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¿Ejercicio del Poder Constituyente Originario o Reforma Constitucional? por Eduardo Arenas Catalán

En esta presentación argumentaré que Chile no debe emplear el mecanismo de reforma constitucional sino ejercitar el poder constituyente originario para resolver su crónica insatisfacción constitucional.

Los organizadores de este Encuentro han tenido la sapiencia de interpretar adecuadamente el sentimiento político reinante y han convocado a discutir sobre esta importante temática. El día de ayer el profesor Tomás Jordán ha señalado que en verdad es justo y necesario, así como es nuestro deber el darnos una nueva Constitución.[3] Por razones similares y distintas a las que él ha esgrimido, estoy de acuerdo en la necesidad de un cambio constitucional. Quiero decir también que sin considerarme cristiano, comparto el tono espiritual con que ha titulado su presentación. Digo esto pues a mi juicio la primera y más fuerte razón para cambiar la constitución no es política ni tampoco de técnica jurídico-constitucional. Se trata, de una razón que interpela la moral y nuestra conciencia cívica.

En Chile nos ocurre algo parecido a lo que le pasó a aquel pueblo que prefirió callar o inclusive admirar el traje nuevo del emperador que en verdad desnudo se exhibía por las calles. En espera de condiciones más propicias, hemos callado nuestra insatisfacción en 1989 y lo hemos vuelto a hacer a lo largo de todos los gobiernos de la Concertación. En el mencionado cuento de Hans Christian Andersen es precisamente un niño, quien en su inocencia maravillosa, no duda en romper el silencio y decir lo que todo el pueblo ya sabía, pero que por complicidad y colectivo temor, no se atrevía a decir. ¿No han habido acaso niños entre quienes han denunciando características centrales del modelo constitucional neoliberal instaurado en el Chile de la dictadura? Lo que la academia y nuestra clase política culposamente esconde, nuestros niños y jóvenes han sabido denunciar.

El movimiento social en Chile comprende a nuestro ordenamiento constitucional precisamente como lo que es: el resultado de una revancha política;[4] el fruto de un proceso político carente de deliberación democrática, así como una herramienta fundamental en el afianzamiento de ideas, prácticas e instituciones jurídicas representativas de las voluntades y deseos de una élite, en donde – en extraña simbiosis – se unen ciertas corrientes del catolicismo (el tomismo y el conservadurismo), una visión económica anarco-capitalista (el neoliberalismo), y una perspectiva política y jurídica de Estado mínimo o Estado gendarme.

Creo que quienes abogamos por el cambio constitucional no podemos soslayar estos asuntos. Es aquí donde discrepo con el Profesor Tomás Jordán. Ello, pues pienso que si uno aboga por un cambio constitucional no basta con ofrecer razones de técnica constitucional. Ni siquiera resulta suficiente argüir las carencias de acuerdo político sobre aspectos fundamentales de nuestra convivencia como él correctamente ha resaltado. Creo que es necesario decir aun algo más. En lo que sigue me propongo argumentar qué más es necesario decir.

El tópico del poder constituyente originario no pertenece al ámbito del Derecho mas se relaciona con él. Escapa del Derecho en tanto cuanto su vocación consiste precisamente en resistirse al Derecho vigente. Así, si al decir del español Manuel Aragón el Derecho es el mundo de la limitación, de la regulación[5]; un poder primigenio o constituyente es, por definición, ajeno a dichas coordenadas. El poder constituyente originario se define por no conocer limitaciones apriorísticas. A contrario sensu, el tópico del poder constituyente se relaciona con el ámbito del Derecho debido a que precisamente permite establecer el límite en donde el Derecho comienza. No en tanto poder constituyente originario propiamente tal, sino en tanto poder constituido. Así, el Derecho debe humildemente recluirse (o incluso esperar su propia muerte), cuando el poder constituyente se ejercita, y aguardar el establecimiento de los cuerpos organizados en donde el Derecho actúa. Pese a que el Derecho es idealmente el fruto de la creación del único soberano legítimo – el pueblo – éste puede perfectamente – como bien lo sabemos los chilenos – ser el fruto de un suplantador. Así, pese a que sólo el pueblo cuenta con legitimidad, tanto pueblo como suplantador pueden resultar igualmente eficaces.

Por esto último la actitud del Derecho hacia el poder constituyente originario no debe caer en dos vicios de frecuente ocurrencia, esto es, o la negación, o la limitación apriorística del poder constituyente. El caso chileno nos sirve como ejemplo de lo primero. Efectivamente, no hay sección relativa al ejercicio del poder constituyente originario. Por su parte, la redacción del título XV: “Reforma de la Constitución”, no se pone ante el caso de que en vez de una reforma lo que se desee ejercitar sea propiamente un cambio constitucional. Así, el Derecho chileno constituye, como se observa, un buen ejemplo de cómo un ordenamiento jurídico niega al pueblo – quien no es sino el dueño del Derecho – el ejercicio del poder constituyente originario.

En este punto considero necesario retrotraernos hacia un momento de cierta relevancia para la historia de la actual Constitución – 1984. En dicho año el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos organizó un Seminario titulado: “Una salida político constitucional para Chile”.[6] En dicha actividad participaron destacados miembros de la academia y la política, entre ellos don Patricio Aylwin, quien estableció la que se convertiría en la doctrina de la oposición de la época. Dijo en ese entonces: “Ni yo puedo pretender que el General Pinochet reconozca que su Constitución es ilegítima, ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que él tiene sobre mí, a este respecto, es que esa Constitución – me guste o no – está rigiendo. Este es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato. ¿Cómo superar este impasse sin que nadie sufra humillación? Sólo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad”.

La pregunta que a mi juicio surge al analizar estos dichos es si es que hoy resulta posible continuar eludiendo deliberadamente el tema de la legitimidad. En 1984 creo que no quedaba otra alternativa. Sin embargo a partir del triunfo del “No”, en 1988, el tema se tornó más discutible. Como sabemos, sobrevinieron las negociaciones de 1989, las de 2005 y pese a ello, continuábamos disconformes al punto que el propio candidato de la coalición promotora de las mencionadas reformas propuso en su programa cambiar, derechamente, la carta fundamental.

Sostengo que bajo este ordenamiento siempre estaremos disconformes. El vicio no se ha saneado. Peor aún, su magnitud es tal que éste no admite saneamiento. Resulta peligroso e inconveniente desde la perspectiva de nuestra convivencia democrática el pretender soslayar este aspecto. Quienes abogamos por proponer nada menos que un cambio constitucional no podemos fundarlo únicamente en razones de técnica jurídica. Para que la Constitución no sea más un obstáculo a nuestros entendimientos, no puede continuar siendo esta imposición de un sector sobre otro (resultado de suma cero o, como ha dicho Tomás Moulián, “la fagocitación del nosotros por el ellos”[7]).

Tampoco puede ser una Constitución a la medida de un grupo político específico, sino que debe ser una elaborada en base a voluntades y deseos ajustados a las necesidades de las grandes mayorías que conforman nuestro pueblo. Para ello resulta necesario que en Chile se ejerza el “poder constituyente”, que el historiador chileno Gabriel Salazar define como: “aquel que puede y debe ejercer el pueblo por sí mismo – en tanto que ciudadanía soberana – para construir, según su voluntad deliberada y libremente expresada, el Estado (junto al Mercado y la Sociedad Civil) que le parezca necesario y conveniente para su desarrollo y bienestar”.[8]

Ejercitar dicho poder constituyente originario es algo distinto a reformar la constitución. Ésta, con sus numerosas enmiendas al hombro (particularmente aquellas introducidas en 1989 y 2005), admitió la destrucción de una serie de elementos autoritarios y antidemocráticos. Presionada por el movimiento social podría incluso admitir la reforma de aquellos que restan (aun cuando resulte legítimo dudarlo). No obstante, resulta erróneo creer que los problemas de la Constitución tienen únicamente que ver con un documento particularmente rico en diversas y creativas formas de enclaves autoritarios. ¡Por cierto que ello es así, y todos los aquí presentes debiéramos ruborizarnos por ello! Sin embargo, el mayor problema no se remite únicamente a este autoritarismo presente en su régimen de gobierno (exacerbado presidencialismo y débiles prerrogativas parlamentarias), ni tampoco en sus consabidas carencias democráticas (sistema electoral, leyes de quórums antidemocráticos).

El verdadero problema es que la Constitución de 1980 es el resultado de una revancha política contra el modelo de Estado nacional-desarrollista gestado democráticamente en Chile a lo largo del siglo XX. Es esta verdadera refundación del Estado de Chile lo que incluso permite explicar la brutalidad del régimen militar. Así, para Tomás Moulián el “militarmente innecesario bombardeo de La Moneda […] ya expresa una voluntad de tabla rasa, de crear un nuevo Estado sobre las ruinas del otro”[9]. Similar idea es expresada por Felipe Portales, quien al preguntarse por el “proceso de sistemáticas formas de violación de derechos humanos desarrollado por la dictadura”, se responde a sí mismo que éste “no se justificó por una necesidad de orden público. De hecho, la conquista del poder por la Junta Militar tuvo lugar y se consolidó en horas. […] La ejecución de los actos más viles y brutales de represión se explica principalmente por una ideología de seguridad nacional que fundamentó una suerte de refundación del país sobre la base de un coherente modelo económico-social y cultural neoliberal. Para destruir de raíz el tejido social y político que había requerido décadas de democratización, era necesario emplear una represión muy violenta que socavara la asertividad y el desarrollo político que habían adquirido los sectores medios y populares de la sociedad chilena. La extrema atomización política, social y cultural que hemos experimentado requería de una socialización represiva de largos años de duración. Había que destruir no sólo las estructuras organizacionales de larga data, sino fundamentalmente el espíritu y la identidad que las animaba”.[10]

Así, aun cuando acabáramos con todos los enclaves autoritarios jamás acabaremos, dentro de las reglas establecidas por este ordenamiento constitucional, con las características centrales de este modelo político y económico fundado en la idea de revancha. Pues, en palabras del propio Jaime Guzmán: “resulta preferible contribuir a crear una realidad que reclame de todo el que gobierne una sujeción a las exigencias propias de ésta. Es decir, que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.[11]

Ahora, ¿qué es lo que me hace creer que este deseo constitucional cada vez más generalizado tenga derecho a imponerse por sobre la legalidad vigente? Desde mi perspectiva, gracias al movimiento estudiantil y social, hemos entrado en el comienzo de una fase que el estadounidense Bruce Ackerman denominaría: “momento constitucional”.[12] Alguien podría objetar que el movimiento está decayendo, que ya no concita el mismo grado de adhesión, o que tampoco es capaz de establecer canales efectivos de conexión con la política formal-representativa. Nada de esto es cierto. Un simple ejemplo particularmente demostrativo de cómo opera el fenómeno del poder nos da cuenta de ello – el lenguaje. El vocabulario en Chile ha cambiado. Si sólo a comienzos de este año criticar el lucro en la educación sonaba como un asunto trasnochado, hoy, cuesta mucho defenderlo abiertamente sin recibir algún tipo de crítica. Y lo más probable es que ello continúe pese a los muchos intentos del gobierno por detenerlo, aunque no necesariamente bajo las mismas formas de acción y protesta. Nuestra conclusión, siguiendo a Cornelius Castoriadis, es que si bien las acciones organizativas y de manifestación política callejera pueden pasar por distintas fases, el imaginario político-social en Chile ya ha cambiado.

Por otra parte hay quienes creen que el malestar social sucumbirá gracias a los esfuerzos por continuar con la política de subsidiar directamente la demanda por educación, aumentar la subvención por alumno (también a colegios particulares), o transferir becas y crédito a los más vulnerables, como se ha estado discutiendo últimamente. Dichas soluciones, muy a la medida del modelo neoliberal chileno, tienen la “virtud” de no implicar necesariamente el fortalecimiento de la educación pública gracias a que inyectan optimismo directamente en los alicaídos bolsillos de los pobres y la vapuleada clase media. Dicha solución tiene la “virtud”, como dije, de no hacer necesario el debate en torno a la idea de una educación pública debido a que permiten su implementación de manera autónoma al objetivo de fortalecer las instituciones educativas del Estado. Aun en este escenario soy de la tesis que el malestar social ha ingresado en una fase de no retorno pues tanto en el ámbito de la salud, de la previsión, del mercado del trabajo y de nuestros mercados financieros resulta posible apreciar similares síntomas de agotamiento y decepción. El movimiento social se ha empezado a ensanchar hacia dichas áreas.[13] Así, aún si se optara exclusivamente por esta solución “neoliberal”, no sólo se llegará a un punto en que el modelo tendrá que hacer frente a sus propios argumentos contra la temida política asistencialista. Mucho más grave aún, el Estado se verá imposibilitado de pagar los costos derivados de la implementación de estos derechos con los pocos instrumentos de que dispone, habida cuenta de la pauperización que ha experimentado a manos de la ideología neoliberal.[14]

De este modo parece dable esperar que en un escenario de constante presión por aumentar los impuestos a las empresas o por establecer con rango constitucional el derecho a la educación, o el derecho a la salud o el derecho a una jubilación digna, resulte, que casi sin darnos cuenta, en vez de terminar cuestionando matices o énfasis del modelo concluyamos discutiendo la pervivencia misma de éste. Estaremos, en otras palabras, discutiendo la matriz fundacional del tipo de Estado en que deseamos vivir.

No es casualidad que la Constitución de 1980 haya nacido sin establecer derechos sociales. Tampoco es casualidad que la Constitución reniegue del Estado empresario, que establezca el recurso de amparo económico, que establezca un modelo de Estado subsidiario, o que no garantice ningún derecho social. Tampoco es casualidad que quienes lo defienden – ayer hemos escuchado al Profesor José Francisco García[15] – se esmeren por recomendar algo insólito como es que el Estado Subsidiario pueda conducir al Estado de Bienestar (¡!) Todos estos elementos forman parte de un coherente diseño institucional en el que confluyen las figuras de Augusto Pinochet, Jaime Guzmán y Milton Friedman. Profusamente documentado, todo aquello no puede ser calificado de mito.

Así las cosas, como ha dicho ayer el Profesor Jordán, no podemos – porque no tiene sentido – modificar la Constitución si nuestro objeto es ofenderla. Pues, ¿no es acaso ofender la Constitución el contar con un régimen económico neoliberal como el que hemos descrito, junto a la existencia de derechos sociales, tales como el derecho a la educación? Considero que aquello redundará, más que en una reforma, en un injerto constitucional, en donde todo el modelo de Estado caminará por los rumbos neoliberales, mientras la educación – “huacha” – se desplazará sola por la senda del Estado de Bienestar. Fernando Atria ha dicho que la Constitución de 1925 permitió que el pueblo pudiera “apropiarse de ella”.[16] He ahí la gran diferencia con la Constitución de 1980. Jamás el pueblo de Chile podrá apropiarse de una Constitución nacida de la revancha; de la brutal y antidemocrática destrucción de los sueños de justicia de un importante sector de compatriotas, ni de una cuya mayor virtud sea la de traer el recuerdo insoslayable – ya es hora que lo recordemos más seguido los constitucionalistas – de los fantasmas tristes y sin ojos de nuestros detenidos desaparecidos. No. Sencillamente repugna la conciencia cívica, democrática y republicana el que pretendamos legitimar esta Constitución.

En este contexto, hemos visto cómo la primera persona plural ha vuelto a recobrar en Chile su significancia. Gabriel Salazar ha mostrado cómo esto ya ha ocurrido en Chile.[17] Ocurrió cuando se forzó la renuncia de Bernardo O’higgins; ocurrió cuando se redactó la Constitución del 28; ocurrió cuando se llegó a la crisis en los años 20, y está ocurriendo hoy, como lo atestiguan las alamedas de Santiago y de todo el país en los últimos meses.

La labor del constitucionalista no es vanguardista, sino retaguardista. Pese a ello en Chile se ha hecho siempre todo lo contrario, pues independientemente de que la abrumadora mayoría de los textos constitucionales hayan emergido como consecuencia de haber cooptado los movimientos constitucionales, o sencillamente los haya creado artificialmente mediante la maquinaria del Estado y sus elites políticas, el hecho es que esencialmente el poder constituyente no les pertenece a éstas. Los niños y jóvenes de Chile ya han denunciado al emperador. ¿Sabremos como pueblo responder adecuadamente a esa denuncia?

NOTAS

Ponencia presentada el día viernes 11 de noviembre de 2011 en Santiago de Chile, con motivo del: “IV Encuentro Nacional de Profesores Jóvenes de Derecho Constitucional”, organizado por la Universidad Alberto Hurtado.

Eduardo Salvador Arenas Catalán, 30 años. Licenciado en ciencias jurídicas por la Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo y Magíster en Investigación en Teoría Jurídica, Derecho Constitucional y Derechos Humanos por la Universidad de Utrecht, Holanda. Se ha desempeñado como Profesor Auxiliar de Derecho Constitucional en la Universidad Católica del Norte, Sede Coquimbo, como Profesor Adjunto de la Universidad Central Sede La Serena, y como Investigador del grupo Inter-Americano de la Clínica Jurídica en Conflicto, Derechos Humanos y Justicia Internacional de la Universidad de Utrecht. Gracias al financiamiento del Programa Becas Chile iniciará, a contar del segundo semestre de 2012, un Doctorado en Derecho Constitucional Comparado en la Universidad de Utrecht.

[3] El organizador del encuentro y profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Alberto Hurtado participó con la ponencia titulada: “En Verdad Es Justo Y Necesario, Es Nuestro Deber Darnos Una Nueva Constitución”.

[4] Sobre esta perspectiva véase: Vid. RIESCO Manuel, “Democracia Y Desarrollo Nacional”, en ARENAS Eduardo (compilador), “Foro Universitario. Cinco Años De Reflexiones En El Cincuentenario De Nuestra Universidad”, Universidad Católica del Norte, Coquimbo, 2007.

[5] ARAGÓN Manuel, “La democracia como forma jurídica”, (Working papers / Institut de Ciències Polítiques i Socials; 32/91), Barcelona: Institut de Ciències Polítiques i Socials, 1991, p. 9.

[6] POLANCO José y TORRES Ana María (editores), “Una Salida Político Constitucional Para Chile”, Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, Santiago, 1985.

[7] MOULIÁN Tomás, “Chile Actual. Anatomía De Un Mito”, Lom, Colección Escafandra, Santiago, 2002, p. 44.

[8] SALAZAR Gabriel, “En El Nombre Del Poder Popular Constituyente (Chile Siglo XXI)”, LOM, Santiago, 2011, p. 27 (los destacados pertenecen al Profesor Salazar).

[9] MOULIÁN Tomás, Op. Cit., p. 35.

[10] PORTALES Felipe, “Chile: Una Democracia Tutelada”, Editorial Sudamericana Chilena, Santiago, 2000, pp. 381-382.

[11] Citado en Ibídem, p. 46.

[12] Vid. ACKERMAN Bruce, “We The People. Volume 1. Foundations”, Harvard University Press | Belknap Press, Cambridge, Mass, 1991.

[13] Véase: http://chilenosconstituyente.blogspot.com/

[14] ASTORGA Enrique, “La Democracia Agoniza Voto A Voto. La Política En La Era Transnacional”, Editorial Universidad de Santiago, Colección Ciencias Sociales, Santiago, 2006, p. 31.

[15] José Francisco García, Profesor de Derecho Constitucional de la Pontificia Universidad Católica y de la Universidad del Desarrollo sostuvo lo anterior en el marco de su ponencia: “5 mitos sobre la Constitución del 80’ que nos instaló la izquierda jurídica mientras fumábamos marihuana”.

[16] Periódico The Clinic, edición online de 25 de julio de 2009. Véase: http://www.theclinic.cl/2009/07/25/fernando-atria-abogado-constitucionalista-%e2%80%9cla-constitucion-le-da-poder-de-veto-a-la-derecha%e2%80%9d/

[17] Vid. SALAZAR Gabriel, Op. Cit.

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