La escuela no hace al armenio

“No cierre la puerta de la oficina”. Mari Nalcı tiene el rostro tenso y la mirada desconfiada. Con su ropa oscura y severa, la directora de la escuela Tarmanças, en el cargo desde hace veinticinco años, tiene aspecto de “dama de hierro”. “¿Por qué le interesa este tema?”, pregunta. Los armenios de Turquía son reservados, sobre todo cuando se aborda la cuestión de las escuelas. “El problema de la seguridad de los establecimientos escolares tomó gran importancia, en particular desde el asesinato de Hrant Dink”, nos había anticipado Garo Paylan, el representante de las escuelas armenias. En efecto, el asesinato del periodista por parte de un nacionalista turco en 2007 reavivó los temores. En la escuela de Mari Nalcı, esta desconfianza se materializa en todas partes: un arsenal de cámaras de vigilancia, rejas en las ventanas e incluso un guardia en la puerta. Aunque sonriente y abierto, Attila Şen parece tan intransigente como un guardia de prisión: sin cita previa es imposible entrar. “Nunca hubo ningún problema, pero algunos habitantes del barrio ven a la escuela con malos ojos. Por suerte, sus prejuicios desaparecen apenas vienen a vernos”.

El establecimiento se sitúa en Ortaköy, cerca del Puente del Bósforo, que une las dos costas de Estambul. Era uno de los barrios más cosmopolitas de la antigua capital del Imperio Otomano: allí vivían numerosos judíos, griegos y armenios. Además de las dos mezquitas, hay cuatro iglesias y dos sinagogas. En la actualidad, los kurdos reemplazaron a los armenios, de los que sólo quedó un puñado de familias. Además, los ciento cincuenta alumnos de la escuela vienen de otras partes de la megalópolis, gracias a las combis encargadas del transporte escolar...