¿Los judíos conforman un pueblo? Un historiador israelí aporta una respuesta nueva a esta pregunta antigua. Contrariamente a la idea recibida, la diáspora no fue el resultado de la expulsión de los hebreos de Palestina, sino de las conversiones sucesivas en África del Norte, en Europa del Sur y en Medio Oriente. Esto estremece uno de los fundamentos del pensamiento sionista, el que pregona que los judíos fueron descendientes del reino de David y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de caballeros jázaros.
Todo israelí sabe, sin sombra de duda, que el pueblo judío existe desde que recibió la Torá en el Sinaí, y que es su descendiente directo y exclusivo. Está convencido de que este pueblo, que partió de Egipto, se estableció en la “tierra prometida”, donde se construyó el glorioso reino de David y Salomón, dividido luego en Judea e Israel. Del mismo modo, nadie ignora que vivió el exilio en dos oportunidades: tras la destrucción del Primer Templo, en el siglo VI a. C., y la del Segundo Templo en el año 70 d. C.
Siguió luego una errancia de alrededor de dos mil años: sus tribulaciones lo condujeron a Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia y hasta lo más recóndito de Rusia, pero siempre logró preservar los lazos de sangre entre sus comunidades alejadas. Así, su unicidad no se vio alterada. A fines del siglo XIX, maduraron las condiciones para su retorno a la antigua patria. Sin el genocidio nazi, millones de judíos habrían naturalmente repoblado Eretz Israel (la tierra de Israel), algo con lo que soñaban desde hacía veinte siglos...
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