Entre grandes sustos y pequeños alivios, la economía mundial traquetea en medio del vado, sin lograr atravesar las agitadas aguas de la crisis para internarse en terreno seguro. Dos trayectorias divergentes se dibujan con claridad: la de los acróbatas de las finanzas, que no abandonan sus trucos, y la de los asalariados, sumergidos en la recesión. Un año después de la quiebra del banco Lehman Brothers, ni unos ni otros se toman demasiado en serio los anuncios de “regulación”. Como si nada hubiese pasado, el capitalismo retoma su loca carrera.
A un cuando la crisis económica y financiera, que ha dado un giro espectacular desde el otoño boreal de 2008, no termina de esparcir sus perjuicios, en la primavera de 2009 se han pronunciado todos los encantamientos imaginables para lograr el rápido retorno del ser amado: el crecimiento. Ningún signo del destino ha sido descuidado: las sacudidas (precarias) de los índices bursátiles; el aumento (vacilante) de la cotización de las materias primas y de las energías fósiles; la desaceleración en la destrucción de empleos en Estados Unidos y las alentadoras previsiones de crecimiento de la Reserva Federal; la actualización (¡de +0,1 punto!) de las previsiones del Banco de Francia relativas al Producto Bruto Interno (PBI) del país en 2009; la mejora de las perspectivas que muestra el Fondo Monetario Internacional (FMI) relativas al crecimiento mundial en 2010; el rebote de la producción industrial en Alemania durante mayo; el resultado “ligeramente beneficioso” de la Société Générale en el segundo semestre de 2009 y las bonitas ganancias del Banco de Inversión Goldman Sachs en el segundo trimestre; el pago anticipado de las ayudas federales por parte de los bancos estadounidenses, etc...
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