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Acceso público, control privado

La biblioteca universal, de Voltaire a Google

Al ofrecer a una gran cantidad de personas una masa siempre creciente de conocimientos, ¿realiza Internet el sueño de las Luces o prepara la pesadilla de un saber público entregado a los apetitos privados? Gracias a –o a causa de- Google, estas preguntas no tienen nada de abstracto. En los cuatro últimos años, el célebre motor de búsqueda ha digitalizado y puesto en línea millones de obras encontradas en los fondos bibliográficos de las más grandes bibliotecas universitarias. Para los autores y editores, esta operación constituía una violación flagrante del copyright. Pero después de largas negociaciones las partes llegaron a un acuerdo que va a cambiar totalmente la manera en que los libros llegan a los lectores. Aunque los límites legales y económicos del nuevo espacio establecido por este acuerdo siguen siendo imprecisos, el objetivo de los directores de biblioteca es claro: abrir sus colecciones y hacerlas disponibles a cualquier lector en cualquier lugar. Un proyecto simple en apariencia, pero constantemente trabado por las restricciones sociales y los intereses económicos. Igual que hace dos siglos con el de la República mundial de las Letras.

El siglo XVIII, el de las Luces, tenía una confianza total en el mundo de las ideas, que los enciclopedistas denominaban la República de las Letras. Un territorio sin policía ni fronteras, y sin otras desigualdades que no fueran las del talento. Cualquiera podía instalarse allí siempre que ejerciera uno de los dos atributos de su ciudadanía, a saber, la escritura y la lectura. Los escritores debían formular ideas, y los lectores apreciar su buen fundamento. Llevados por la autoridad de la palabra impresa, los argumentos se difundían en círculos concéntricos y sólo ganaban los más convincentes.

En esta edad de oro de lo escrito, las palabras también circulaban por vía epistolar. Al hojear la espesa correspondencia de Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Benjamín Franklin o Thomas Jefferson –lo que hace unos cincuenta volúmenes para cada uno de ellos-, uno se sumerge en el corazón de la República de las Letras. Estos cuatro escritores debatían sobre temas cruciales de su época en un flujo ininterrumpido de cartas que, uniendo a Europa y América, presentaba ya todas las características de una red de información transatlántica.

Soy particularmente afecto a la correspondencia entre Jefferson (1743-1826) y James Madison (1751-1836). A ellos les gustaba hablar de todo, especialmente de la Constitución estadounidense, que se estaba redactando, a la cual Madison ayudaba en Filadelfia, mientras que Jefferson representaba a la muy joven república en París. También hablaban de libros, porque el segundo adoraba recorrer las librerías de la capital, y con frecuencia compraba obras para su amigo. L’Encyclopédie de Denis Diderot está entre esas compras. Jefferson creyó haber hecho un buen negocio, pero confundió una reedición con la edición original…

Dos futuros presidentes de Estados Unidos discuten de libros en la Red de las Luces; la imagen es conmovedora. Pero, antes de abandonarse a ella, es importante señalar que la República de las Letras sólo era democrática en sus principios, porque, en realidad, pertenecía a los ricos y a los aristócratas. En efecto, por la imposibilidad de vivir de su pluma, la mayoría de los escritores se veían obligados a cortejar a los poderosos, a solicitar sinecuras, a mendigar un lugar en algún diario controlado por el Estado, a actuar con astucia para evitar la censura y abrirse un camino en los salones y las academias, allí donde se hacían y deshacían las reputaciones. Impotentes para desbaratar las humillaciones que les infligían sus protectores, se peleaban entre ellos, como lo muestra el testimonio de la querella entre Voltaire y Rousseau.

Después de haber leído el Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres) de Rousseau, el autor de Cándido le escribió en 1755: “He recibido, señor, su nuevo libro contra el género humano. (…) Nunca se ha empleado tanta agudeza en querer hacernos parecer tontos; da envidia caminar a cuatro patas cuando uno lee su libro”. Rousseau le respondió cinco años más tarde: “Señor, (…) lo odio”.

Las diferencias sociales exacerbaban los conflictos personales. Lejos de funcionar como un ágora igualitaria, la República de las Letras sufría de un mal que corroía a todas las sociedades del siglo XVIII: los privilegios. Estos no se limitaban a la esfera aristocrática. En Francia se aplicaban también al mundo de las ideas, especialmente a los impresores y libreros, dominados por guildas en situación de monopolio, así como a los propios libros, que sólo podían publicarse con el acuerdo del rey y la aprobación de la censura.

Este sistema puede analizarse con referencia a la sociología del saber, y más particularmente al concepto desarrollado por Pierre Bourdieu de la literatura como un campo en el cual las posiciones competitivas siguen las reglas de un juego más o menos autónomo con relación a los fuerzas dominantes de la sociedad.

Sin embargo, no hay ninguna necesidad de adherir a la escuela de Bourdieu para constatar que la vía literaria no tiene mucho que ver con los ideales de las Luces. A pesar de sus principios generosos, la República de las Letras formaba un mundo cerrado, inaccesible para los no privilegiados. Y, sin embargo, las Luces me parecen siempre el mejor argumento a favor de la apertura en general y de un libre acceso a los libros en particular.

Hoy, en el mundo de las bibliotecas de investigación y de lo virtual, ¿los principios y la realidad se contradicen como lo hacían en el siglo XVIII? Una de mis colegas relata haber oído con frecuencia esta observación condescendiente en las veladas a las que asistía: “Una bibliotecaria, qué cosa simpática. Dígame, ¿a qué se parece ser bibliotecaria?” A lo que ella respondía invariablemente: “Es antes que nada un asunto de dinero y de poder”.

Sin embargo, la mayoría de nosotros quiere suscribir los principios que fundamentan nuestras grandes bibliotecas públicas. “Abierta para todos”, puede leerse arriba de la entrada de la biblioteca de Boston. En el mármol de la biblioteca de Nueva York, está grabada en letras de oro una cita de Jefferson: “Considero a la educación como el mejor medio para mejorar la condición humana, promover la virtud y garantizar la felicidad de los hombres”. Nuestra república está construida sobre el mismo zócalo que la República de las Letras: la educación. Para Jefferson, las Luces obtenían su resplandor de los escritores y de los lectores, de los libros y de las bibliotecas –sobre todo la del Congreso, la de Monticello (donde residía Jefferson) y la de la universidad de Virginia. Esta confianza en el poder emancipador de las palabras está inscripta en el primer capítulo de la Constitución estadounidense, que subordina los derechos de autor –reconocidos sólo “por una duración limitada”- al principio superior del “progreso de la ciencia y de las artes útiles”. Los Padres fundadores reconocían el derecho de los autores a obtener una justa retribución por su trabajo intelectual, pero señalaban la preeminencia del interés general por sobre el beneficio individual.

¿Cómo evaluar el peso relativo de estos dos valores? Los autores de la Constitución no ignoraban que la noción de copyright había sido inventada en Gran Bretaña en 1710, en el marco de la ley llamada “Statute of Anne”. Esta legislación apuntaba a limitar el poder ilimitado de los editores y a “estimular la educación”. Otorgaba a los autores la propiedad plena de su obra por un período de catorce años, renovable sólo una vez. Los editores trataron de defender su monopolio arguyendo un derecho de publicación exclusivo y perpetuo, garantizado según ellos por el derecho consuetudinario. Habiendo apelado en varias oportunidades, los tribunales fallaron definitivamente en su contra en 1774 en el affaire Donaldson contra Becket.

Cuando, trece años más tarde, los estadounidenses redactaron su Constitución, adoptaron el punto de vista que dominaba entonces en Gran Bretaña. Un plazo de veintiocho años parecía lo bastante largo como para preservar los intereses de autores y editores. Más allá de eso, lo que debía prevalecer era el interés público. En 1790, la primera ley de Copyright (Copyright Act) –concebida también para “estimular la educación”- se inspiraba en el modelo británico, estipulando un período de catorce años, renovable una sola vez.

¿Cuál es la duración del copyright hoy en día? Según la ley de 1998, la Sonny Bono Copyright Terrm Extensión Act (también denominada “ley Mickey”, porque el personaje fetiche de Disney corría el riesgo de caer en el dominio público), el derecho de autor se aplica a una obra mientras su autor está vivo, y luego todavía durante setenta años después de su muerte. En los hechos, esto quiere decir que el interés particular del autor y de sus herederos barre cualquier otra consideración durante más de un siglo. La gran mayoría de los libros estadounidenses publicados durante el siglo XX no han caído aún en el dominio público. En Internet, el libre acceso a nuestra herencia cultural sólo se ejerce en general para las obras anteriores al 1 de enero de 1923, fecha a partir de la cual la mayoría de los editores hacen correr su copyright. Y seguirá así por un buen tiempo todavía, a menos que grupos privados tomen a su cargo la digitalización de la mercancía, la acondicionen y la comercialicen en el bien entendido interés de sus (...)

Artículo completo: 4 962 palabras.

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Robert Darnton

Historiador, profesor de la universidad Carl H. Pforzheimer y director de la biblioteca de Harvard.

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