Escribir sobre el 11 de septiembre de 1973, y sabiendo que son ya 50 años, yo tengo 55, es un modo casi terapéutico y político de pensar mi presente y nuestro presente, incluso si eres o no chileno, estimado lector. Sin embargo, esto yo mismo lo he hecho en otros 11 y ahora veo, además, que tantos escriben y opinan sobre el 11, que la distancia me invade completamente y casi no quiero decir nada de esta fecha y su actual presente (solo veo traición, mentira, aprovechamiento y todo modo neurótico por capitalizar hasta el 11). Y ese pudor distante me lleva casi al silencio y realmente a no decir “nada”. Ese pudor también me indica a no decir “cosas” que ya he dicho en otros textos y no caer en algunos “lugares” comunes (son insoportables e infumables) para estos 50 años. Por tanto, solamente me gustaría indicar que en cierta forma ese 11 me afectó y nos afectó a todos, también a todos los que apoyaron el nefasto acontecimiento del Golpe de Estado de Pinochet y las fuerzas políticas que en la complicidad lo permitieron y buscaron.
Mi padre, creo, que no llegó a secundaria o lo expulsaron antes de terminarla (era medio bueno para los combos y hacer la cimarra), en alguna escuela pública de dudosa calidad perdida en alguna parte, en uno de los lugares más pobres de esos tiempos (ahora los hay más pobres) que es el Cerro de Playa Ancha en Valparaíso. Él nació por los años 30 del siglo pasado (puede ser el 37), su padre (un abuelo que nunca quise mucho, porque simplemente no me quería, tampoco a mi hermano y menos a mi madre, por ser muy feminista para esos tiempos: y para rematar éramos demasiado estudiosos para querernos: el estudio nos salvó de la droga) fue un mayordomo, por decirlo de alguna manera, de cuartel de basura de Playa Ancha, le gustaba comer, andar a caballo, de muy malgenio (me causaba temor), le faltaba un ojo (algo así recuerdo) … Mi padre no le gustaba estudiar, solo le gustaba jugar futbol, comer sus cazuelas, bailar cueca y otros ritmos afines, fanático del Colo Colo, ir a fiestas, estar con los amigos, los niños pequeños, fue un soldador que se quedó casi ciego, por las horrorosas condiciones laborales de una empresa en la que trabajó cuando muy joven y como tenía que hacer algo para sobrevivir se volvió en el carnicero de la familia, casi siempre apatronado, y del Cerro Playa Ancha principalmente, pero estuvo en otros cerros trabajando a lo largo de unos 40 años.
Lo recuerdo muy seguro y fuerte (literalmente, ser un cortador de carne exige tener mucha fuerza ya para despostar el animal como para echárselo al hombro y estar de pie todo el día o entrar y salir de frigoríferos), y que hablaba muy poco: era gestual, como un tipo Brandon. Lo recuerdo muy cariñoso con los niños, a mi hija Constanza le tenia una paciencia infinita, cascarrabias, no le gustaba que lo molestaran mucho, ver y escuchar sus partidos de futbol era un clímax para él. Durante años almorcé escuchando a un comentarista deportivo que se llamaba Julio Martínez. Nunca tuvo vacaciones, trabajó brutalmente para otros y para enriquecer a otros: su trabajo se lo expropiaban su ‘jefes’ a mucha honra. Pero él se sentía feliz por ser un buen carnicero y por tener trabajo. Nunca se dio cuenta de que era un explotado y formalmente no tenía conciencia de clase, pero siempre vivió en ‘su’ clase, determinada por la elite del poder (los mismos de siempre que llegan hasta nuestros días), que lo asignaron como ‘pobre’ dentro de la matriz chilena y que funciona hasta hoy de modo ‘naturalizada’. No aspiraba a tener grandes cosas. Era feliz con mi madre, con sus hijos, muy perruno y en una casa que se caía de pobre y que no tenía casi nada, ni suelo, ni baño, ni vidrios, ni nada: solo espíritu, rica comida con mucha carne y sentimiento para acoger al otro: mi padre invitaba a unos niños más pobres que nosotros en Navidad a cenar, se preocupaba de todos los perros de la calle, era al parecer buen consejero en su silencio de muchos amigos, y se llevó a vivir a mis abuelos maternos a nuestra casa muy pobre, porque mis abuelos estaban enfermos y totalmente arruinados por el sistema capitalista de entonces.
Mi padre, casado con una sanfelipeña hija de palestino (uno que había perdido todo su dinero y solamente le quedaba su bondad para dar hasta su último respiro), vivió toda una época de Chile de transformaciones sociales en los que se podía albergar un cambio real que, a lo mejor, sería un modo de vida, de mayor calidad e integración social para todos y en donde lo público sería parte de la construcción de los chilenos (pero como se sabe, este modo de los setenta fue abortado de modo brutal por el mundo mundial). Sin embargo, mi mismo padre hablaba muy poco de política, siento que le tenia miedo a decir algo en público; eso era evidente bajo la Dictadura de Pinochet y prefería seguir trabajando de modo brutal ‘naturalizado’, viendo sus partidos de futbol, comienzo sus cazuelas, escuchando a sus amigos, bailando cueca con su hermana Olga y acompañando a mi madre el poco tiempo que tenía libre para estar con ella y con nosotros, sus hijos; mi padre solo descansaba el domingo en la tarde y así por años, décadas... Yo pienso que estaba lleno de enfermedades, pero no se dio ni cuenta y así fue como se murió de rápido (en pocos días ya estaba muerto), no tenía ni idea de su cuerpo, todo estaba naturalizado en él: todos sus dolores los aguantaba y nunca se quejaba de nada, solo asumía y asumía como animal de carga. Tosía mucho, con ataques, no veía bien con sus úlceras a los ojos, tenía una rosácea brutal, unas bellas manos, un cuerpo muy tonificado, entre fuerza vital y delicadeza; y alguna vez lo vi llorando, estaba algo depre por sus condiciones materiales. No podía darle lo que quería a mi madre. Su familia lo criticaba porque nos tenía en un colegio pagado, pero era un colegio de cerro y era realmente un chiste lo que se pagaba. Igual lo criticaban, pues e mantra era los pobres entre los pobres y no pueden aspirar a nada mejor, solo educación, sanidad, vivienda, ocio, alimento de pobres. Pero él intentó, influenciado por mi madre, que por lo menos a educación fuera “algo mejor” (tampoco lo fue: era horrorosa).
Yo era pequeño y tuve muchas enfermedades. Y siempre he tenido mil cosas, hasta cojeo, problemas de caderas y que en el hospital donde nací no se dieron cuenta y mis padres menos. Una novia se dio cuenta cuando era joven de mis dolores de espalda que son muy fuertes y otra, cuando era mayor, se dio cuenta de que estaba lleno de fármacos para poder vivir y así engañado poder estar mejor con mi hipertensión, gota, etc., etc. Pero mi padre que no se quejaba y que era un simple eslabón en la cadena de ‘trituración de carne’, usando una metáfora del carnicero, no se dio cuenta de que también todos nosotros, su familia, también éramos triturados desde niños y que eso lo llevaríamos a cuesta día a día, hasta que todos nos muramos. Él fue el primero en morirse y se murió por una institución sanitaria de lo peor (se infectó en un control médico y o duró ni 7 días), de esas que capitalizan con nuestros dineros, pero no tienen ni médicos que hacen bien su trabajo ni pabellones para operar con dignidad.
Mi padre, el que no se quejaba, terco como una mula y cariñoso en el gesto, algo toro y mirlo blanco, debió ser un poco conservador. No recuerdo lo que opinaba de Allende, hablaba poco de Pinochet. Yo veía al Dictador cuando chico en la televisión y me daba miedo ese viejo feo que no paraba de meternos miedo y retarnos. Mi padre, Julio, no se dio cuenta, estaba tan metido en la inmediatez de su vida para poder sacarnos adelante, que su propia vida se volvía indigna y lo intoxicaba a él y a todos nosotros y nos llevaba derecho a la muerte. Le faltó una distancia que no pudo lograr alcanzar para poder descansar; un poco de descanso para que en ella aconteciera aire fresco que le permitiera mediar su vida y darse cuenta de que el amor que nos tenía debía ser construido entre todos NosOtros bajo el amparo de un modo político que estuviera a la altura de su tremendo trabajo brutal en la que vivió por años...
No todo 11 da lo mismo… ¡Te quiero, Papá!
7 de septiembre de 2023, Playa Ancha