moral de la Iglesia tomar iniciativa en estas y otras realidades, porque es su deber proteger y promover la vida digna de toda persona, tal y como lo hizo en tiempos de dictadura. Esta es la marcha por la vida que no podemos permitir que muera.

Quienes defendemos la vida no podemos alzar voces en una dirección mientras guardamos silencio en otras. No podemos escandalizarnos, hasta el extremo del morbo lapidario de las redes sociales, en materia de sexualidad, y luego mostrarnos indiferentes y cómplices cuando se trata de equidad y justicia. No podemos defender la vida sin que nos importe su calidad y dignidad. Pero hasta ahora, las marchas en defensa de la vida no gozan de muy buena salud, y no porque la causa no sea buena, sino porque nos falta mostrar con más claridad y fuerza que esta cruzada no es solo opositora al aborto en el estricto sentido del concepto, sino también contraria a todos los sistemas y estructuras sociales que atentan contra la vida digna de una persona. Y mientras ello no ocurra, nuestro discurso sigue siendo ambiguo, las iniciativas pro-vida no encuentran suficiente legitimación, y la sociedad continúa avanzando en una mentalidad abortiva cuyas repercusiones trascienden el estricto campo del debate entre medicina, derecho y moral.

P. Humberto Palma Orellana

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