Como encaramadas sobre un vagón de una montaña rusa, las economías occidentales se bambolean de crisis en crisis. Las reuniones y cumbres “excepcionales” donde se juega la suerte de un país, de un continente, constituyen ya una rutina de los máximos responsables políticos. Pero ante este panorama se abre un posible camino de acción que parece prohibido. ¿Quién tiene miedo a la desmundialización?
Al comienzo las cosas eran simples: estaba la razón –que procedía por círculos (con Alain Minc en el centro)–, y luego estaba la enfermedad mental. Los razonables habían establecido que la mundialización era la realización de la felicidad, y todos aquellos que no tenían el buen gusto de creer en ella estaban para ser encerrados. Una “razón” que, sin embargo, enfrentaba un pequeño problema de coherencia interna porque, aunque pretendía ser el ideal de la discusión conducida según las normas de la verdad y del mejor argumento, prohibió metódicamente cualquier debate durante dos décadas y sólo permitió abrirlo ante el espectáculo de la mayor crisis del capitalismo.
Digamos enseguida que en este caso “la razón” no es una entidad etérea. Es, más bien, del orden de un aparato: economistas serviles, medios de comunicación que asumen una misión, grandes empresarios siempre abiertos al pluralismo con tal que dijera lo mismo, oligarcas socialistas convertidos y, por eso mismo, más “creíbles”, como lo fueron los anabaptistas. Le Monde no duda en expresarse para desear la “bienvenida al gran debate sobre la desmundialización” y lo abrió (a manera de “bienvenida”, sin duda) con una tribuna que explicaba que la desmundialización es “absurda” y, para una equidad en los puntos de vista, una entrevista que certificaba que es “reaccionaria”; en efecto, no son lo mismo y ambas merecían ser mencionadas...
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