En 2008, dos semanas antes de Navidad, me dijeron que debía ser operado de urgencia. La urgencia era tal, de hecho, que no tuve tiempo de preparar mi bolso. Me desperté recostado en una sala de hospital totalmente desnudo, incómodo e inquieto, con un solo libro, el que leía aquella mañana, la maravillosa novela de Cees Nooteboom, Dans les montagnes des Pays-Bas (En las montañas de Holanda), que terminé en las horas posteriores. Pasar catorce días convaleciendo sin tener nada para leer me parecía una tortura insoportable, de modo que cuando mi compañero me propuso ir a buscar algunos libros a mi biblioteca para traérmelos al hospital, aproveché la ocasión agradecido.
Pero, ¿qué libros quería?
El autor del Eclesiastés y Pete Seeger nos enseñaron que hay una estación del año para cada cosa. Yo agregaría, para seguir en ese camino, que hay un libro para todas las estaciones. Pero los lectores aprendieron que no cualquier libro es adecuado para cualquier ocasión. Pobre de aquel que se encuentra con un libro en el mal momento, como el pobre Roald Amundsen, el descubridor del polo Sur, que perdió el bolso con sus libros bajo el hielo, de modo que, noche glaciar tras noche glaciar, se vio obligado a leer el único que había sobrevivido: el indigesto Portraiture of His Sacred Majesty in His Solitudes and Sufferings (Retrato de Su Majestad Sagrada en Su Soledad y Sufrimiento) del Dr. John Gauden. Los lectores saben que hay libros que leemos después de hacer el amor y libros para engañar la espera en un aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el baño, libros para las noches sin sueño en casa y libros para los días sin sueño en el hospital. Nadie, ni siquiera el mejor de los lectores, puede explicar realmente por qué algunos libros son más adecuados para algunas ocasiones y otros no. De manera indecible, a semejanza de los seres humanos, las ocasiones y los libros, misteriosamente, se ponen de acuerdo entre sí o entran en conflicto...
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