El 2011 marcará un antes y un después en la historia reciente de Chile. Lo dice todo el mundo. Pero lograr hacer de este “después” que se inicia un ciclo efectivamente distinto al “antes” que se cierra, es un desafío que está abierto. Cuán favorable será para las aspiraciones populares el Chile que al calor de las crecientes movilizaciones se empieza a forjar, sólo el desarrollo de las luchas sociales lo podrá determinar. Es algo que está en nuestras manos.
De nada sirve conformarnos con lo hecho y cruzarnos de brazos. Nuestro deber es realizar una reflexión colectiva sobre el momento que vive el país y las tareas que nosotros, como movimiento estudiantil y también como izquierda, debemos cumplir para contribuir con nuestra rebeldía a la construcción de nuevas y convergentes fuerzas sociales transformadoras, que asuman como propia la tarea de cambiar Chile.
Es fácil caer en el vicio de embriagarse con aspectos superficiales y perder de vista las relaciones de fuerza que determinan el curso general de las cosas. Ha habido muchas movilizaciones, han caído ministros, la popularidad del Presidente y los partidos continúan a la baja. Pero cuidado, sobredimensionar los efectos de nuestras acciones y menospreciar las de nuestros adversarios puede llevarnos a fallar al momento de definir las tareas pendientes. Que son muchas.
El movimiento estudiantil ha conquistado un grado de autoconciencia, organización y disposición de lucha inédito en su historia. Pero no seamos autocomplacientes. Todavía no ceden los pilares sobre los cuales los poderosos están parados. Más allá de la magnitud de las movilizaciones y el descrédito de la clase dirigente, campea una extendida desarticulación social, y en términos políticos el país todavía continúa preso de “dos derechas” que viven en otro planeta. Una oficial y otra encubierta, pero derechas al fin y al cabo.
La santa alianza del neoliberalismo chileno busca como sea presentar el extendido malestar social como síntoma de que avanzamos al desarrollo. Tras sus cómodos escritorios, nos dicen que no hay nada de qué preocuparnos, que nuestra infelicidad es demostración de lo bien que han hecho las cosas. No quieren ceder ni un centímetro en la defensa de un modelo educativo basado en el lucro y la competencia, sometido a fin de cuentas a la ley del dinero.
No pienso únicamente en los tecnócratas del Gobierno, ni en los exponentes más caricaturescos de la derecha cavernaria, tipo Cristián Labbé o Jovino Novoa. Los jerarcas de la Concertación siguen siendo más parte del problema que de la solución, pues en lugar de proponerse superar la obra del pinochetismo, en educación y otros ámbitos, plantean simplemente cómo administrarla mejor. De esa forma, sólo acentuarán la concentración de riqueza y poder en unos pocos sin resolver los problemas que aquejan a las mayorías. El mejor ejemplo fueron los arrogantes dichos de Ricardo Lagos en enero pasado. Ante la pregunta sobre cuál era su autocrítica tras el agotamiento del modelo educacional consolidado durante los gobiernos de la Concertación, el “Tigre del Sur” (como se titula su último libro sobre él mismo), contestó sin sonrojarse: “Lo primero es que yo lo puse (el tema) en marzo, antes de que los estudiantes estuvieran en la calle. ¿Estamos? ¿Y por qué tengo que hacer una autocrítica?” (1).
Los ejemplos sobran. El punto es que siguen existiendo grandes obstáculos para hacer realidad las aspiraciones mayoritarias del país por una educación al servicio de la realización individual y colectiva de los ciudadanos, concebida por tanto como un derecho y no como un negocio. Son todavía muchos los muros por derribar y muchas las incapacidades propias que resolver. Identificarlas es tener la mitad del problema resuelto.
Superar la camisa de (…)
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