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¿Son los evangélicos chilenos fundamentalistas? por Ignacio Eduardo Cid Pozo

En una columna recientemente publicada bajo el título “¿A quién representanta Javier Soto? Evangélicos, Identidad y representatividad”, se plantea la cuestión en torno a la supuesta representatividad que ostentaría Javier Soto respecto al protestantismo chileno. Mediante una impecable revisión histórica y sociológica, el autor da cuenta de la profunda diversidad existente al interior de este segmento religioso, y de cómo Soto no sería nada más que un vocero de un sector que, aunque mayoritario, no da cuenta de la multiplicad de formas y expresiones que adquiere la iglesia evangélica en Chile.

En la columna llama la atención, sin embargo, cómo entre el profundo rigor académico con el que el autor asume el desafío, aparece el término “fundamentalista”, utilizado con prodigalidad, e incluso irreflexividad, a la hora de describir el conjunto de prácticas y creencias que agrupan a algunas iglesias. De la descripción se desprende incluso que el fundamentalismo pareciese ser una cuestión presente, con diferentes matices, en todas las iglesias evangélicas nacionales, con excepción de aquellas que forman parte de la los credos históricos, o como también los llama el autor, “de transparente o migración”.

Para dilucidar el uso excesivo del calificativo, conviene entonces dar cuenta de sus orígenes y características. El fundamentalismo es un fenómeno religioso surgido a principio del siglo XX en el seno del protestantismo estadounidense al calor de las querellas liberal-conservadoras respecto a los fundamentos de la fe cristiana (la naturaleza trinitaria de Dios, el carácter histórico de la existencia de Cristo y su resurrección, la redención vicaria del sacrificio y el nacimiento virginal, entre otros). De ese modo, tal como lo indica el profesor Manfred Sevensson en uno de sus trabajos recientes, el fundamentalismo teológico comparte con el liberalismo teológico profundo de figuras como John Locke, la necesidad de establecer ciertos “fundamentales”, cuya creencia habilita la condición cristiana de los creyentes, o en otras palabras, que todo cristiano debería creer para ser tal. A través de esta comprensión los fundamentalistas son presas de un minimalismo teológico que los empuja a rechazar cualquier intento robusto por establecer un corpus de reflexión teológica, lo que deviene en una hostilidad al ejercicio teológico mismo. Los “fundamentales” son, para ellos, más suficientes.

El fundamentalismo destaca además, en el ambiente que lo vio nacer, por su carácter altamente politizado, que con frecuencia se manifiesta en asociaciones partidistas norteamericanas como el tea party, o de lobby como el Concilio Internacional de Iglesias Cristianas (CIIC). Ambas formas buscan influir en la esfera pública a través de la denuncia de la decadencia moral de la sociedad, el modernismo, el ecumenismo y la oposición moral take-off issues, propios de sociedades industrializadas como el aborto, el matrimonio homosexual, la legalización de la marihuana, entre otros. En ese sentido, en aquellos contextos donde tiene influencia, el fundamentalismo aparece como una fuerza social conservadora y altamente politizada, que en palabras del sociólogo Max Weber, persigue la “dominación y sometimiento del mundo profano”.

Ahora bien, al acudir a la literatura respecto a la caracterización del mundo evangélico en Chile, la tesis respecto al componente fundamentalista en meterías políticas se desvanece. D’Epinay, por ejemplo, da cuenta en su trabajo El refugio de las masas, del marcado carácter apolítico del pentecostalismo chileno (que según el último censo aún constituía el 90% del protestantismo chileno). D’epinay caracteriza al evangelicalismo nacional como una espiritualidad alienante que invita a sus fieles al desarraigo social y a la huelga política pasiva. Resulta evidente para D’epinay, como para cualquiera que observe con detención, que el protestantismo en Chile no es político como el norteamericano y que de hecho no tiene dentro de su horizonte de posibilidades la conformación de una derecha religiosa.

Respecto a la tesis del carácter “fundamentalista” de la teología evangélica en Chile, Evguenia Fediakova ofrece algunas claves de interpretación que, al menos, cuestionan la veracidad de la tesis. La profesora Fediakova ve con optimismo el aumento del capital cultural y el grosor intelectual de las iglesias evangélicas en Chile. Un creciente aumento en la educación superior de los fieles, sumado a un fuerte recambio generacional, ha permitido la aparición de ciertos espacios de reflexión y apertura en las iglesias evangélicas. Aun de manera discreta, las distintas comunidades cristianas han comenzado a profesionalizar y profundizar su reflexión teológica, cuestión que se traduce en la fundación de un centro de enseñanza teológica como el Seminario Teológico Bautista o el Instituto Bíblico Nacional (pentecostal). En ese sentido, aun cuando se pueda decir que en muchos casos en estas iglesias todavía permanece fuertemente arraigado el dominio de las teologías conservadoras, éstas no son fundamentalistas en el sentido descrito por el profesor Svensson, en la medida en que se desprende de su hostilidad por el ejercicio teológico.

Finalmente, respecto a la tesis según la cual el fundamentalismo estaría presente en la mayoría de las iglesias evangélicas con excepción de los credos históricos, vale la pena recordarle al autor, tal como lo hace Fediakova (2013), que Chile es uno de los países con uno de los movimientos fundamentalistas más organizados y activos en América Latina, y que éste tiene su origen en la Iglesia Presbiteriana, de larga tradición, y no en las recientes comunidades pentecostales.

Resultaría interesante, entonces, que el autor ofreciera una definición más sustantiva del fenómeno del fundamentalismo, pues de otro modo cae en la misma práctica que pretende denuncia, homogenizando allí donde a todas luces hay solo diversidad.

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