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Reflexiones y anécdotas en torno al Chile actual (O la ínsula de la vergüenza). Por Jorge Scherman Filer

Egoísmo e indiferencia

Todos los signos de la derrota
convertidos en equivocación.

(Ana Arzoumanian, Mar Negro)

Circunstancias de la vida me han llevado a salir de mi entorno protegido, un entorno que sin lugar a dudas es parte del mundo de la elite. Y en esto no hay mucha diferencia que la gente se autodenomine de izquierda o derecha. Como me dijo un quiosquero de Ñuñoa: “En Chile hay dos derechas, solo que una está disfrazada de izquierda”.

Yo le había avanzado la opinión de que la frase de Parra, “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”, la entendía como válida para ambas elites y no para el pueblo llano.

El quid de la cuestión es que luego de 17 años de dictadura, 20 de Concertación de Partidos por la Corrupción, y un par de la Alianza por la Avaricia, Chile está convertido en un país de seres mayoritariamente egoístas, individualistas, exitistas, banales, y donde, me lo dijo una escritora muy lúcida, ser inconsecuente o corrupto no es ningún problema, pues nadie te quita el saludo. En efecto, en el Chile actual, cualquiera puede tener y comportarse con una ética del todo dudosa, y no pasa nada. Basta ver cómo autoridades inmorales son (re)elegidas por la ciudadanía.

El grueso de los chilenos y chilenas están preocupados de otras cosas: de sus cupos de endeudamiento, de comprarse celulares más sofisticados, comprar auto o cambiarlo si ya tienen uno o adquirir un segundo o un tercero, de blindarse tras casas enrejadas y protegidas por perros que jamás sacan a pasear, de no escuchar ni ver a nadie (en el sentido profundo de escuchar y ver), ya sea tras vidrios polarizados o audífonos en sus celulares o Iphones.

A nadie le importa el prójimo; en verdad, el prójimo es un cacho, por la sencilla razón de que el otro nos enfrenta a la vida, a lo real, y la gran mayoría de los chilenos y chilenas no quiere saber nada de la realidad o, como suelo llamarla: la porfía de los hechos.

Prefieren vivir enajenados en trabajos extenuantes, mirando tele basura, yendo a comprar a los malls (el lugar común es decir que han reemplazado a la plaza pública), hablando de la selección y los clubes de fútbol y de la farándula, pelando a los políticos pero sin mover un dedo a fin de que se vayan para la casa. (Ya lo sé, me dirán que estas también son realidades, y no veo problema en ello, mas suelo decir: cada loco con su tema, yo también tengo los míos).

Marcelo Mellado se refiere a Chile como “esta cagada de país”. Yo lo he sentido y pensado, pero lo digo de otra forma: es una ínsula que da vergüenza.

Sí, en efecto, me he visto forzado por dos meses a ocupar el Transantiago, y frente a una vejación permanente y sin límites ni visos de solución, los santiaguinos y santiaguinas se comportan con una pasividad abismante, como ovejas camino al cadalso. Para muestra tres botones:

a) Me subo al Metro en la estación Simón Bolívar, un día laboral a las 8 de la mañana. Apenas ingreso, quedo pegado de frente a la puerta de entrada, justo al medio. Está tan lleno que no me puedo mover. No alcanzo ninguna empuñadura pero, como mido 1.85 mts., me afirmo forzando ambas manos contra la parte superior de la puerta. Voy pegado a dos personas por ambos lados, y me duelen las muñecas hasta que llegamos a la estación Príncipe de Gales. Al llegar, se abren las puertas, la mujer de mi izquierda se baja, lo que me permite ocupar su lugar y poder tomar una agarradera. Las puertas no se cierran por un lapso prolongado, y la voz de un mujer dice por el altavoz: “Disculpen, pero nos detendremos un rato, pues en la próxima estación están sacando gente con asfixia de los carros”. Silencio. Luego de unos tres minutos, anuncian el cierre de puertas y el reinicio del periplo de las sardinas enlatadas. La voz de mujer reaparece: “El Metro de Santiago les agradece su preferencia” (sic). Me dan ganas de gritar “hijos de puta, se están riendo de nosotros”, pero nadie dice nada ni mueve un músculo. En esto no hay distinción, hombres o mujeres, jóvenes, adultos o viejos, bien o mal vestidos. Tod@s siguen impávid@s, o mirando o hablando por sus celulares o con los audífonos en las orejas. Me avergüenzo de mí mismo, y me digo: a la próxima sí que no me quedo callado.

b) Cinco de la tarde en el paradero de Grecia y Macul, dirección al oriente. Allí están esos jóvenes con sus chaquetas rojas que dicen en la espalda “Fiscalización”. En tres parejas, dos por puerta para cada bus. La parada está llena de gente esperando y el vehículo se detiene casi colmado. Abre sus puertas, bajan un@s poc@s, y empieza una suerte de órdenes que resuenan como un acarreo de reses para que suban a los vagones. Como soy judío, ya se imaginarán las escenas que me vienen a la mente. Antes de subir, grito “parecemos ganado rumbo al matadero”. Silencio, y una de las jóvenes de las chaquetas rojas me mira. Le digo: lindo trabajo el de ustedes. Silencio. Quedo apretado y de pie en la mitad delantera del bus. Antes de que las puertas se cierren, a las chaquetas rojas, ya abajo, les gritó: “parecen pacos de rojo”. Silencio, excepto un señor que esboza una sonrisa y calla.

c) Mediodía de un día de semana. Tomo el bus en Macul a la altura de Camino Agrícola rumbo a la misma Grecia y Macul. Quedo sentado en la última fila, y recuerdo que alguien me dijo en la 507, rumbo a Peñalolén, que no me baje por la última puerta, la de más atrás. ¿Motivo? A veces los choferes no la abren pues, al quedarles más lejos, se subirían los colados (los sin bip!, dicen algun@s jóvenes cagados de la risa). Así es que cuando voy acercándome a mi destino, me paro y acerco a la puerta del medio, cuando en eso aparece él: un fiscalizador, un chileno joven, moreno, gordito, con una maquinita para chequear los saldos en la tarjeta bip!. No sé por qué, me muevo hacia atrás y le pregunto a dos hombres jóvenes si es verdad que los choferes no abren la tercera puerta. Me dicen que no: en esta línea no hay problema. Espero al fiscalizador, todavía faltan un par de paradas antes de Grecia, y tengo más de dos lucas en la bip!. En el momento en que el fiscalizador me aborda, el bus se detiene, se abren las puertas, y le pregunto: “¿qué pasa si no tengo saldo?”. “Entonces debe descender del vehículo”, me contesta. “Entonces me bajo”, le digo y desciendo. Se baja tras de mí y grita: “¡oficiales!”. Miro hacia la puerta delantera del bus y allí están: ¡dos carabineros!, no precisamente de franco. A la sazón le digo al fiscalizador: ”Era una broma, tengo saldo”. Mi mira con un rostro mitad odio mitad perplejidad, y toma la bip! que le extiendo. Chequea mi saldo y espeta: “Entonces suba”. Me monto en el bus, sube tras de mí, y se dirige a los dos jóvenes que me habían informado lo de las puertas. No tienen saldo, se entregan al fiscalizador que los hace bajar y los entrega a los “oficiales”. Ambos se dejaron llevar dócilmente. No puedo creer lo que he vivido, pero como dice Rubén Blades en “Pedro Navaja”: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.

Solidaridad y resistencia

Ahora que tiemblo como un niño abandonado.
Ahora que viejos amigos nos han traicionado.
Ahora es el momento de volver a empezar,
que empiece el carnaval,
la orgía en el Palacio de Invierno,
de banderas y besos.
Se cayeron mis alas y yo no me rendí,
así que ven aquí,
brindemos,
que hoy es siempre todavía,
que nunca me gustaron las despedidas.

(Ismael Serrano, “Ahora”)

Frente a tanta indolencia y pasividad, los recorridos por la ciudad me han permitido constatar que también existen compatriotas solidarios y resistentes a la marea de egoísmo que asola al país. Son poc@s, pero validan la palabra esperanza o, al menos, que no todo está perdido en la ínsula de la vergüenza.

¿Por qué digo esto? Pues bien, es medianoche y, viniendo de Providencia, desciendo del Transantiago en Tobalaba con Grecia. Debo caminar hacia el paradero que está unos cien metros al poniente para poder subir en el bus hasta Grecia con Consistorial, alrededor de un kilómetro hacia el este. Al llegar a la parada un hombre yace de espaldas en plena calle, rodeado de un grupo de unos diez jóvenes, un hombre y una mujer adult@s. El caballero parece desmayado, le han apoyado la cabeza en un chaleco y un muchacho le tiene levantadas las piernas. Se trata de un nochero que iba a su trabajo, y o bien se desmayó o se cayó desde el paradero a la calle (la diferencia de altura es pronunciada), y se golpeó la cabeza. Los jóvenes (algunos han detenido sus motos) ya han cogido su celular, se han comunicado con la esposa del hombre, y han acordado que se juntarán en el centro de salud que está en Las Torres. Me acerco al caballero, le toco la frente y los labios y pregunto: ¿no necesitará respiración boca a boca? El joven que le tiene levantadas las piernas me responde: soy auxiliar de enfermería, ya lo chequee, está respirando. En eso interviene el hombre mayor y me dice con un tono molesto: hace media hora que estamos llamando al SAMU (ubicado a unas pocas cuadras), deben estar tomándose un cafecito. Al fin aparece, un vehículo conducido por un hombre treintón, y en el asiento del acompañante una mujer de la misma edad, muy gorda. Se baja lento, y con extrema parsimonia nos dice: Buenas noches. Nada de buenas noches le digo, mejor atienda al caballero. Me mira con cara de odio.

El enfermero-chofer toma las riendas, chequea al hombre en el suelo, y diligentemente dirige a los jóvenes para instalar la camilla bajo el accidentado (no es fácil, pues es más bien pesado), levantarlo y meterlo dentro de la ambulancia. Parten hacia Las Torres, y me quedo pensando que al nochero lo atenderán más o menos tres cuartos de hora después de que calló de la acera a la calle. Pero al fin concluyo que lo más importante de la escena es la solidaridad y resistencia de es@s jóvenes que se dieron el tiempo, contra la corriente, de tenderle una mano al prójimo sin pedir nada a cambio.

Solo el amor y el humanismo de l@s escas@s chilenas y chilenos que visualizo no están ni ahí con mirarse una y otra vez el ombligo quizá pensando, l@s ombliguistas, que los reflejos (¿virtuales?) de la caverna son la realidad.

* Jorge Scherman Filer es economista y escritor.

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