Las principales víctimas de la Shoah, los judíos, cultivan legítimamente su propia memoria. Pero el judeocidio no sólo les concierne a ellos: la humanidad entera, al apropiárselo, transformará a los millones de víctimas de los nazis en una muralla contra la repetición del horror. “Nunca más”, se reitera desde entonces, pero el planeta sigue ensangrentado por genocidios (Camboya, Ruanda) y masacres (Bosnia, Chechenia, Palestina, Darfur…). Entonces, obtener una enseñanza universal del genocidio nazi supone en primer lugar esforzarse por comprender mejor los factores de ese vuelco hacia la barbarie. Además, la omnipresencia de la Shoah erigida como mal único hace que las víctimas entren en competencia con ella. A la inversa, el análisis del judeocidio que serviría para descifrar todos los procesos del genocidio incita a la convergencia.
Lejos de reflexionar sobre el problema del mal, en los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los europeos decidieron desviar su pensamiento. En la actualidad esto nos parece difícil de comprender, pero la verdad es que durante muchos años la Shoah –el genocidio de los judíos de Europa– no constituyó de ninguna manera una cuestión fundamental en la vida intelectual de la posguerra, ni en Europa ni en Estados Unidos. En efecto, la mayoría de la gente, tanto los intelectuales como el resto, hizo todo lo posible por ignorarla. ¿Por qué? En Europa del Este hubo cuatro razones.
En primer lugar, durante la guerra fue allí donde se cometieron los peores crímenes contra los judíos, y aunque esos crímenes fueron ordenados por los alemanes, en las naciones ocupadas abundaron los colaboradores: polacos, ucranianos, letones, croatas y demás. En muchos países se hizo evidente una imperiosa necesidad de olvidar lo ocurrido, de arrojar un...
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