“Hace diez años, Europa era el epicentro de la política exterior de Estados Unidos. Lo había sido desde abril de 1917, cuando Woodrow Wilson envió un millón de hombres al frente occidental, hasta la intervención del presidente Clinton en Kosovo en 1999. Durante la mayor parte del siglo XX, Europa fue nuestro primer y vital foco de atención (...) Pero ahora todo cambió. (...) Medio Oriente ocupa para el presidente Bush y para la secretaria de Estado Rice, y ocupará para quienes los sucedan, el lugar que tuvo Europa para las anteriores administraciones durante el siglo XX.” Así se expresó el 11 de abril de 2007 Nicholas Burns, el subsecretario de Estado de Estados Unidos.
Como ha reiterado insistentemente el presidente Bush, “lo que está en juego en el gran Medio Oriente es algo más que un conflicto militar. Es la guerra ideológica decisiva de nuestro tiempo. De un lado están los que creen en la libertad y en la democracia; del otro, los extremistas que matan inocentes y proclamaron su intención de destruir nuestro modo de vida”. Desde el 11 de septiembre, el “gran Medio Oriente” –región de límites borrosos que va de Pakistán hasta Marruecos, pasando por el cuerno de África– se convirtió en el principal terreno de despliegue del poderío estadounidense, y en el campo de batalla decisivo, si no único, de lo que la Casa Blanca califica de conflicto mundial. A causa de sus recursos petrolíferos, de su situación estratégica y de la presencia de Israel, la zona siempre figuró entre las prioridades de Estados Unidos, particularmente a partir de 1956 y del eclipse progresivo de la presencia francesa y británica. Actualmente, como explica Philippe Droz-Vincent en un sutil análisis del “momento estadounidense” en Medio Oriente, esa región reemplazó a América Latina como “patio trasero inmediato” de Washington. Con una dimensión suplementaria que nunca tuvo el subcontinente americano: la de campo de batalla vital en una tercera guerra mundial.
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