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¿Qué nos dice un niño que se muere de hambre? Por Augusto Cavallari

Cuando se habla de nuestro país, algunos se concentran en los cambios políticos que deben dar origen a cambios más radicales en nuestra base social, política y económica, entonces la Constitución tiembla, el derecho de propiedad tiembla, los dueños de la propiedad tiemblan, lo que sería plenamente entendible en un país que Neruda identificó como esencialmente “telúrico”.

Ante esto, algunos señalan que deben venir cambios, pero les dejan caer, como diría Benedetti “piedritas en el camino”, y por algo será. Otros, en tanto, se oponen a estos cambios porque es imprescindible preocuparse de los temas que deben importarnos a todos, como los infaltables delincuentes. Además, debemos preocuparnos que no se afecte el empleo, como si el nivel de empleo y de ingresos estuviese en un nivel óptimo, que hay que conservar a toda costa porque es un logro muy valioso. Todo, sin precisar que nuestra carga impositiva, que unos mencionan como un límite apenas aceptable, se parece al de algunos países de África. Y claro que tenemos algunos problemas como los de África, pero jamás los queremos ver.

Porque nosotros, la “gente”, o nosotros, los amigos y amigas, da la impresión que nos diluimos en el fondo de grandes proyectos, en alambicados sistemas públicos, en políticas que serán la panacea de los olvidados y los pobres, pero lamentablemente los verdaderos desamparados no son cobijados por nadie y esto no debe ser preguntado incisivamente, porque los periodistas no deben incomodar a la gente de bien.

Así ha surgido el caso de un niño, en los suburbios de la ciudad de Arica, que fue abandonado por quienes debían protegerlo. Sufría de hambre y fue alimentado con la leche de una perra generosa. Este hecho terrible nos exhibe el vacío y carencias de nuestra sociedad, conformada por tanta “gente” o por tantos amigos y amigas, que no proporciona lo que debe a quienes lo necesitan, porque han sido olvidados de los grandes planes, porque no hay fondos para ellos o –sencillamente- porque su drama no parece importante. Porque lo que nos debe importar es la delincuencia, el empleo, la corrupción, salir adelante con las reformas, la desaprobación de la clase política, la vida privada de las estrellas del fútbol o la negación de mar a quienes son majaderos en pedirlo.

Y es que los desamparados no se encuentran entre “los temas que le interesan a la gente”, no aparecen en parte alguna, y nos remitimos una y otra vez a la fraseología vacua de la clase política que está en contra o a favor de las medidas o de tal o cual política pública. Mientras en Chile haya niños que se mueren de hambre y seres desamparados, nadie debería sentirse cómodo o satisfecho o siquiera tranquilo, porque como indica el epígrafe de “Por quién doblan las campanas” de Hemingway, ellas doblan por todos nosotros, no solamente por los que jamás terminan perdiendo algo, y todos somos, finalmente, parte de la humanidad.

En este milagro que se aleja, miles viven con pensiones miserables, otros golpean puertas que (como lo anticipó Kafka en “El Proceso”, jamás se abrirán). Algunos viven en hacinamientos miserables, son expulsados de cités en forma políticamente correcta o viven con el cielo como techo, y todo esto, a nosotros, no nos va ni nos viene, porque tenemos que escuchar lo que le importa a la “gente” o lo que nos informan como buenos amigos y amigas.

Reconocer que afuera, en la calle, “hay otro”, que un niño que se muere de hambre es un problema de todos, que nunca debimos postergar con tanto sistema o proyecto, es una cuestión crucial que no solamente satis facería a Foucault, a Cristo o a Gandhi, sino tal vez al ser humano, que muy seguramente se encuentra dentro de nosotros y que, con tanto discurso y con tanta reforma y contra reforma, que no se aproxima a los verdaderos postergados, nunca dejamos salir y que, para variar, es nuestro verdadero olvidado de siempre.

Augusto Cavallari Perrin
Académico Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Universidad Central

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