La socialdemocracia da signos de desorientación, falta de propuestas y agotamiento. Sus electores tradicionales la abandonan.
Una secular corriente progresista hoy paga el precio de su confusión ideológica.
Las ideas también mueren. El cementerio de los partidos políticos rebosa de tumbas donde yacen los restos de organizaciones que otrora desataron pasiones, movieron a multitudes y hoy son pasto del olvido. ¿Quién se acuerda en Europa, por ejemplo, del radicalismo? Una de las fuerzas políticas (de centroizquierda) más importantes de la segunda mitad del siglo XIX, que los vientos de la historia se llevaron... ¿Qué fue del anarquismo? ¿O del comunismo estalinista? ¿Qué se hicieron aquellos formidables movimientos populares capaces de convocar a millones de campesinos y obreros? ¿Qué fueron sino devaneos?.
Por sus propios abandonos, abjuraciones y renuncias, a la socialdemocracia europea le toca hoy verse arrastrada hacia el sepulcro. Su ciclo de vida parece acabarse. Y lo más incomprensible es que semejante perspectiva se produce en el momento en que el capitalismo ultraliberal atraviesa uno de sus peores momentos.
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