Cuando en 1986 el investigador Eric Drexler popularizó el término “nanotecnologías”, las definió como el conjunto de técnicas que permiten la creación y manipulación de objetos materiales de un tamaño comprendido entre 1 y 100 nanómetros. Era en realidad una definición de vasto alcance, porque casi todas las sustancias que existen en el mundo están estructuradas a esa escala. Disciplinas tan diversas como la química, la ciencia de los materiales, la física del estado sólido, la ciencia farmacéutica, la biología química y molecular, la ingeniería electrónica, quedaban así reunidas, tanto a nivel conceptual como operativo.
Cerca de un cuarto de siglo después, la manipulación de la materia a escala atómica permite concebir nanoestructuras dotadas de propiedades radicalmente nuevas. Un vasto conjunto de ciencias y aplicaciones –biotecnologías, tecnologías de la información, ciencias cognitivas– entraron en interacción. Se produjo una prodigiosa “convergencia” de disciplinas, hasta ese momento relativamente compartimentadas, en la que se entremezclaron bits, átomos, neuronas y genes bajo el –sugestivo– acrónimo ¡BANG!
El programa incluye: descontaminación de los suelos y aguas subterráneas, producción de pantallas planas en base a nanotubos de carbono, baterías de bajo peso y alta densidad de energía, bionanotecnología (observación del comportamiento de moléculas individuales al interior de sistemas biológicos), laboratorios de análisis clínicos miniaturizados en un chip (lab-on-a-chip). Ya se anuncia la computadora portátil que realiza un trillón de operaciones por segundo, las pinturas fotovoltaicas a unos pocos centésimos el metro cuadrado, aplicables en edificios y rutas, los generadores solares de un terawatt (es decir mil gigawatts) de potencia y la fabricación en serie de cualquier tipo de producto nanotecnológico al precio de un dólar por kilo.
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