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Plan de formación ciudadana. ¿Desafío o buenas intenciones? Por Patricio Carreño y Rodrigo Escobar

En el presente año, el gobierno ha promulgado la ley 20.911 respecto de la creación del Plan de Formación ciudadana para los establecimientos educacionales reconocidos por el Estado. Esta ley declara que el plan de formación ciudadana deberá implementarse en todos los niveles de enseñanza (educación parvularia, básica y media) y se inserte dentro de las definiciones curriculares existentes. El objetivo es la formación de ciudadanos y ciudadanas comprometidos y responsables con el entorno natural y social orientado a fortalecer los valores de la justicia, la libertad y la solidaridad, valores que junto con otros buscan promover la democracia.

El plan de formación ciudadana, pretende responder a una de las demandas quizás más sentidas por nuestra sociedad, aprender a vivir y convivir en una comunidad que respete los derechos de los ciudadanos, regida por la transparencia y no el engaño y el fraude como modos de acción institucional, que en su mejor expresión es la corrupción, siendo éste tan dañino no sólo para los individuos sino también para las instituciones. Cuando estamos ante individuos e instituciones corruptas estamos enviando la democracia a la UTI porque la democracia no es sólo una determinada manera de organización social y política, sino ante todo un ethos, vale decir, un estilo de vida del que hemos apostado para vivir juntos y hacer de esta sociedad, como diría Ortega y Gasset: un mundo más habitable. Por esta razón la educación tiene un rol fundamental que cumplir, pues nos ayuda a comprender que para ser ciudadanos no basta con vivir en un determinado territorio, sino que debe educarse como tal.

En virtud de aquello, los distintos proyectos educativos son quienes reflejarán en sus propios programas preguntas tales como: ¿formación ciudadana al modo de capacitación e instrucción con algún sesgo ideológico partidista? o ¿una educación que pretenda crear las condiciones favorables para educar en el cultivo de los valores sociomorales?

A este respecto, no es lo mismo asentar las bases en una democracia como procedimiento que apelar a una democracia cuyas condiciones de educación y cultivo de valores pretendan promover la posibilidad de un compromiso activo y responsable con el entorno social, natural y el modo del que gustamos con-vivir (vivir no con el otro, sino junto al otro).

Viene muy bien que en la ley se declare que uno de sus objetivos es “garantizar el desarrollo de una cultura democrática y ética en la escuela”, aun cuando se aprecia una particular preocupación hacia la adquisición de conocimientos cívicos, de cómo se organiza el Estado y del conocimiento de los derechos y deberes. El primer objetivo que declara la ley es “promover la comprensión y análisis del concepto de ciudadanía y los derechos y deberes asociados a ella, entendidos éstos en el marco de una república democrática, con el propósito de formar una ciudadanía activa en el ejercicio y cumplimiento de estos derechos y deberes”. Quedarnos centrados en estos aspectos corre el riego de reducir la ciudadanía al conocimiento de derechos y deberes, concibiendo de manera incuestionable la valoración de la institucionalidad. Esta condición de posibilidad inhibe el rol propio del quehacer ciudadano, es decir, la posibilidad de gestar proyectos comunes a y desde una cultura de la deliberación y toma de decisiones sin una entidad que opere como árbitro frente a las tensiones propias de la sociedad. Este tipo de relación neutral en política ha sido una práctica que se ha heredado desde los tiempos de la dictadura, pues implica que las decisiones, en última instancia, no sean tomadas por los propios actores en cuestión depositando la intervención de los conflictos en las instituciones que no siempre representan las necesidades y percepciones de los ciudadanos. De esta manera se naturaliza la imposibilidad de ser parte de la construcción y decisión de los grandes temas país. Cosa que por lo demás son decisiones que repercuten a los destinatarios naturales que son los propios ciudadanos, quedando desprovistos de toda acción política posible. Este proceso de despolitización de la sociedad ha ayudado a generar las grandes brechas que separan hoy en día la dimensión política de la dimensión social. La evasión de la conflictividad implica eludir las tensiones propias de una sociedad pluralista y democrática que plantea desde una diversidad dialógica la posibilidad de una convivencia encarnada en el encuentro cotidiano con ese otro que interpelo y al mismo tiempo me interpela.

La sola lectura de la ley 20.911 en términos globales refleja la necesidad del país de construir una sociedad más democrática y justa. Sin embargo, la lectura que vincula la ley a la luz de las “Orientaciones para la elaboración del Plan de formación ciudadana” arroja cierta intranquilidad debido a que el concepto de ciudadanía queda reducida en el binomio derechos y deberes, apostando a que se es más y mejor ciudadano en la medida que conozcamos de mejor manera el funcionamiento de la institucionalidad, además de la impronta en el concepto de ciudadanía activa como mero elemento de civilidad (aquel que saluda a sus vecinos, ayuda a cruzar la calle a quien lo necesite, dona su vuelto, etc.). Esta misma acentuación conduce a que la ley olvide, -o al menos no destaca como debiera ser- la participación como concepto axiológico que articula una formación en ciudadanía. Por esta razón es que aquí hablamos de una educación para una ciudadanía activa porque sitúa como vehículo de acción la participación comprometida de todos los involucrados con el objetivo de avanzar en la construcción de escuelas y aulas democráticas, sin evadir las tensiones que vinculan la educación con los procesos sociales, culturales y políticos.

Es de esperar que los proyectos educativos que desplieguen los centros educativos tengan muy presente que una educación para una ciudadanía activa tiene mayor alcance cuando se insertan de manera transversal en todos los espacios curriculares e institucionales, además no se agota ni descansa en implantar (o re-implantar) una determinada asignatura, ni tampoco en un conjunto de “actividades extraprogramáticas; todo lo contrario, la ciudadanía es más que conocer informativamente la institucionalidad porque desarrolla las condiciones de participación responsable concebida a partir de las escuelas democráticas, por lo tanto, su alcance es mucho más amplio de lo que entrega el binomio derechos y deberes. Este binomio finalmente conduce a educar en la pasividad y poco o nada en una educación para construir una ciudadanía activa y menos aún una sociedad democrática.

En consecuencia, no es lo mismo una educación para una ciudadanía activa como desafío para convivir en una sociedad más justa, equitativa y solidaria que una declaración legal de buenas intenciones.

Patricio Carreño Rojas
Doctor en Educación. Docente de la Universidad Cardenal Silva Henríquez
Rodrigo Escobar San Martín
Docente de la Universidad Católica Silva Henríquez

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