Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, dos olas sucesivas han sumergido al mundo árabe: el nacionalismo y el islamismo político. Más allá de sus divergencias, ambas corrientes se nutren en las mismas fuentes: el deseo de independencia, el rechazo a las injerencias extranjeras, la aspiración a un desarrollo más equitativo y más justo. Sin embargo, esos objetivos no han sido alcanzados. Hoy, emerge una tercera fuerza, progresista, democrática y respetuosa de los derechos humanos, que marca el imaginario de una gran fracción de la juventud árabe.
En el mundo árabe, la conmoción económica planetaria se conjuga con una crisis de legitimidad, latente desde hace décadas. Se la observe a través del prisma del neocolonialismo, de una democratización insuficiente o de un conflicto cultural y religioso, esta crisis siempre ha resistido toda tentativa de solución, sea ésta encarada tanto por actores bien intencionados como por gobernantes brutales. Esta ausencia de legitimidad se tradujo en un conjunto de desigualdades, de verdaderos abismos, podría decirse, entre gobernantes y gobernados, entre laicos y fundamentalistas religiosos, entre poblaciones pobres y elites. Y en una atmósfera de marasmo económico, ello puede desembocar fácilmente en una serie de explosiones imprevisibles y peligrosas.
Para tratar de evitarlas es necesario recordar algunas lecciones de la historia. Bajo la bandera de “nacionalismo árabe”, término que definió –y estimuló– una cantidad de movimientos y de actores que transformaron la región, tuvieron lugar muchos episodios de heroísmo, de unión y de éxito. Poner fin al colonialismo no era una tarea sencilla, y fue el nacionalismo árabe el que ganó tamaña batalla y contribuyó a estrechar lazos entre los Estados emergentes de lo que se llamaría el Tercer (...)
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