Kafka, el triunfo de la literatura

La publicación de la autobiografía de Frantisek Basik, ex empleado en la tienda del padre de Franz Kafka, que pinta a su antiguo patrón como un hombre benévolo y afectuoso, reabre el debate acerca del persistente equívoco de concebir la ficción literaria como un espejo fiel de la realidad. Se suele olvidar que su transfiguración es la esencia de la literatura.

Resulta, por lo menos, asombroso que a despecho de los años transcurridos y la consecuente práctica de la lectura se le siga reprochando a algunas ficciones un rasgo que les resulta constitutivo. Tal fenómeno se verifica sobre un amplio espectro, desde las ficciones más logradas hasta las más pedestres. Por tomar una de estas últimas, valga recordar el dictum oficial de la Iglesia Católica a propósito del indigente Código Da Vinci y su afortunado autor: “Dan Brown miente”. Se podría argüir que ése, precisamente, es su oficio: es un autor de ficciones, por lo tanto, miente. Imputarle a un novelista el cargo de mendacidad es análogo a reprocharle a Anthony Hopkins que no pinte con destreza luego de haber interpretado en el cine a Pablo Picasso. Más dramática, sin duda, fue la suerte corrida por Salman Rushdie: el ayatollah Jomeini le puso precio a su cabeza (tres millones de dólares en 1989) y lo condenó a muerte, junto a su editor, por haber publicado Los versos satánicos, que no es un ensayo de teología ni un auto de fe, sino una novela en la cual el personaje del escritor (Baal) afirma: “Sólo respeto una jurisdicción, la de mi musa”. Se podría pensar, entonces, que dos son los peligros que acechan al hacedor de ficciones: no convencer en absoluto (construye una verosimilitud insuficiente) o convencer demasiado (puede terminar sin cabeza)...