La crisis griega no es inédita. Otros países, abrumados también bajo el peso de la deuda, como la Argentina de la década 1990-2000, eligieron no pagar. Este caso emblemático ilustra tanto la lógica que conduce a la catástrofe como los mecanismos que le permitirían a Atenas deshacerse del peso que la oprime.
Todo empieza a partir de una idea deslumbrante. Para poner fin a la inflación que devasta al país a su llegada al poder en 1989, el presidente peronista Carlos Menem –acompañado por su súper ministro de economía Domingo Cavallo, formado en Harvard y ex funcionario de la dictadura (1976-1983)– fija la tasa de cambio de la moneda argentina de manera rígida: 1 peso=1 dólar. Este sistema es bautizado “de convertibilidad”. Al principio, esta política calificada de “bing bang” y alentada por el Fondo Monetario Internacional (FMI) tiene éxito: la inflación desaparece, el crecimiento se afirma.
El 1 de enero de 2001, Grecia cumple con los requisitos de Maastricht y se une a la zona euro. Un año más tarde, las monedas acuñadas de la nueva divisa remplazan al dracma, la antigua moneda nacional...
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