Cuando es demasiado tarde, porque le hemos dado la espalda a las mejores opciones, nos vemos obligados a elegir el mal menor. Nueve días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush amenazaba urbi et orbi: “O están con nosotros, o están con los terroristas”. Siguieron dos guerras, la primera en Afganistán y después en Irak, con los resultados que conocemos. Una vez más, en Malí, habría que optar, urgente, entre los dos términos de una alternativa execrable. ¿Pues cómo resignarse a que bandas armadas portadoras de una ideología y de prácticas oscurantistas puedan amenazar a las poblaciones del Sur después de haber aterrorizado a las del Norte? Pero al mismo tiempo, ¿cómo ignorar que la invocación de móviles humanitarios, la propensión a criminalizar a los enemigos políticos –los talibanes afganos fueron asociados al tráfico de opio; las FARC a la venta de cocaína o a la toma de rehenes–, sirven a menudo de pretexto para operaciones militares occidentales, que reavivan las sospechas de neocolonialismo y, en definitiva, terminan mal?
Veinte meses después del asesinato de Osama Ben Laden, el cuerpo de Al Qaeda aún se mueve. Los talibanes, por su parte, se encuentran mejor que nunca. Tal como lo señaló el ex primer ministro francés Dominique de Villepin, “los centros neurálgicos del terrorismo –Afganistán, Irak, Libia, Malí– tienden a ampliarse y a estrechar lazos unos con otros, unen sus fuerzas, conjugan algunas acciones” (1). Cada intervención occidental parece hacerle el juego a los grupos yihadistas más radicales, quienes conducen a sus adversarios a conflictos interminables en los que terminan agotados. Los arsenales libios alimentaron la guerra en Malí; el día de mañana, ésta puede equipar a los próximos frentes africanos con armas recuperadas y con ex combatientes.
Para justificar la intervención militar de su país, François Hollande anunció que “Francia estará siempre presente cuando se trate de los derechos de una población, la de Malí, que quiere vivir libre y en democracia”. Una hoja de ruta tan poco razonable no puede sino chocar con el hecho de que el problema no es tanto el de “reconquistar” el norte de Malí, sino de garantizar allí una seguridad duradera que tenga en cuenta las reivindicaciones legítimas de los tuaregs.
Y esto, sólo para empezar… Luego, en efecto, habrá que (…)
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