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Ángel Parra que estás en la vida.

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La noticia me llegó mientras iba de un lugar a otro en la feria del libro de Bruselas. De pronto vi a Carmen acercándose con pasos lentos y en el rostro de mi compañera estaba el dolor que conocemos, el mismo dolor que tratamos de exorcizar a fuerza de cariño y de amor a los compañeros.

Dijo simplemente “Ángel” y sentí en las pupilas el brillo tenue del farolito que iluminaba la entrada del caserón de la calle Carmen, en el Santiago de los años sesenta y setenta, en la ciudad nuestra de los años felices, de los años de sueños, de voluntad de lucha, de esperanza.

Es tanto lo que me une a Ángel Parra, una amistad de casi medio siglo mantenida a través de los encuentros, de los abrazos, de los vinitos entre hermanos, bien conversados, bien a la chilena, de los viajes por la geografía humana de América, Europa, de su voz cantando en la inmensidad de un glaciar en los confines del mundo.

Es tanto lo que me une a Ángel Parra que no puedo dejar que unas lágrimas opaquen el recuerdo, y lo quiero siempre en los momentos íntimos que más gustosamente compartimos: Antes de un concierto, no importa dónde, me gusta verlo cuando abre el estuche de su guitarrón, templa las doce cuerdas, me dice “¿te he contado la historia del artesano que me hizo este guitarrón?”, y aunque me la ha contado le digo que no, porque me gusta cada vez que la narra sacando la música oculta entre las cuerdas. Me gusta su silencio antes de salir al escenario, me gusta cuando se arregla el chal blanco al cuello, cuando los focos del escenario lo iluminan entre los aplausos de los que llenan la sala con el fervor reverencial de saberse frente a un mito de la decencia, de la consecuencia, frente al compañero Ángel Parra. Y me gusta cuando antes de empezar a cantar busca algo en la sala, agudiza la mirada y la pasa entre el público hasta que da con Ruth, y entonces una sonrisa le indica que todo está en orden y puede lanzar al vuelo los pájaros del canto.

Es tanto lo que nos une. Desde sus comentarios certeros a mis primeros versos y textos de estudiante, desde los primeros años de militancia, desde el fragor justiciero de las huelgas, desde la marcha por las calles encendidas, desde el no saber durante un tiempo de nosotros mientras estábamos en los campos de concentración de la dictadura, desde la solidaridad con todo el que la necesitara, desde el hablar al ocaso de las vidas con orgullo de los hijos y los nietos. Desde la convicción de seguir en la brecha.

Al saber la noticia atroz, los compañeros de Bruselas organizaron rápidamente un encuentro. Una compañera preparo unas empanadas con olor del nuestro, pan del nuestro y vino también con color y sabor a sangre nuestra. Llegaron compañeros chilenos, uruguayos, colombianos y peruanos, apareció una guitarra como una humilde estrella de la noche, y a las compañeras y a los compañeros les pedí que no recuerden a Ángel con tristeza, que al hablar de él se alegren con la misma alegría y con la misma dura ternura de Ángel organizando la vida. La vida libre o la vida de los encerrados en el campo de concentración de Chacabuco cuando no sabían si el aire que respiraban era el último.

Ángel Parra, mi hermano del alma, mi compañero de tantos combates y de tantos sueños, mi amigo de lealtad inquebrantable.

Hace unos años, poco antes de un concierto en la plaza mayor de Gijón empezó a llover, pero nadie se movió de su sitio. Entonces Ángel, con su chal blanco al cuello ocupó al escenario y mirando al cielo oscuro de las nubes y la lluvia dijo: “Mamá, tengo que cantar para los compañeros, échame una manito”. Y se abrió un claro, y dejó de llover, y la voz de Ángel Parra nos entregó el calorcito bueno de los compañeros.

Violeta Parra que estás en la vida, a tu encuentro se nos va el Angelito. Recíbelo con un vinito, con carbón del sur de Chile ardiendo en el brasero, y sigue cantando con él.

Luis Sepúlveda.

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