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Tiempo de inflexión

Más de cuatro años después del inicio de las revueltas árabes y de las manifestaciones mundiales contra la explosión de las desigualdades -desde los “indignados” a “Occupy Wall Street”-, la carencia de resultados inmediatos y la pérdida de indicadores claros desaniman la pasión por transformar la sociedad y el mundo. ¿“Todo para llegar a esto?” es la expresión del desencanto. Algunos partidos políticos tradicionales se fragmentan o cambian de nombre, se multiplican las alianzas insólitas, lo que hace vacilar las categorías políticas conocidas. Rusia denuncia a los “fascistas de Kiev” pero recibe en San Petesburgo una reunión de la extrema derecha europea; Francia alterna virtuosas declaraciones sobre la democracia con el refuerzo del apoyo a la monarquía saudí; el Frente Nacional (FN) se felicita por la victoria electoral de la izquierda radical en Atenas.

La maquinaria mediática amplifica esta confusión, tanto más cuanto su cadencia se acelera y ya no sabe producir más que temas espectaculares adecuados para retener la atención y a provocar el “voyeurismo”, la compasión enervante, el miedo. La extrema derecha y el fundamentalismo religioso se aprovechan entonces de la tendencia general. Combatientes rivales del “choque de civilizaciones” propagan la nostalgia del retorno a un universo de tradiciones, de obediencia, de fe. Defienden un orden social pavimentando, así como petrificado, por el culto de la identidad, de la tierra, de la guerra, de los muertos.

Aquí y allá las tentativas para superar los límites, de salvamento feliz, chocan, como en Grecia, contra un sólido bloque de malevolencia y de prohibiciones. Los intereses en juego son poderosos y la batalla, necesariamente, desigual. Salir de la trampa exige una clara visión de las fuerzas sociales que deben movilizarse, de los aliados que se requiere ganar para la causa y de las prioridades en las cuales basar la acción. Pero parece que hoy, más que nunca, se puede aplicar a los puntos cardinales que han librado en otros tiempos los combates liberadores -la izquierda y la derecha, el imperialismo y el progresismo, la etnia y el pueblo- la observación del escritor Jean Paulham: “Indudablemente, todo está dicho: si las palabras no hubieran cambiado de sentido y el sentido cambiado de palabras.”

Francia nos ofrece un notable ejemplo. Desde que el FN se transformó en uno de los principales partidos del país, el tema del “tripartidismo” rejuveneció. Con una minúscula diferencia: en su origen (1944-1947) el término nos refería a dos partidos que se declaraban marxistas y a un tercer partido de centro derecha...

El actual juego a tres bandas desencadenó un concurso de mezclas, con la pretensión de cada uno de los protagonistas de que los otros dos se coaligaban, al menos tácitamente, contra él. “UMPS” reitera el FN. “FNPS” opone Nicolas Sarkozy. “UMPFN”, afirman muchos dirigentes de izquierda. La niebla parece tanto más impenetrable cuanto ninguna de estas tres imputaciones carece, de hecho, totalmente de fundamento. “En el aspecto económico, la política de François Hollande es igual a la de Nicolas Sarkozy”, admite, por ejemplo, Arnaud Montebourg, ex ministro socialista cuya perspicacia se decuplicó desde su expulsión del gobierno en agosto del 2014. La Unión por un Movimiento Popular (UMP) y el Partido Socialista (PS), dan la sensación de que se enfrentan en Francia, pero ninguno de ellos pone en tela de juicio los grandes parámetros económicos y financieros determinados por la Unión Europea, de la cual dependen ambos.

Tal como en Alemania o en Italia, ¿no sería una coalición de moderados la que, por fin, pueda clarificar la situación? Alain Juppé, uno de los dirigentes de la derecha francesa, sugirió la idea: “Algún dia quizá sea necesario soñar con cortar los dos extremos de la tortilla para que las personas razonables gobiernen juntas dejando de lado los extremos, tanto de derecha como de izquierda, que no han entendido para nada el mundo”. Entre esos “moderados y reformistas de ambos campos”, su aliado centrista François Bayrou añade que él no “ve grandes diferencias: No existe dificultad alguna para crear un acuerdo así sobre los temas de fondo”.

Sin duda, todo ha sido dicho... Ya en 1989 el actual primer secretario del PS, Jean-Claude Cambadélis, pregonaba su misantropía: “Lentamente se instala el escepticismo. Poco a poco sentimos que, apretados entre las limitaciones económicas y la desafección social, no se puede reconquistar el terreno perdido. Hay que ir de caza al terreno enemigo, y como eso tiene algo de mal gusto, surge el sálvese quién pueda general”. Veinticinco años después, en un contexto económico bastante más deteriorado que entonces (en 1988 el índice de crecimiento era de 4,3%; en 1989 del 4%), los socialistas en el poder justifican de nuevo su viraje neoliberal y el vacío abismal de su proyecto político atrincherándose tras una pretendida derechización de la sociedad francesa. El señor Cambadélis se lamentaba de nuevo en octubre pasado: “Todos los clásicos temas reaccionarios han tomado la cabecera: la identidad en relación a la igualdad, la libertad para los franceses de casta y no para los que provienen de la emigración. Esto es sumamente grave”. Es una constatación de fracaso sorprendente.

Pero, ¿debemos extrañarnos? La política de los moderados, lejos de desviar la cólera reaccionaria, la atrae como un pararrayos, de la misma forma en que viene fracasando desde hace decenios. Y sin proponer otro destino colectivo que la promesa de nuevos sufrimientos recompensados por medio punto de crecimiento suplementario. Jim Naureckas, director de un periódico progresista estadounidense, observa una dispersión similar en su país después de la arremetida del “Tea Party”: “El centrismo sólo funciona como ideología si se cree que las cosas marchan bien y que sólo requieren cambios menores. En caso contrario, si se piensa que son necesarias transformaciones importantes, entonces, lejos de ser “pragmático”, el centrismo va derecho al fracaso”.

Y no siempre, como bien vemos, a favor de una opción progresista. Esta imagen describe la situación griega actual: un partido social-liberal, el Pasok, cae del 45% al 5% de los votos, en tanto que el punteo de Syriza se elevaba. También se puede aplicar, en menor medida, al caso de España. Pero otros partidos socialdemócratas resisten mejor. En Italia, por ejemplo, Mateo Renzi aprovechó la confusión general para triunfar electoralmente (40,8% después del escrutinio europeo de mayo del 2014) pregonando el papel de insurgente incrustado en el corazón del sistema. No tanto para transformarlo, ya que la política de Renzi no hace más que ceder a las amenazas de la patronal transalpina, pero modificando la forma, el estilo: juventud, informalidad, discurso generacional estilo Tony Blair que golpea los “privilegios” de los asalariados protegidos, mientras pretende preocuparse de los jóvenes, condenados a contratos precarios. Las elites dirigentes trabajan siempre para dividir las clases populares a partir de la nacionalidad, la religión, la generación, el modo de vida, las preferencias culturales, el lugar de residencia. Y a saturar el debate público con el fin de que estas polarizaciones constituyan nuevas identidades políticas que no plantean ningún peligro al orden social imperante.

El éxito del FN proviene de esta mescolanza, al mismo tiempo que la amplifica. Su discurso mezcla un nacionalismo étnico (la “preferencia nacional”), que seduce al electorado derechista, con proclamaciones sociales generalmente defendidas por la izquierda. El Frente, basándose en los temas de identidad, islam, inmigración, omnipresentes en el debate público, pretende tal como lo hace el ex ministro ecologista Cécile Duflot, que “entre Nicolas Sarkozy y Marine Le Pen, no hay más que una hoja de papel secante”. Pero el ex-presidente de la República rechaza este análisis e insiste sobre todo en un aspecto esencial que, según él, lo contradice: “Es una mentira decir que la señorita Le Pen es de extrema derecha. Su programa económico es el de la extrema izquierda. (…) Ella propone exactamente las mismas medidas, sobre todo en términos de impuestos y jubilaciones, que Mélenchon”. Sarkozy también acopla a Le Pen con el PS: “Votal por el FN en la primera vuelta, es hacer ganar a la izquierda en la segunda. Es el FNPS”.

¿Qué quieren exactamente estos electores del FN, objeto de tantas atenciones convergentes? Surgidos con frecuencia de los medios populares, partidarios masivamente del retorno al franco (63%), se manifiestan al mismo tiempo menos favorables a la supresión del impuesto solidario sobre las fortunas que los de la UMP (29% contra 52%) y más demandantes que estos últimos del restablecimiento de la jubilación a los 60 años (84% contra 49%). En cambio las demandas de ambos electorados se confunden en cuanto a los temas de la reducción drástica del número de inmigrantes y de la prohibición de uso del velo en las universidades.

¿Podemos hablar entonces de derechización de la sociedad francesa? El término “desarrollo” se corresponde mejor con una situación en la cual el electorado de izquierda se desmoviliza porque se siente traicionado por una política... de derecha. Y cuando casi la mitad de los partidarios del FN quisieran “que el sistema capitalista sea reformado en profundidad” y proponen “establecer justicia social tomando de los ricos para darle a los pobres”. La historia abunda en casos de protestas legítimas descarriadas a falta de salidas políticas adecuadas. La política internacional no vuelve el mundo más transparente. En particular para aquellos que aún creen que la brújula de los grandes principios -democracia, solidaridad, derechos humanos, antiimperialismo, etc.- rige el juego diplomático, mientras que éste está determinado, más que nunca, por los intereses de Estado. De más está recordar que, en plena guerra fría, Polonia socialista enviaba carbón a la España franquista, ayudando así a un dictador de extrema derecha a romper una huelga de mineros en Asturias. Y la China de Mao Tse-tung mantenía excelentes relaciones con un ramillete de tiranos proyanquis. En forma simétrica, cuando la Unión Soviética ocupa Afganistán, los yihadistas estaban armados por la Casa Blanca y fotografiados tiernamente por Le Figaro Magazine.

¿Se ha vuelto el mundo más desconcertante porque hoy Estados Unidos apoya a Irán en Irak, se le oponen en el Yemen y negocian con él en Suiza? O porque la República Socialista de Vietnam cuenta con la flota estadounidense para contener las tentaciones hegemónicas de la República Popular China? En realidad, los Estados han buscado casi siempre tanto librarse del abrazo de un protector demasiado poderoso, como disuadir del ataque a un adversario imaginando alianzas en contra. Reprochar al primer ministro griego que explore en Moscú o Beijing los eventuales medios para escapar al cepo financiero de la Unión Europea, invocando las opciones políticas poco progresistas de Rusia o China, ponen de manifiesto una posición moral. Y condenaría a la impotencia a todos los países (...)

Artículo completo: 5 788 palabras.

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Serge Halimi

Director de Le Monde Diplomatique.

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