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Texto de Mónica Echeverría en la presentación del libro ROMPIENDO EL CERCO de Mónica Iglesias

“Rompiendo el Cerco” de Mónica Iglesias contiene un profundo análisis del Movimiento de Pobladores entre los años 1973 hasta 1990 o sea, comienza con el Golpe Militar y termina con el regreso a la democracia del año 1990.

Debo confesar que la lectura de este extenso texto en que se mezcla la historia política de Chile con lo que sucedía propiamente en los diversos lugares que ocupaban las llamadas poblaciones, especialmente su sobrevivencia de los años 74 y 75 y sus posteriores tiempo de luchas contra la tiranía, me dejó un sabor amargo. La descripción de las vidas sacrificadas de los pobladores, en que el desempleo, la miseria y la carencia absoluta de algún futuro alentador, unida a la represión salvaje que se desató contra ellos sin lograr amedrentarlos y su afán por derrotar a la dictadura, sobrecoge. Y pienso cómo nosotros, los que nos hemos acomodado a los nuevos gobiernos, los echamos al olvido.

El libro “Rompiendo el cerco” no sólo tiene el mérito de una prolija investigación, sino también de indicarnos el individualismo y afán de bienestar actual que nos domina que borró de la historia y de nuestra conciencia las miserias y luchas que dieron los pobladores para recobrar la democracia, indicándonos, por último, la inmensa deuda pendiente que todos nosotros tenemos con ellos. Su abandono actual parece no preocupar a los sucesivos gobiernos de la Concertación y todavía menos al actual y me parece, por lo tanto, que este largo ensayo encierra un llamado de alerta hacia esos millones de pobladores que continúan desamparados.

Compartir la presentación de Rompiendo el Cerco con el historiador Mario Garcés significa para mí un desafío, pues él sabe con más exactitud y profundidad la importancia del quehacer del mundo poblacional y la realidad de su lucha que fue –por lo menos para mí- esencial en el derrocamiento de la tiranía de Pinochet.

Creo también sospechar el porqué Viviana Lavín me escogió a mí, una profesora de literatura cualquiera que poco o nada analizó el mundo poblacional, pero sí en cambio participó junto a los pobladores de su mundo de talleres y realizaciones artísticas, lo que me permitió compartir una amistad especial con ellos, al saber de sus desgracias y anhelos. Fue algo emocional muy fuerte que aparté de mi quehacer racional.

Es posible también que de acuerdo a mi disciplina de profesora de literatura conozca a través de diferentes autores del siglo pasado, -sean estos poetas, cuentistas, novelistas o dramaturgos chilenos- la realidad, cotidianidad, frustraciones y aspiraciones de esos sectores que en el futuro serán los que actualmente las ciencias sociales denominan pobladores, en otros países latinoamericanos favelas, villas miserias, tugurios, para nosotros callampas.

Para mí el escritor, Augusto D’Halmar, nuestro premio nacional, fue el primero que nos cuenta de esos campesinos que llegan a la ciudad y se aglutinan en diferentes barrios formando los denominados conventillos que aparecen en la novela “Juana Lucero” (1903) que causó gran escándalo. Sin duda después “El Roto” de Joaquín Edwards Bello que transcurre en las inmediaciones de la Estación Central ofrece otra mirada, más psicológica sobre estos allegados a la capital con sus frustraciones y esperanzas. El dramaturgo de esa misma época Antonio Acevedo Hernández presenta en el escenario los conflictos y adversidades con las que se enfrentan estos trasplantados. José González Vera, otro de nuestros premiados, con sus novelas “Aprendiz de hombre” y “Cuando era Muchacho” describe las vicisitudes de estos advenedizos a la capital, un mundo para ellos tan brutal y diferente que este escritor comparte con otro de nuestros grandes, Manuel Rojas especialmente en su novela “Punta de Rieles. “La Viuda del Conventillo” de Alberto Romero y Carlos Sepúlveda Leyton con la narración “La Hijuna” demuestran también las vidas difíciles de estos inquilinos, casi todos analfabetos, que deciden emigrar a Santiago. Todos estos personajes y ambientes de lucha y miserias tan bien descritas por estos escritores serán el embrión que gestará el futuro de los denominados “Pobladores” que desgraciadamente los sociólogos en sus densos análisis de sus conductas de sobrevivencia y organización suelen ignoran.

Mi contacto personal con el mundo poblacional comenzó en la casa de Clotario Bleast cuando un grupo de mujeres de las cuales la gran mayoría terminaron de dirigentes de sus respectivas comuna por la tragedia que significó la detención de sus maridos o la cesantía y el alcoholismo en que cayeron después del Golpe Militar.

Regresando a mi contacto personal en relación con los pobladores me referiré a la primera vez que conversé con ellos y supe de los difíciles momentos por los que atravesaban algunos años después del Golpe Militar, alrededor de 1978 cuando estaba escribiendo la biografía de Clotario Blest y en una de las visitas a su casa me presentó a un grupo de mujeres que habían acudido a él para pedirle ayuda. Allí, ellas me contaron como ante la detención de sus maridos, ellas comenzaron poco a poco a organizarse y se crearon las ollas comunes, los comités de salud, de seguridad, de cesantía, de abastecimientos, de protección y recreación de los niños y poco a poco los diversos talleres de subsistencia.

Era patético escucharlas, cómo después que se habían sentido todos ellos protagonistas, se dejó caer el repliegue y el silencio que dominó a las poblaciones durante los primeros años de la dictadura. Ellos que se habían creído protagonistas y se paseaban por el centro de Santiago creyéndose activos participantes de los ideales de la Revolución en Libertad y de los postulados de la Unidad Popular, bruscamente perdían toda esperanza y sólo la sobrevivencia los mantenía vivos. Sin duda pienso la larga experiencia recogida por los escritores antes mencionados, sobre su difícil adaptación y origen los ayudó a sobreponerse a esta espantosa adversidad.

Otra experiencia que desearía compartir con ustedes aparece al fundarse el Cultural Mapocho (1978-1990), pues allí se formó una agrupación de profesores de arte decididos a trabajar gratuitamente en diversas poblaciones con el objetivo de enseñar teatro, danza, talleres varios y pinturas murales. De esa época en que yo dirigía el Centro Cultural nació mi contacto entonces directo con la vida y obra de varias poblaciones: La Victoria, Santa Adriana, La Bandera, La Legua y algunas otras. Pero, sin duda, que mi experiencia con La Victoria fue la más profunda, mi amistad con Blanca Ibarra, Claudina Núñez, las dos dirigentes, con los curas obreros Pierre Dubois y en menor medida André Jarlan, Mariano Puga de la población Violeta Parra y más delante de La Legua, Roberto Bolton de Villa Francia, los padres de los hermanos Vergara asesinados. La convivencia con esos curas obreros, la ayuda especial de la Iglesia, tanto en el Comité pro Paz, como en la Vicaría de la Solidaridad, fueron aportes en esos momentos de crisis –como lo señala la autora- esenciales. Allí junto a ellos, participando en sus talleres, me di cuenta que pese a su precaria situación económica, el afán de lucha estaba latente rebrotando gradualmente con un solo enemigo, el tirano, Augusto Pinochet, que los hacía olvidar sus discrepancias partidarias y dirigir su afán de repudio a un plan de auto defensa: barricadas, fosas, piedras, fogatas y claramente de repudio contra el plan domesticador de la dictadura.

¡Cómo no recordar el vuelo en helicóptero de Augusto Pinochet en agosto de 1983, cuando él observa desde el cielo un anillo de fuego, que nace en las diversas poblaciones y forman un círculo que rodea a la capital sofocándola! Inmediatamente, Pinochet se asusta y reajusta su gabinete incorporando a Sergio Onofre Jarpa como Ministro del Interior. En esos días se inicia las conversaciones entre Jarpa y la oposición aglutinada en la Alianza Democrática. Sin embargo, los partidos políticos propios de la Unidad Popular que se autoproclaman como los únicos interlocutores válidos ante la dictadura, fueron excluidos del diálogo, y por supuesto también a vastos sectores sociales, especialmente a “los pobladores”.

Recuerdo la decepción de un Clotario Blest demudado:

-“Nuevamente aparecen estos politicastros traidores que durante tanto tiempo permanecieron mudos y sordos y ahora se arrogan la representación del pueblo, marginando a éstos del rol protagónico que durante tantos años y con arrojo encararon a esta tiranía. “

Sin duda las palabras de Blest indican el determinismo trágico de estos héroes anónimos, como lo han narrado no sólo nuestros literatos chilenos del pasado, sino los poetas de ese instante en la voz de Gastón Vidaurrázaga, poco después asesinado” “Nosotros ponemos el pellejo y los huesos, mientras ustedes hacen discursos y se enredan en las elecciones del tirano”

Sin embargo, los importantes sociólogos, agrupados en SUR, tales como Eugenio Tironi, bajo la batuta del francés Alain Touraine proclaman: “Los pobladores se convierten en gente desagradable, dan miedo, son el caos, los bárbaros, hay que dejarlos fuera.” Dicen que ahora Alain Touraine ha pedido disculpas por sus sentencias, desgraciadamente el mal entendido se había extendido, los pobladores y sus luchas pasaron al olvido.

Hoy día estos pobladores y sus descendencias yacen mudos, sumergidos varios en las drogas y el mutismo, como topos encerrados bajo tierra, sin peso en nuestro quehacer político.

Esta narración prolija e importante de Mónica Iglesias demuestra el pasado y es un paso que posiblemente motive el camino de las reivindicaciones. Así sea.

Mónica Echeverría


Palabras de Mónica Iglesias en la presentación del libro de su autoría “Rompiendo el Cerco: El movimiento de pobladores contra la Dictadura” en Evento realizado en la Sala Máster de la Radio Universidad de Chile

Agradezco mucho las palabras y reflexiones de Vivian Lavín, de Mónica Echeverría y de Mario Garcés.

Yo quisiera hacer, nada más, cuatro breves comentarios a propósito de las motivaciones que me impulsaron a preocuparme por el estudio de los pobladores en este periodo, ominoso, de la historia de Chile.

Partiendo de la creencia de que es necesario cultivar una ciencia social comprometida con las luchas de los sectores populares, es decir, crítica, una preocupación inicial, tenía que ver con la necesidad de comprender los procesos de constitución de los movimientos sociales (es decir, cómo surgen y que características presentan), y especialmente de qué manera el sistema político, esto es, el entramado de instituciones estales y elementos del contexto político (como la estabilidad de los alineamientos de las elites, la estructura de alianzas, la capacidad del sistema para reprimir, etc.), cómo todo esto influye en las formas de acción y de organización del movimiento, así como en las reivindicaciones que éste erige, creando un escenario de oportunidades y límites para la organización social y la expresión de la protesta. Y quería estudiar esta inter-relación, entre el sistema político (la política institucionalizada) y el movimiento social, en un contexto profundamente autoritario y dictatorial, como lo fue la Dictadura encabezada por Pinochet. Éste es un tema sobre el que existen pocos estudios en la literatura sobre movimientos sociales, porque los movimientos sociales surgen con más facilidad en regímenes que tienen algún grado de democracia, y que permiten en mayor medida y algunos incluso incentivan, la organización social y la participación política, lo cual no significa que los movimientos allí no deban enfrentar también la represión y criminalización por parte del Gobierno en determinados momentos. Así pues, en una primera aproximación al tema de estudio, conociendo ya de la importante participación de los pobladores en la resistencia contra la Dictadura, de la relevancia de las organizaciones poblacionales y de su radicalidad, no tuve ninguna duda de que era un tema muy fértil y que podía proporcionar muchas evidencias para comprender esto que yo estaba planteando.

Una segunda cuestión se refería al propósito de contribuir a rescatar una parte de esa historia de resistencia, de lucha, de dignidad que habían protagonizado los pobladores, que seguían siendo –que siguen siendo- uno de los sectores más pobres y marginados de la sociedad chilena. Los grados de represión, de criminalización, de estigmatización, por un lado, pero también de abandono, de segregación, y de aislamiento que habían sufrido los pobladores por parte de la Dictadura fueron realmente elevadísimos. Las poblaciones fueron identificadas, junto con las fábricas, como uno de los lugares, simbólicos, propios del pueblo, y el Estado contrarrevolucionario se cebó en la represión de los sectores populares. No en vano, éstos habían alcanzado durante los años anteriores al golpe militar, especialmente durante el período de la Unidad Popular, un gran protagonismo, una gran autonomía en muchos sentidos, y una mejor posición material y simbólica. Los militares creían que los pobres constituían el mejor caldo de cultivo para la subversión y que las poblaciones eran cuna de terroristas. Por ello impusieron a sangre y fuego una política represiva generalizada y una política económica, en general, y de vivienda, en particular, excluyente, volcada completamente al lucro de los grupos dominantes. Todo ello agravó hasta niveles insostenibles las condiciones de vida de los pobladores (algo que se hizo evidente con el problema de los allegados, por ejemplo). Efectivamente yo creo, en un sentido muy distinto al de los militares, que algunas poblaciones se convirtieron en una especie de reserva crítica, de espacio de compromiso, de solidaridad, de humanización frente al régimen de terror que impusieron los militares. Y que eso fue, precisamente, lo que hizo posible la organización de los pobladores para sobrevivir en la década de los setenta y que, posteriormente, en los ochenta, estallaran esas movilizaciones tan masivas, tan radicales, que marcaron el inicio del declive que experimentó la dictadura a partir de la segunda mitad de los ochenta. Los pobladores lograron romper el cerco físico, social y político, que se había erigido en torno a ellos.

Éstas fueron mis preocupaciones iniciales. Pero a medida que me iba sumergiendo en los documentos, que me iba empapando de lecturas, de entrevistas, etc. hubo otra inquietud que se me presentó con la mayor fuerza; ésta era de tipo teórico, epistemológico y estaba vinculada con la discusión académica que animaron las acciones de los pobladores entre algunos científicos sociales chilenos, que se agruparon en torno de un centro de estudios, que todavía existe: SUR, Corporación de Estudios Sociales y Educación.

Este grupo de sociólogos, entre los cuales descollaban Eugenio Tironi, Vicente Espinoza y Eduardo Valenzuela, tuvo un especial interés en discutir, hecho de por sí muy relevante, acerca de si las acciones colectivas de los pobladores [expresadas en sus modos de organización -ollas comunes, comedores populares, talleres productivos, comités de vivienda, comités de allegados- y en su participación en las jornadas de protesta nacional] constituían o no un movimiento social, es decir, si podíamos hablar de un movimiento poblacional. Ello implicaba en el fondo, corroborar si los pobladores constituían un actor social o no. Su conclusión fue que no, que no eran un actor social, por lo tanto tampoco un movimiento social y, aún más, que nunca podrían serlo, porque eran sujetos marginales, que se constituían desde la negatividad, anómicos, desintegrados, que se movían entre el ensimismamiento comunitario y la rebelión vandálica, actuando inconsciente e impulsivamente. Y es que estos sociólogos partían en este punto del enfoque teórico-metodológico de Alain Touraine, el sociólogo francés, que era su mentor.

Según el enfoque tourainiano, un movimiento social es aquél que está inmerso en el conflicto central de una sociedad, y que se opone a un adversario social, por el control de los recursos que permiten apropiarse de las orientaciones culturales de una sociedad. Y los pobladores, por el contrario, eran definidos como sujetos marginales, no como un sujeto central, como un sector altamente heterogéneo, en el que coexistían múltiples lógicas de acción y proyectos1 y ninguno lograba imponerse a las demás. Las expresiones colectivas que protagonizaban los pobladores en las décadas de los setenta y ochenta no entraban en los estrechos márgenes de esa definición de movimiento social. Lo más grave es que al final parecía importar más la etiqueta que la comprensión del fenómeno. Este conjunto de teóricos, no sólo afirma que no hay movimiento social, sino que recurre a otro enfoque para encasillar las acciones de los pobladores como manifestaciones de anomia, de desintegración, expresiones antisociales, violentas, delincuenciales, en definitiva “desviadas”, anormales. Con ello, desconocieron el carácter de resistencia y de lucha de las acciones de los pobladores y llegaron a calificarlas de “antimovimiento”, porque primaba en ellas, decían, la violencia. Por ello, Tironi, llegó a acuñar para este tipo de estudios el nombre de “sociología de la decadencia”. El título del libro alude también a esa necesidad de romper el cerco teórico, la mirada miope de estos sociólogos, que impedía una comprensión fidedigna de la realidad.

La mirada de Tironi y compañía logró cierta hegemonía al interior de las ciencias sociales chilenas y, lo que es peor, del mundo social y político. Porque lo que hay que entender es que la identidad de los sujetos populares no es algo definido de una vez y para siempre, no es inmutable, no es fija, sino que constantemente está reformulándose, recreándose, también a partir de las percepciones que la élite tiene de ellos y de las funciones que el Estado, la Iglesia, los medios de comunicación y las ciencias sociales les han asignado. Y esto es muy relevante, porque nos permite comprender cómo después de las diferencias que atravesaron a la oposición a la Dictadura y de la disputa entre la opción de derrocar a la Dictadura por la vía de la movilización creciente, y la opción de arribar a una negociación con los militares, se impuso ésta última. Se impuso la transición pactada con los militares y tutelada por ellos, respetando los plazos establecidos por el dictador en la Constitución ilegal e ilegítima de 1980. No se modificó un ápice el itinerario que aquél y sus colaboradores habían diseñado. En esta investigación hay algunos elementos que permiten comprender por qué la transición frustró las expectativas de amplios sectores de la sociedad chilena; como hoy sabemos, para los más la alegría nunca llegó. Pero contrariamente a lo que una pudiera pensar: que la frustración de los anhelos populares vino después de 1990, una se da cuenta de que eso estaba fraguado desde muy temprano. Para poner un ejemplo que rescato en el libro: en 1983, después de las cinco primeras jornadas de protesta nacional (con lo que ellas significaron, en cuanto a arrojo, a valentía, a dignidad), y después de una gesta heroica de los pobladores que realizaron la primera toma masiva en diez años de dictadura dando lugar a los campamentos “Cardenal Silva Henríquez” y “Monseñor Francisco Fresno”, personeros de la Alianza Democrática visitaron a los pobladores para convencerlos de realizar “otras formas” de protestar: éstas consistían en marchas circunscritas a las poblaciones y concentraciones en lugares cerrados. En el fondo, estos sectores no estaban dispuestos a reconocer las reivindicaciones de los sectores populares y mucho menos a permitir que sus acciones pusieran en peligro las negociaciones con la Dictadura y la transición pactada –elitista y antidemocrática- a la que de hecho aspiraban. La imagen que se forjó –desde las ciencias sociales- de los pobladores –como vandálicos, explosivos, desintegrados, enfrentados con la institucionalidad- coadyuvó a desbancarlos del escenario político y social, presentándolos como enemigos de la gobernabilidad democrática. Es decir, el profundo desprecio y temor que una parte importante de las elites de la “izquierda” y del centro, sentían por los sectores populares, permite comprender el tipo de transición que tuvimos en Chile.

Estas preocupaciones, sobre las que habrá que seguir trabajando, están reflejadas en esta investigación, que considero, aporta elementos para abrir el debate. Y me da mucho gusto que se esté dando a conocer este libro, cuyo propósito es contribuir a la memoria y a la historia de los de abajo, en este momento, cuando se intenta convencer a los mapuche y a los estudiantes de que desistan de las tomas, de las marchas, de la acción directa, en definitiva, de ser movimiento; o al conocer las intenciones del actual Gobierno de cambiar el término “Dictadura” por el de “régimen militar”. En este último caso, se pone de manifiesto la relevancia de las palabras, ellas forman parte también de la lucha. Finalmente, quiero expresarle mi agradecimiento al equipo de la Radio Universidad de Chile, a Gloria Barros, Isidora Sesnic, Vivian Lavín y, a su director, Juan Pablo Cárdenas, por la dedicación con que prepararon esta edición. Igualmente, a Kena Lorenzini que nos proporcionó las fotos para la portada del libro. Y, por supuesto, a todos los presentes. Muchas gracias.

“Rompiendo el Cerco”, Mónica Iglesias, EDICIONES RADIO UNIVERSIDAD DE CHILE

* La autora obtuvo la maestría en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. En la actualidad se encuentra realizando un Doctorado en esta última universidad, especializándose en el estudio de los movimientos sociales en América Latina. Entre sus publicaciones recientes destacan: “Teoría en movimiento. Más de una década de pensamiento crítico” en revista OSAL (Buenos Aires: CLACSO); “Chile 2010: In crescendo. Informe de coyuntura sobre conflicto social” en OSAL (Buenos Aires: Argentina).

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