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Crónica de un sueño jamaiquino

Mocasines impecables, pantalón color alabastro, camisa inmaculada y gorra blanca, Courtney es un desafío viviente al polvo de la capital, una de las más calientes y secas del Caribe. En Kingston, se puede ser pobre y digno. El swag –la apariencia– cuenta aun más cuando uno quiere llegar a ser, algún día, una estrella del dancehall (ver recuadro).

Este término, que literalmente significa “pista de baile”, designa un género musical surgido en la década de 1980. De manera más general se trata de un sinónimo de “música jamaiquina”, lo que engloba por extensión todas las prácticas vinculadas a su producción y a su consumo, desde los estilos de indumentaria hasta los grupos de baile, pasando por los sound system. Courtney canta, y se prepara para grabar un nuevo tema.

Courtney no se tutea con la gloria: su única familia es una tía que vive en el otro extremo de la ciudad; no tiene ahorros; su trabajo como jardinero en las casas de la burguesía de Beverly Hills le reditúa 12.000 dólares jamaiquinos (unos 110 euros) por quincena. Ese salario lo coloca en el promedio nacional. Paga su alquiler, sus facturas, y compra sus alimentos, pero pocas veces las tres cosas en el mismo mes. Igual que cientos de jamaiquinos, el joven pasa buena parte de su tiempo libre en alguno de las decenas de estudios de grabación que existen en la ciudad. Como dice el proverbio, “nadie se vuelve rico trabajando”, y la música es el atajo más evidente para alcanzar una vida menos miserable, al menos para quienes se mantienen alejados de las armas y de las bandas...

Artículo completo: 288 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de octubre 2012
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Romain Cruse

Docente de la Universidad de las Antillas y de Guyana (UAG – Martinica). Centre d’étude et de recherche en économie, géstion, modélisation et informatique appliquée (Ceregmia).

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