¿Cómo disuadir a un prisionero de reclamar las llaves de su jaula? Muy simple: basta celebrar ruidosamente sus talentos de contorsionista y hacerle creer que si interpreta al hombre de goma dentro de ese espacio minúsculo, logrará un máximo desarrollo personal. Por eso, apenas la recesión había asomado la nariz, la prensa mundial entonaba una oda unánime a la sagacidad del consumidor, a su asombrosa adaptabilidad, a sus mil y un recursos insospechados.
El ciudadano medio es un buen tipo. Después de haber reflotado generosamente a las instituciones financieras que le pusieron el mundo patas arriba, no sólo acepta magnánimamente olvidar el asunto, sino que frente a sus bolsillos vacíos, lejos de enervarse o de buscar las causas de su desgracia, pone al mal tiempo buena cara. Consigue informarse discretamente sobre trucos y artimañas en Radins.com, practica el trueque, la colocación y el uso compartido de automóviles, reemplaza el avión por el monopatín, saborea por cinco euros el menú “especial crisis” de un simpático dueño de restaurante, se inscribe en cursos de bricolaje, prepara la tierra de su huerta y hace sus compras acarreando bolsas llenas de bonos de descuento, pacientemente recolectados.
Como premio, redescubre los verdaderos valores: solidaridad, calor humano, placeres simples. En Newsweek (26-3-2009), el periodista Steve Tuttle rinde homenaje a sus propios padres, que “llevaron siempre una vida austera”: hoy en día, ese tipo de personas, “amantes del trabajo duro”, que antes pasaban por miserables, “son los que menos hay que compadecer”, constata el periodista. El trabajo y la honestidad siguen teniendo su recompensa: tal es la moraleja de esta crisis. ¿Quién lo hubiera creído?
Texto completo en la edición impresa del mes de septiembre 2009
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