Los sectores democráticos y laicos de la sociedad tunecina temen que el partido islamista moderado Ennhada, triunfante en las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente de octubre de 2011, en lugar de contener el avance del extremismo integrista –argumento que utiliza políticamente– no hace más que facilitarle el camino.
En Túnez, casi todo el mundo cree que las conquistas de la revolución están en peligro. La cuestión es saber quién las amenaza. ¿Una oposición “laica” que se niega a admitir que en octubre de 2011, durante las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente, triunfaron ampliamente los islamistas conservadores de Ennhada? ¿Estos últimos, que quisieran usar su victoria para infiltrarse en el Estado y manipular desde adentro el temor que inspiran las milicias salafistas, con el fin de imponer una islamización más moderada de la sociedad tunecina? ¿O, más simplemente, un arreglo político al estilo de los bailes ministeriales de la Cuarta República francesa, con sus bloques parlamentarios que estallan cuando un diputado no llega a ministro, sus giros teatrales olvidados veinticuatro horas después, sus innumerables grupúsculos que se reordenan constantemente? Mientras tanto, se desploma la producción minera, el turismo tambalea, se instala la inseguridad y cientos de jóvenes tunecinos ya se han unido a los yihadistas de Siria, Argelia y Mali.
El 16 de febrero, en Túnez, se veían las banderas yihadistas al lado de las de los islamistas de Ennhada. La multitud de manifestantes era densa, pero mucho menos que la de sus rivales, reunidos ocho días antes en el funeral de Chokri Belaid, activista de izquierda asesinado por un grupo no identificado. El asesinato de un adversario debilitó el prestigio popular de Ennhada, aglutinó a sus rivales y generó la discordia en sus filas. Apenas fue repudiado por sus amigos, el Primer Ministro y secretario General del partido islamista propuso formar un “gobierno de expertos nacionales sin filiación política”. La idea –que fue alentada por varios grupos de la oposición, la Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT), el Ejército, Argelia y las embajadas occidentales– logró apartar temporalmente a Ennhada del poder, en espera de una nueva Constitución y nuevas elecciones. Los manifestantes del 16 de febrero, hostiles a semejante escenario, defendían la “legitimidad” de su partido, denunciando un complot de los medios, el extranjero, la “contrarrevolución”, los “residuos del antiguo régimen”.
Capitalismo y arcaísmo
Puede parecer sorprendente que arengas tan jacobinas lleven la firma de una fuerza política tan conservadora. Porque, desde las elecciones de octubre de 2011 que los llevaron al poder, los islamistas de Ennhada han mostrado poca voluntad de alterar el orden social y económico. Al igual que sus homólogos egipcios y sus mecenas –exangües– de las monarquías del Golfo, trataron más bien de combinar capitalismo extremo (1) con arcaísmo moral y familiar. Y no olvidaron mechar sus discursos con loas a los partidos del orden cuando describieron a los que se les resisten: “Empezaron cortando las carreteras, bloqueando las fábricas, y hoy siguen atacando la legitimidad del poder –dijo Rached Ghannouchi a sus partidarios–. Ennahda es la columna vertebral de Túnez. Romperla o excluirla atentaría contra la unidad nacional del país”. Precisamente, ése es el debate.
Porque, ¿dónde comienza y dónde termina la unidad nacional? ¿Qué sacrificios tienen que consentir los tunecinos para preservarla, y cuáles son los riesgos? Hace apenas un año, el papel preeminente de un partido islamista en el gobierno del país no levantaba gran controversia: por entonces se trataba de redactar una nueva Constitución, no muy diferente de la anterior, y de volver a equilibrar el desarrollo económico del país en beneficio de las provincias del interior, olvidadas durante décadas. Pero la cuestión ya no se plantea en los mismos términos cuando el fracaso de Ennhada –la Constitución aún no está votada, el orden público se ve amenazado, las inversiones se hacen desear, las regiones desfavorecidas siguen igual– enardece a grupos islamistas más radicales, que a su vez deberían ser integrados en el juego político por temor a que deriven hacia la violencia armada. Pero si bien dicha cooptación lograría “normalizar” progresivamente a algunos militantes exaltados, tendría como corolario una islamización más profunda de la sociedad tunecina.
De allí las sospechas de la oposición. Lejos de admitir que el diálogo, la persuasión, hasta ahora han ayudado a Ennhada a apaciguar las facciones salafistas y yihadistas más violentas, la fuerza opositora considera que las fronteras entre todos esos grupos son porosas, que parecen encarnar un mismo proyecto político y religioso cuyo norte es la dislocación del Estado-nación. Tal como sugiere un ya célebre video de abril de 2012, donde se oye a Ghannouchi explicarles a los salafistas que tienen que mostrarse pacientes, las dos formaciones se han limitado a repartirse los papeles para ver cumplido su propósito común: unos tienen un discurso apaciguador, los otros el tono intimidante de los opositores. El opaco funcionamiento interno de Ennhada refuerza este tipo de interpretación.
Pero el riesgo es entonces subestimar las tensiones que atraviesan al partido en el poder, y cuya última crisis gubernamental ha proporcionado un indicador dramático. En un informe reciente sobre el desafío salafista –informe documentadísimo y rico en capacidad de análisis–, el Grupo Internacional de Crisis (una organización de (…)
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