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Rabia y saberes: trabajadoras del mundo popular. Por Jorge Scherman Filer

La realidad duerme sola en un entierro
y camina triste por el sueño del más bueno.
La realidad baila sola en la mentira
y en un bolsillo tiene amor y alegrías,
un dios de fantasías,
la guerra y la poesía.

(“La colina de la vida”, León Gieco)

Mis recorridos por la ciudad en el sistema de horror mal llamado Transantiago, me han permitido ir captando rabias y saberes que anidan en el corazón y la mente de las mujeres populares; conocer de primera mano acerca de sus prolongadas jornadas de trabajo; escuchar opiniones sobre la relación entre política y farándula; enterarme de cómo miran a los cuicos (dentro de los cuales me incluyen y acepto sin culpa, ¿por qué habría de tenerla?); y sorprenderme con su visión acerca de ciertas ventajas prácticas de la tecnología.

Se trata de un mundo que nada tiene que ver con lo que leemos en la prensa o vemos en la televisión. Las banalidades y mentiras (abiertas o solapadas) de los medios hegemónicos, son reemplazadas por dichos y vivencias ricas en contenidos y cargadas de sentimientos. Aquí no hay dobleces ni sobreentendidos, ni menos los sí pero no, o las ambigüedades que caracterizan a la mayoría de l@s columnist@s locales que gustan posar de intelectuales inteligentes (lo dijo Daudí: “La única parte sólida de la inteligencia son los huesos del cráneo”; es decir, agrego, la cabeza y/o la razón se puede usar para cualquier lesera que favorezca a la corte o los intereses de turno).

Las mujeres populares con que me fui topando no hablaban directamente de política, ni de derecha ni de izquierda en el sentido habitual que les damos a esos términos. Probablemente se deba a que para ellas no es una división que les haga sentido. Y no me parece raro pues, si miran hacia el gobierno, ambas cámaras del Congreso, los municipios, los empresarios, los mismos mass media, intuyen, o bien lo saben con certeza, que se trata de una sola fauna (la denominada elite) que se reparte la parte gruesa de la torta, mientras Estela, Ada, y Raquel (así las llamaré) pelan el ajo y se llevan apenas las migajas.

Estas tres mujeres trabajan duro, muy duro, se levantan antes de que salga el sol y vuelven a sus hogares cerca o pasada la medianoche. No duermen más de cinco, a lo más seis horas, y aguantan estoicas largos tiempos de viaje en la mierda del Transantiago (si a alguien se le ha olvidado, fue pensado y puesto a andar por tecnócratas de Lagos y Bachelet, quienes no andan en micro, y un ministro de Piñera cree que cambiándole el color a los buses va a mejorar un sistema fallido de principio a fin (ya lo dije: la inteligencia se puede usar y servir para hacer estupideces; de seguro, si lo hubieran pensado conscientemente, no lo hubieran hecho tan mal).

A Estela me la topo un día a las diez de la mañana. Vamos en un bus que avanza (es una manera suave de decirlo para no usar las palabras renguea y se sacude, pues entre las orugas y choferes que parecen haberse sacado el carnet de conducir en una rifa, literalmente renguea y sacude hacia los lados, de atrás para adelante y viceversa con los frenazos) por Macul rumbo a Irarrázaval.

La mujer trabaja en una pizzería de Ñuñoa, entra a las 11 de la mañana y el local cierra las tres de la madrugada. Estela labora de lunes a sábado (el único en que su jornada de trabajo termina a medianoche). Tiene dos medias horas de descanso, donde por turnos almuerza y cena con algun@s de sus compañer@s, a quienes en su mayoría conoce desde hace mucho tiempo. Tiene alrededor de 40 años y está separada con un hijo de poca edad. ¿Ya adivinaron? No es tan difícil entender que apenas lo vea, excepto en las mañanas cuando lo despierta y va a dejar al colegio, y los domingos. Otra mujer, recuerdo que me dijo una prima, se encarga de irlo a buscar al cierre de la jornada escolar, y durante las demás horas en casa hasta que el infante se duerme.

Estela inicia su trabajo haciendo limpieza del local, hasta que a mediodía se abren las puertas, y al igual que l@s otr@s trabajadores de la pizzería parten con la atención de la clientela, habitúes l@s más. No para, excepto la hora para almorzar y cenar, durante 14 horas (no me contó cuánto gana, ni se lo pregunté: siempre me ha parecido de mal gusto hacer esa pregunta).

Fui unos días después a la pizzería y pude comprobar que siempre atiende “regio niña” (ya lo saben, soy un cuico), jamás pierde la calma, sonríe y se hace respetar. Es harto buenamoza la Estela, los tipos me respetan, me conocen bien, ninguno quiere llevarse un combo, me respondió, cuando antes de pagar mi consumo le pregunté: ¿a usted los clientes le tiran mucho los cortes? (queja pesquisada en conversaciones con garzonas-estudiantes universitarias regias que trabajan en un bar elegante de Ñuñoa).

Su historia ya me la había contado en el zangoloteado trayecto en transporte público ese día que avanzábamos por Macul hacia Irarrázaval. Yo iba leyendo el diario, las noticias internacionales, específicamente el triunfo en segunda vuelta de Hollande sobre Sarkozy. Estela iba concentrada mirando al frente, y sin saber por qué (me suele pasar que no sé la razón que en ocasiones le hablo a desconocid@s), le pregunté: ¿Qué opina del triunfo Hollande en Francia?

Coqueto yo, y medio haciéndome el informado e inquisitivo acerca de sucesos europeos. Muy tranquila, Estela me respondió: ahora la Carlita Bruni lo va a botar, con b larga, caballero. Me quedé atónito por un lapso prolongando y, a posteriori, pensé: era la manera, con un dejo de humor y sapiencia, en que la relación entre farándula y política había ingresado en el imaginario de esta mujer de a pie. Cínico, solo respondí: será porque canta tan bonito (encuentro que canta sin ninguna gracia), y Sarko desentonó. Más bien dejó la cagada, acotó Estela.

Ada es una mujer de algo más de 50 años, bajita y flaca, ojos castaños y un hermoso pelo apenas ondulado que le llega casi a la cintura. Es linda, y me la encuentro en el bus 511 que sube por Grecia hacia el este. Me subo en Tobalaba, quedo junto a ella y otra mujer maceteada, vestida toda de negro. Vamos los tres parados en el espacio frente a la puerta de bajada intermedia del vehículo. Enrabiada, Ada le está diciendo a la de negro que el huevón de mi yerno llegó curado y ahora puede perder la pega. Y continúa con me levanto a las cinco de la mañana, revendo todo lo que la gente bota (frazadas, sillas, televisores viejos y demás). Tengo cinco hijos, y les he puesto casa a todos, continúa Ada, y quiere seguir, pero llegamos al paradero siguiente y la otra debe descender.

Se reinicia la marcha y le digo: señora, tengo oídos, qué paso con su yerno. Ya lo dije, me responde, el huevón llegó curado a la una de la mañana, a las cuatro tuvieron con mi hija que ponerle el pú a la guagua, y después el huevón se quedó dormido y no se levantó a las cinco, llegó tarde al trabajo y capaz que pierda la pega. ¿El qué se olvidaron de ponerle?, pregunto. El pú, la niña tiene asma. Entiendo dije, ¿y por qué no puso el despertador? Mire señor, me contesta Ada sacando su celular del bolsillo, no estoy en contra de la tecnología, y más encima el calentador de agua tiene timer.

En ese minuto el bus llega a mi paradero en Consistorial, le digo disculpe, tengo que bajarme. Antes de que descienda, Ada me dice: yo sé señor que tengo que calmarme. Y yo, medio en broma medio en serio (asumo que es cristiana), pues soy un ateo irredento, desde la vereda, antes de que se cierren las puertas, me despido tratando de consolarla: señora, con paciencia se gana el cielo, que Dios la acompañe.

Día de semana. Diez de la noche, voy sentado en el 505 por Américo Vespucio y debo bajarme en Grecia. Es la primera vez que hago ese recorrido y mi amiga Andrea, me dirijo a su casa, me ha señalado el número de los buses y dónde bajarme para la combinación.

Raquel está sentada de costado frente a mí, con el pasillo entremedio. El bus (amado por los jóvenes que viven en Ñuñoa y Peñalolén, en vista de que pasa toda lo noche: yo mismo lo he tomado hasta la Plaza Ñuñoa viniendo de mis carretes salseros en Bellavista, vía la Alameda y Vicuña Mackenna, acabando en los faldeos de los cerros), renguea y se sacude, o aún peor: cual dromedario citadino, ajeno al más acompasado meneo desértico.

Como no sé exactamente dónde se detiene el bus al llegar a Grecia, se le pregunto a la joven, agregando que debo tomar el 506, 507 o 511. Voy para donde mismo, me responde, pero es mejor bajarse después de la parada en Vespucio, si no hay que cruzar a pie la rotonda hasta la parada a la salida del Metro, y los automovilistas son unos salvajes, sígame. Donde fueres, recuerdo, haz lo que vieres.

El 505 rodea la rotonda, llega al supermercado Santa Isabel y enfila hacia el este. Ahora nos debemos bajar, me dice Raquel. Descendemos, me dice hacia allá, y sin más larga que el hijo del dueño del minimarket es un canalla, llegó a las 11 de la mañana y comenzó a darme órdenes, lo mande a la chucha. Perplejo y tímido, le pregunto qué pasó. El huevas tiene casi 30 años y es un mantenido, un vago, el que trabaja es el padre, y se le ocurre pedirme que haga puras huás inútiles. ¿Y no tuvo problemas con el dueño?, le pregunto. No, el viejo cacha que anda puro hueviando. Raquel es soltera, sin hij@s, tiene 27 años, entradita en carnes, ni baja ni alta, nada bonita sin ser fea, y vive literalmente en el cerro, hacia los faldeos después de que termina Grecia, y trabaja en la calle Covarrubias.

Antes de llegar al paradero para tomar la combinación, inquiero: ¿y a qué hora se levanta? (aparte de los adolescentes, nunca tuteo, independiente de la edad, si no me tutean). A las cuatro y media. Pero son más de la diez de la noche, ¿a qué hora entra a trabajar? A las seis de la mañana. ¿Y le pagan horas extraordinarias? Sí. ¿Y llega a esta hora a comer? No, en el segundo piso del minimarket hay un comedor y nos dan comida a las ocho de la noche. Hago un cálculo rápido y afirmo: entonces duerme seis horas. Por ahí, a veces un poco menos.

Arriba el 507 y quedamos sentados juntos. ¿Y usted cómo se llama? Coke. ¿Y qué hace? Soy economista y escritor. Ah, ¿y adónde va? Me bajo en Consistorial, voy a la casa de una pareja de amig@s que viven un par de cuadras más allá de Antupirén. Entonces usted viene de una familia bien constituida, ahí viven puros cuicos, afirma muy segura. ¿Y qué le voy a hacer?, Raquel, no puedo cambiarlo, nací cuico en un hogar de izquierdistas donde había cocinera y “niña de mano”. Yo prefiero ser pobre, cacho que tener plata trae puros problemas. Estoy de acuerdo con usted, un gusto conocerla, y debo pararme pues estamos a unos 50 metros de Consistorial.

Luego de bajarme y mientras camino pienso en aquello de la familia bien constituida, una expresión quizá polivalente si la miramos junto a lo de preferir la pobreza. ¿Hay en Raquel un dejo de resentimiento, desprecio, envidia, orgullo, o quién sabe qué otras emociones no expresadas?

Llego a la casa de mis amig@s pensando en la rabia y saberes de esta tríada de mujeres populares que he conocido en la misma semana, trabajadoras que van por la vida luchándole duro, y se me ocurre que tal vez desmienten el dictado bíblico: venimos a este valle de lágrimas. Motivos tendrían, pero no les escuché ni un suspiro, ni menos un sollozo.

Jorge Scherman Filer es economista y escritor.

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