Una bomba revienta en un Santiago cada vez más explosivo. Transcurre abril de 1973 y aunque ninguna de las detonaciones precedentes había provocado muertes, los asesinatos llegarán cuando los objetivos escogidos sean equipamientos e infraestructuras.
Los estallidos, que Víctor Jara denunciaba en Las casitas del Barrio Alto (El derecho de vivir en Paz, 1971), eran suficientes como para que centenares de santiaguinos durmieran a sobresaltos. Bajo la violencia aleatoria con que los perpetradores buscaban salpicar la noche, los recintos afectados por los atentados engrosaban una extensa lista de blancos.
La descarga de la tercera semana de abril decapitó un monumento levantado con frente a la Municipalidad de San Miguel. A diferencia de las detonaciones ocurridas en domicilios, sedes o edificios públicos, el explosivo había sido instalado para guillotinar una figura en bronce que El Mercurio rebajó a la condición de estatua...
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