Julian Assange, el fundador de WikiLeaks que en 2010 publicó cientos de miles de documentos secretos del Pentágono y del Departamento de Estado, no ha hecho más que sembrar amigos en Washington. Siendo de nacionalidad australiana, probablemente podría dedicar un irreverente “lero lero” a las autoridades estadounidenses, pero pesa sobre él una orden de detención europea solicitada por la fiscalía sueca para interrogarlo por acusaciones de abuso sexual –que él niega– que habría cometido en el territorio de ese país.
Mientras vivía con arresto domiciliario en Londres –donde fue demorado en virtud de dicho pedido de detención–, la Corte Suprema del Reino Unido rechazó, el 14 de junio pasado, su última apelación al traslado a Estocolmo. El 19 de ese mes, considerándose víctima de una conspiración y de una “persecución política”, se refugió en la embajada ecuatoriana y solicitó el asilo político, que le fue concedido por el presidente Rafael Correa. Al igual que el principal interesado, Quito considera que Assange corre el riesgo de que en un futuro lo extraditen desde Suecia hacia Estados Unidos. Ricardo Patiño, ministro de Relaciones Exteriores de Ecuador, señala que “la situación jurídica demuestra claramente que [en este caso] Assange no podría contar con un juicio justo, pues podría ser juzgado por un tribunal especial o militar y no sería inverosímil pensar que podría ser víctima de un trato cruel y degradante y que se lo condene a cadena perpetua o a la pena de muerte”...
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