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Democracias revolucionarias

A mediados de septiembre de 1973 llegó a la ciudad de Rosario, huyendo de la represión pinochetista, un diputado del Partido Socialista chileno. En una improvisada conferencia organizada en la Asociación de Trabajadores del Estado, narró las vicisitudes de miembros del gobierno y militantes frente al golpe de Estado, hizo las primeras denuncias sobre violaciones a los derechos humanos en su país, pidió ayuda para los miles de compatriotas apiñados en el Estadio Nacional y salvoconductos para los refugiados en las embajadas; hizo en fin todos los trámites que por esos años fuimos aprendiendo a hacer brasileños, uruguayos, argentinos, bolivianos, chilenos... Para los argentinos, que apenas seis meses antes habíamos recuperado un espacio democrático después de ocho años de lucha contra la última y más absurda –si cabe– dictadura que nos había tocado en lo que iba del siglo, el choque fue impresionante. ¿Acaso Uruguay –que soportaba una dictadura desde hacía ya un año– y Chile no eran los modelos democráticos de América del Sur? Lo que más impresionó del relato del ya ex diputado chileno fue su descripción de un momento anterior, junio de 1973, cuando inmediatamente después del “tanquetazo” –el ensayo general militar de golpe de Estado que se concretaría en septiembre– decenas de miles de chilenos, reunidos frente al Palacio de la Moneda, reclamaron a Allende la disolución del Congreso, la entrega de armas al pueblo y mano dura para los militares golpistas y los sectores civiles que los apoyaban. Allende callaba; parecía reflexionar. Fue entonces cuando un alto dirigente del Partido Socialista, amigo de Salvador Allende, apretó el brazo del Presidente, urgiéndolo; “¡Hazles caso, Chicho! ¡Hazles caso!” Allende se desprendió con cierta violencia y se dirigió a la multitud: “Soy demócrata y moriré siendo demócrata...”

Artículo completo: 313 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de enero 2006
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Carlos Gabetta

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