El trabajo constituye desde la modernidad una precondición para la integración social de los sujetos. Sin embargo, no siempre asumió la forma dominante que lo caracterizó en las sociedades posrevolucionarias, ni tuvo siempre, en ellas, las mismas características. No podemos dejar de recordar en este sentido la compleja secuencia que lleva desde el artesanado hasta el trabajador precarizado y excluido del presente, pasando por el trabajo a domicilio, la manufactura, el proletariado, el salariado. Todas estas fases comportaron y comportan una significación social sobre el trabajo, un sentido subjetivo sobre el mismo, una relación social y económica singular.
La transformación del trabajo da cuenta, como quizá ninguna otra institución de la modernidad, de los procesos políticos, económicos y culturales que la contextualizan. Es el resultado, y en ocasiones también la causa, de cambios en los derechos civiles y políticos, y en las formas de ejercerlos y promoverlos; de transformaciones tecnológicas a veces bruscas en los procesos productivos, y en el funcionamiento de los mercados; de mutaciones en las capacidades y modalidades de interpretación individual y social sobre la realidad. El Estado ha jugado un rol destacado en todo este proceso, pero también, y no menos importante, ha sido el papel de los sindicatos y los movimientos sociales...
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