En Quebec había una aldea que no quería morir… Algunos de sus habitantes tomaron la iniciativa de agarrarse de la mano y apostar a la inteligencia colectiva y a la solidaridad para intentar detener su decadencia. Si bien la acumulación de experiencias locales no basta para solucionar todos los problemas globales, esta comunidad despliega principios y valores susceptibles de encontrar aplicación a otras escalas.
Es inútil concertar una entrevista con un habitante de Saint-Camille un viernes a media tarde. Si estuviera en la aldea, lo más probable sería encontrarlo sentado con su familia y amigos en los acogedores salones de la planta baja de Le P’tit Bonheur* de-gustando una pizza de la casa. Desde las 4 de la mañana el panadero vecino preparó la masa. A partir de las 7, tres voluntarios vinieron a cortarla. En la cocina otros tres se afanan ante nosotros y preparan distintas variedades, entre ellas una vegetariana. Por 8,25 dólares la gente se sirve y vuelve a servirse a voluntad. Los sedientos tienen a su disposición una excelente cerveza artesanal producida a unos pocos kilómetros, y se puede terminar la comida con frutillas de una granja asociada a la cooperativa hortícola y agroforestal local, la Clé des champs**.
Para quienes no tengan ganas de cocinar el martes al mediodía, también funciona la cantina rodante que depende de la cocina de Le P’tit Bonheur. Son los habitantes de más edad de la aldea –los mayores, como se dice en Quebec- los que preparan, gratuitamente por supuesto, las comidas que se entregan a domicilio o son consumidas en el lugar, en especial por los niños de la vecina escuela pública cuyo nombre –Christ-Roi [Cristo Rey]- recuerda que fue fundada a comienzos del siglo pasado por la orden de las hermanas de la Asunción. Y todo a precios inmejorables: 4,50 dólares los adultos y 2 dólares los niños.
Texto completo en la edición impresa del mes de septiembre 2006
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