Se respira otro aire en las calles y plazas de Bogotá. Un aire perfumado de esperanzas, y ya no aquel -plomizo, infausto, medroso- de la violencia eterna y del conflicto interminable. La guerra en Colombia es una de las más viejas del mundo, comenzó (o se intensificó) cuando la oligarquía asesinó, el 9 de abril de 1948, a Jorge Eliécer Gaitán, un líder social inmensamente popular que reclamaba justicia social, incluyendo reforma del sistema financiero y reforma agraria. Desde entonces, el número de víctimas mortales se calcula en centenares de miles… Hoy, en un subcontinente ampliamente pacificado, este conflicto -la última guerra de guerrillas de América Latina- aparece como un vestigio de otra época.
Viajando por el país y conversando con diplomáticos, intelectuales, trabajadores sociales, periodistas, académicos o moradores de barriadas humildes se deduce que, esta vez, la cosa va en serio. Algo parece moverse de verdad desde que el presidente Juan Manuel Santos anunció públicamente, a principios de septiembre pasado, que el gobierno y la insurgencia iniciarían negociaciones de paz (4). Primero en Oslo y luego en La Habana, con el apoyo de los gobiernos de Cuba y Noruega como “garantes”, y de los gobiernos de Venezuela y Chile como “acompañantes”. Los ciudadanos están creyendo en el proceso; sienten que se ha llegado a una configuración interna y externa que autoriza -con prudencia- a soñar. ¿Y si la paz fuese por fin posible?...
Texto completo en la edición impresa del mes de diciembre 2012
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